Héctor no murió en la guerra de Troya
Héctor no murió en la guerra de Troya
Domador de caballos, armado de bronce, hábil lancero, audaz luchador. Quien conozca los epítetos de Homero sabrá de quién hablamos. Héctor, hijo de Príamo el rey de Troya, hermano de Paris y Casandra. Casado con Andrómaca, unión de la cual nació Astianacte. Sin embargo, nada de esto importa en la guerra. Es indiferente la familia que dejes atrás, quién te esté esperando en casa cuando regreses, si es que tienes la fortuna de regresar algún día. Vas a la guerra a matar y a morir. Independientemente de quien caiga, del fin último del conflicto, del motivo que mueve a unos y otros para justificar el derramamiento de sangre, independientemente de todo esto, en un hogar faltará alguien a la mesa, y una familia llorará la pérdida del guerrero que fue a buscarse su propio destino. Así lo muestra Homero en el canto sexto de La Ilíada, donde Héctor se despide por última vez de su esposa. Sabe que no va a regresar, pero aun así no se acobarda, persigue su destino y lucha por la causa para la que ha nacido, defender la ciudad de Troya de los aqueos. Todo ello en vano, pues el destino ya estaba escrito, pero sigue siendo una cuestión de honor. ¿Honor? ¿Acaso vale más el honor que el amor de tu familia, la satisfacción de ver crecer a tu hijo?
Andrómaca conoce el futuro de su marido. No puede retenerlo, pero sufre por su marcha, al igual que su marido sufre por el destino que le espera a su mujer sin él. Una familia se rompe. Una no. Cientos. Miles. Millones a lo largo de los años, los siglos y los milenios. Pasa el tiempo y poco ha cambiado. Realmente, todo sigue igual. Hace más de dos mil años y ahora: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”, Erich Hartman (1922-1999). Esta cita del siglo XX encaja en cualquier época y en cualquier lugar del mundo. La historia se mide en las batallas libradas, las conquistas de unos y otros, los odios, la ambición. Nadie recuerda los nombres de los que dieron la vida por una causa que no era la suya, solo recordamos a los que toman las decisiones desde la comodidad de un sillón, sin haber pisado jamás una trinchera ni haber empuñado un arma.
Estos guerreros luchadores es probable que no tuvieran la ambición de estos que decimos sentados en su sillón. Tienen, sin embargo, sentimientos más profundos, de honor, de lealtad y esfuerzo por seguir el destino que la vida les tiene escrito. O patriotismo como el de Héctor que defiende su Troya. Puede cambiar la forma, pero no el fondo. Ya no portan nuestros guerreros yelmos y espadas, ya no se lleva eso del cuerpo a cuerpo, ni se le roba la armadura al adversario caído, pero el fondo sigue siendo el mismo, unos ganan y otros pierden, y los que pierden lo pierden todo.
Los tiempos cambian y las formas de hacer la guerra también. La tecnología ha avanzado, hemos evolucionado. Pero la ambición y las ganas de poder del ser humano siguen intactas o incluso incrementadas. Leer a Homero, La Ilíada y estos versos del canto sexto de este poema épico nos hacen reflexionar sobre si realmente hemos evolucionado. No le ponemos fecha exacta a este poema, pero sabemos de su antigüedad. Y a pesar de esto, los versos de Homero no se nos hacen tan lejanos ni descabellados, lo que nos hace reflexionar sobre la clase de civilización que estamos construyendo. Cómo es posible que en tan poco tiempo nos haya cambiado la vida con los avances tecnológicos, y sin embargo, la manera de pensar y los sentimientos tan negativos que conforman el ser humano no son capaces de evolucionar para hacernos mejores personas y hacernos mejores entre nosotros.
Héctor está aún vivo para nosotros, y no morirá mientras alguien lea La Ilíada. Muchas mujeres a lo largo de la historia se han puesto en los zapatos de Andrómaca, y han tenido que despedirse de sus amados mucho antes de lo esperado. Aunque la vida cambia y el tiempo pasa, lo más básico de la vida permanece intrínseco en nosotros, por eso estos versos no se nos hacen lejanos, sino que nos invitan a reflexionar sobre la evolución de nuestro propio ser.