El primer encuentro
El primer encuentro
El día había sido largo y agotador. Verónica entro en su apartamento, tiró el bolso contra la pared y se desvistió. Hizo todo en silencio, de forma mecánica y casi inconsciente, repitiendo los pasos que seguía cada tarde cuando volvía a su casa del trabajo.
Se enrolló en una toalla y se dirigió al servicio. Se contempló durante unos segundos en el espejo, mientras escuchaba de fondo la televisión que su vecino tenía puesta al otro lado de la pared. Su rostro reflejaba el cansancio de todo el día. Estaba seria y las ojeras se hacían más visibles a cada minuto que pasaba. Se miró de arriba abajo, apoyando una mano en el espejo mientras repasaba el contorno del cristal con su mano, borrando otras huellas que había. Se quitó la toalla y se metió en la ducha.
Su cuerpo se empapó de gotas de agua cálida, llevándose todas las experiencias de aquel día, limpiando los malos recuerdos de las últimas veinticuatro horas y recogiendo las satisfacciones. Todo se iba deslizando por el sumidero, limpiando a Verónica.
Cuando consideró que ese pequeño ritual de purificación había llegado a su fin, cerró el grifo. Estiró el brazo para recoger la toalla que colgaba al otro lado y se secó. Volvió a enrollarse en ella, como había hecho unos minutos antes y se dispuso a salir.
Estaba concentrada en meter el pie en la chancla, cuando de repente una extraña sensación la hizo levantar la cabeza. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Frente a ella, apoyado contra la pared, había un hombre de aspecto casi traslúcido. Verónica le observó, gritó y cayó, dándose un golpe en la cabeza.
Cuando recuperó el conocimiento, le dolía la cabeza y sentía un frío espantoso por todo el cuerpo. Con una mano temblorosa se palpó en el lugar donde más le dolía. Cuando separó la mano de su cuero cabelludo, estaba ensangrentada.
Verónica abrió los ojos, que había mantenido semicerrados, e intentó enfocar lo que había a su alrededor. Entonces lo recordó todo. Alguien había estado allí. Lo recordaba perfectamente. Había visto a un hombre de unos sesenta años, trajeado y con la barba y el cabello bien arreglados. El traje era negro, un traje de luto. La había mirado fijamente a los ojos, pero ella se había asustado y caído. Estaba segura de que el hombre había estado a punto de abrir la boca para hablar. Pero parecía ser que ya nunca sabría qué era lo que había querido decir.
Se sentía asustada. Su cuerpo le pedía moverse, intentar deshacerse de esa postura en la que había estado durante un tiempo que no podía definir e ir a pedir ayuda, pero, al mismo tiempo, no reaccionaba, agarrotada por el miedo a volver a ver a alguien que no debería estar allí.
Despacio, se incorporó. Se volvió a enrollar en la toalla y salió. Temerosa de volver a ver a alguien, fue caminando con la vista dirigida a sus pies, hasta que llegó a su habitación. Allí, temblando aún y sintiéndose algo desorientada por el golpe y el dolor de cabeza, se vistió y salió a buscar ayuda.
Cuando Miguel abrió la puerta de su piso esperaba encontrarse con el repartidor de pizza, pero, en vez de eso, vio a una Verónica asustada y herida. La invitó a pasar y la llevó a su salón, donde todavía sonaba la televisión.
Miguel era el vecino y la relación poco estable de Verónica. Durante un tiempo habían estado juntos, pero ambos eran almas libres que necesitaban su propio espacio, su propia selva donde correr libremente. Ahora se veían cuando necesitaban su calor mutuo.
Esa tarde Verónica necesitaba el calor de Miguel, necesitaba a alguien que la acompañara y que la curara, y él era la persona indicada para ello.
Ambos permanecieron en silencio mientras Miguel procedía a curarla. Durante ese espacio de tiempo, Verónica, que ya no se sentía tan aterrada por el suceso, reflexionó sobre lo ocurrido. Por un lado, la horrorizaba saber que los fantasmas, aquellos seres que para ella habían sido siempre pura invención, existieran de verdad, porque estaba segura de que aquel ser era un fantasma y no alguien de carne y hueso que había entrado misteriosamente en su piso y después había vuelto a desaparecer; pero, por otro lado, quería saber más, quería conocer por qué ese ser en concreto había aparecido allí, en su apartamento, y la había observado de esa forma, con ese anhelo mortal.
Necesitaba saberlo, y lo sabría.
¿Te ha gustado el artículo? Puedes ayudarnos a hacer crecer la revista compartiéndolo en redes sociales.
También puedes suscribirte para que te avisemos de los nuevos artículos publicados.