El abrigo gris
El abrigo gris
El mismo que te enfundaste recostando sobre asientos de piedra, echado hacia atrás, sin temor a caer al agua, concentrado en los surcos en el cielo o en el movimiento de las nubes cargadas, bañadas de oscuridad, preparadas para soltar un gran chaparrón. Junto a los estantes movibles pintados de verde -esos compartimientos cargados de ejemplares de primera y segunda mano que todavía hoy se pueden contemplar en los caminos que bordean el mítico río- y la mirada esta vez entornada hacia abajo, estás nuevamente engalanado en el infaltable abrigo y, ello lleva a pensar, que no podías aparecer en público sin aquella prenda. Hay multitud de imágenes que te capturan fuera de la ropa invernal y de las tonalidades grises que podrían refutar lo anterior, pero, a la vez, casi inevitablemente, se vuelve a asociar ese color a tus apariciones en papel fotográfico o cubiertas de libros. Sin abrigo a la vista, apareces subiendo por una torre con gran prisa de alcanzar la cima y lo que se trasluce de ella es la escena final de una película italiana. Estás en camiseta blanca, moviendo los brazos con encomiable agitación, sin contrincante alguno delante tuyo y, sin embargo, el sudor sobre frente, boca y axilas es incontenible y, de algún modo, das a entender que la batalla sigue secuencias que nos son esquivas (dicha fotografía hace barruntar que se trata de un intento por llevar al universo del papel fotográfico uno de tus cuentos). En una camiseta sin mangas, sostienes y soplas con fuerza el instrumento de latón que, según algunos de los que te conocieron, nunca llegaste a dominar. En esa ausencia de pericias o de manos doctas, hay una senda de libertad, darías a entender en uno de tus textos que se toparon con el desvío de las miradas. Las notas, las melodías y los recuerdos de canciones, en cualquier caso, se las ingeniaron para acompañarte en los arduos caminos del artista solitario, del escritor sin casas editoriales y eso da una idea del lugar que ocupó la música en tu existir. En esos manuscritos inéditos soplados por las alas de la música, das a entender que no únicamente podías teorizar con solvencia sobre el jazz, sino también realizar ingeniosas acotaciones sobre las composiciones de Schumann, Chopin, Brailowsky, Brahms, Mozart, Ravel, Pichuco, Borodín, Brunelli y demás músicos que te habrían de acompañar allá adonde movieses los pies.
Gris y con abrigo y tabaco en la boca, era la portada de la antología de cuentos que por primera vez cayó en mis manos. Estaba comenzando la adolescencia cuando sostuve ese libro y bordeaba la veintena cuando llegaron a mis manos la edición de tapas negras de los cuentos completos. El paisaje empezaría a poblarse de otros de tus lectores y, sin mediar muchas explicaciones, tuve sobre el escritorio un periódico traído directamente desde Buenos Aires dedicado exclusivamente a comentar tu obra. Qué fue del periódico y de la antología de cubierta gris, es algo que francamente desconozco. Terminó en manos que también los merecían, supongo. En otras bibliotecas y en otros ámbitos, como decía el americano que gustabas citar. Los cuentos completos de tapas negras fueron finalmente leídos por estos ojos, tras casi dos décadas de espera en las repisas de la biblioteca y tras la final del evento deportivo que enfrentó tus dos nacionalidades, la argentina y la francesa. A veces, me digo que sometí la lectura de esas narraciones breves a las dinámicas de tu novela más conocida. Leía algunos del primer tomo e irremediablemente los dejaba en suspenso. Luego agarraba ese primer tomo por las últimas páginas y volvía a la mitad del libro. A veces solamente leía algunos cuentos del primer y del segundo tomo y postergaba la lectura completa una vez más. Desde luego, estimo no ser el único que acudió a ese hábito de leer los cuentos. Quizás eran los cuentos que había leído más veces y, sin embargo, todavía no podía aseverar que los había leído en su totalidad. Al paso que iba, cumpliría cuarenta años y la escena se iba a repetir incesantemente. Hasta que, un día, fue tu propia voz quien me capturó en un pasaje de Relato con un fondo de agua, esa voz que decía amigablemente: “Pero quedate, Mauricio, quedate otro poco oyendo el chapoteo del río”. En esta oportunidad, el río eran los cuentos completos y, por eso, a pesar de que esas palabras no fuesen dirigidas directamente a los ojos que leían aquella tarde Relato con un fondo de agua, fue como forjar o trazar un destino ineludible, el de ir de la primera hasta la última página, sin saltarse ningún fragmento. El cuento en cuestión, ese que me llevaría hasta el final, nos unía por cierta fijación en los signos acuosos, en la inmensidad cautivante y borrosa del agua y por cierta resistencia a verse cobijado por los trazos de determinadas identidades, estrictamente condicionadas por las cronologías.
Y de la inmersión en las narraciones cortas, de las cuales pude dilucidar que pocos libros de cuentos podían estar cerca de la perfección alcanzada en el libro Las armas secretas -salvo Hemingway y sus cuentos completos o Rulfo y su Llano en llamas-, salté a los manuscritos, a las novelas que durante tantos años permanecieron inéditas. Con Divertimento, cabe decir: fue una elección propia el que permaneciese sin ver la luz, pese a sus muchas virtudes. La vitalidad de la que goza esa novela breve, con sus vueltas incesantes de la adultez a la infancia, con sus súbitos despertares violentos infantiles y el eco de tales estallidos en la consciencia adulta, las apreciaciones poéticas y pictóricas que parecen suspender el curso del mundo y, además de ello, ser una carta abierta de afecto imperecedero al nombre femenino Laura -el novelista británico Wilkie Collins en su Dama de blanco da otra muestra de la importancia de este nombre para el arte literario-, componen una novela breve que vale la pena releer cada tanto y así volver a palpar o cruzarse con los más primigenios instintos de lectura. No obstante, no es hasta llegar a toparse con El examen cuando surge la pregunta ¿en qué estaban pensando los editores en los que cayó esta novela y la rechazaron tajantemente? Decididamente, se puede afirmar que se está frente a uno de los textos fundamentales de la literatura argentina, tan relevante para aproximarse a las letras y al arte de ese país como Evaristo Carriego de Borges o Los rostros invisibles de Sábato. Se habla de El examen como de un cierre de ciclo, de algo que se intenta dejar atrás, pero habría que apuntar la idea de que también se trata de un intento de recobrar un aroma, cierta textura de una época que está claudicando. Si se piensa en Rayuela como un estallido capaz de mitificar París, se podría pensar en El examen como una canción fundacional y galopante de matices a Buenos Aires. De algún modo, se trata del espacio para pasar revista, ahondar en los elementos que componen cierta manera de percibir el trasegar existencial, de articular una narrativa colectiva. En efecto, en El examen, se habla de la necesidad del citar para los abuelos argentinos, de la importancia de conservar ese músculo de la memoria. Igualmente, los diálogos que atraviesan la novela, y se van concatenando con apuntes de literatura, música e historia patria, muestran a un autor en busca de sostener en el tiempo una manera de entender Buenos Aires. A la par del Proust, que incluso en el último libro de su obra magna, allá en El tiempo recobrado se muestra inseguro de su arte, de su papel como escritor, del no saber si algún día podrá llevar a plenitud eso que llaman vida literaria, en este caso, el argentino que escribe El examen tampoco sabe con precisión si eso que escribe va a ser leído por otros, si será acogido por alguna editorial y ve aún muy lejana la posibilidad de gozar de visibilidad en la escena literaria universal. ¿Eres escritor, realmente te puedes considerar un artista? Esto inquietaba al joven Marcel Proust en la Francia de principios del siglo veinte y, esta pregunta, es sobre la que se reflexiona ampliamente en los siete libros que componen En busca del tiempo perdido. Es la pregunta que también alcanza a un argentino que está gestando un camino en la novela y que escribe literatura desde la infancia. Y así como hay un grado de hermandad artística cimentada en la duda, el argentino que aún no ha ido a asentar su vida de escritor en París, tampoco es ajeno a la obra de los franceses, de Baudelaire, de Émile Faguet, de Tristan Corbière y de Delacroix y aprovecha las páginas que componen El examen para lanzar preguntas a sus posibles lectores sobre tales nombres de la escena cultural francesa. Otro de los atractivos de esta novela reside en las teorías literarias que se despliegan, como lo son la de la ballesta o teoría flecha o la escritura-rayo, con lo que principalmente se busca una respuesta a la archiconocida pregunta de ¿por qué escribir? Otro de los motivos para brindarse la oportunidad de abrir las páginas de El examen reside en que es en esta novela donde Cortázar pone a interactuar con otras voces a esa suerte de lingüista, filósofo y erudito que es Andrés Fava. El poder hallar a este personaje fuera de los límites de Diario de Andrés Fava, es otro de los factores que atraen de El examen. El hecho de poner a dialogar a un personaje de la profundidad del cronista con Fava hace que se deje cualquier actividad de lado y prestemos ojos y oídos a lo que comentan estos dos seres sobre los que confluyen las más variadas ideas en constante metamorfosis. Pero dejemos que sea el propio Andrés Fava quien diga las últimas palabras en este texto que giró en torno al hombre del abrigo gris y a encuentros prematuros de lectura que se fueron extendiendo en el tiempo. Acota Andrés, en El examen:
Peores cosas se han cambiado por un plato de lentejas -dijo Andrés-. Fíjate que de una manera u otra el hombre repite siempre los crímenes básicos. Un día es Ixión y al otro un pequeño Macbeth de oficina. Pensar que después nos atrevemos a solicitar certificado de buena conducta.
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