Atreverse a sufrir
Atreverse a sufrir
Una pared blanca
se interpone entre dos miradas
que no se encuentran,
dos miradas que puede
que no se vuelvan a encontrar.
Hoy, otra vez, estoy aquí
delante de una puerta,
que no atravesaré.
La soledad hace hueco
a la impotencia de querer estar
y no, no poder.
Veinte centímetros, medio metro, dos,
la distancia que arrebata
la última expresión,
el último rostro familiar al que agarrarse.
Esa distancia no se mide, se padece.
Una bata blanca,
el último hilo de vida,
de humanidad,
al que aferrarse.
El mundo se desmiembra
y una pregunta absurda resuena
como un eco: -¿Qué tal estás?-;
responde una sonrisa
que apenas se sostiene
de forma paradójicamente firme: -Bien-.
¿Bien? ¿Bien por qué?
Solo porque alguien debe estarlo.
¿Es probabilidad? ¿no?
Es como debe ser.
Bien, porque si se abraza el dolor, no agota tanto.
Hay que atreverse a sufrir,
porque sufrir con otros es acompañar,
aunque haya un pasillo de por medio,
sufrir con otro
es cogerle la mano a través de la pared,
ser el clavo ardiendo que está ahí,
aunque no se pueda ver.
(Dedicado a los que pisan un hospital, a los que trabajan, a los enfermos, a los que se recuperan, a los que los visitan, en definitiva, a los que se atreven a sufrir. 19/03/2020).
Teresa Martín Merchán