Sonrisa amplia y escarcha
Sonrisa amplia y escarcha
Llegas dos horas antes. Corre el mes de mayo y se sabe que en esa ciudad, en horas de la tarde, lo más probable es que se desate la lluvia ventosa. El cartel indica que hasta las nueve no se deja ingresar al público y quizás has llegado tan temprano justamente para esto, para ser la única persona frente al Café Berlín a esa hora, con un libro de Beckett en la mano, dispuesto para ser autografiado. Al fondo, escuchas la voz de clarinete soprano de ella y un banjo. Están ensayando el repertorio de la noche. Haces parte de un pequeño grupo, los músicos que ensayan, los encargados de organizar el concierto y el público, que por ahora eres tú. Transcurrida media hora desde tu llegada, se asoma a la puerta una mujer grande, de cabellos rubios y ensortijados, de rostro agraciado y bonachón. Observa con desconcierto que seas el único que ha llegado. Intenta mirar detrás de ti, como si detrás hubiese algún otro público invisible o que estuvieses ocultando. Se ha fijado en libro de Beckett que llevas en la mano y hace un gesto con la boca. Ella podría llevárselo a la cantante. Lee tus intenciones o eso crees. Hay indecisión al momento de cruzar unas palabras. Posiblemente ninguno de los dos domina la lengua del otro. Ella vuelve a mirar detrás de ti. Otra vez hace el gesto con la boca, esta vez apuntando directamente al libro. Ninguno de los dos articula palabra. Vuelve a internarse en el corazón del Café Berlín. Imaginas los diálogos en el interior, que hasta ahora solamente ha llegado un tipo, que aguarda a que lo dejen entrar, con un libro de Beckett en la mano. La noche será larga y el local que mira de frente al Berlín desde el otro lado de la calle es un sitio de comida colombiana. A unos pocos pasos del lugar del concierto, puedes volver a degustar los sabores de tu tierra. ¿Y qué podría ir mal en la noche cuando te haces de unas empanadas con limón y unas jarras de cerveza previo al gran evento? Dejas las servilletas a un lado y subes a la segunda planta, básicamente para deshacerte del fuerte olor a limón del que se han impregnado tus manos. Agradeces a las señoras que atienden el local y ellas te hacen dejar de sentirte extranjero, incluso en la despedida. Sigue sin llegar nadie, el único que cree que debe hacerse una fila en ese lugar a esa hora sigues siendo tú. A falta de veinte minutos, empiezan a llegar pequeños grupos de gente mayor. Gente que viene con varios libros del padre de la cantante, gente que posiblemente haya perdido la esperanza de algún día poder conocer al escritor, pero que ve en este concierto una oportunidad inmejorable para tener un acercamiento con una de las grandes familias de artistas de este siglo. Salen dos tipos del interior del café, uno en sus treintas, otro quizás cuarentón. A uno se lo ve agitado, al otro con aire despreocupado. El mayor de los dos lleva un bigote estilo Dalí y parece querer darle un poco de calma al más joven. Ambos sacan sus cigarrillos, fuman rápidamente y se vuelven a entrar. Cuando vuelves a girar la cabeza para ver cómo van las cosas en la fila, observas que ahora no hay menos de cien personas detrás y que si la gente sigue llegando a ese ritmo, en menos de dos minutos habrán por lo menos trescientas personas aguardando lo mismo que tú. Los dos hombres mayores justo detrás de ti hablan de la obra del escritor, si la hija finalmente va a firmar todos los libros que han traído consigo. En medio de esa conversación, te preguntas si realmente has venido también por un trazo rápido sobre una página en blanco o si fueron otros factores los que te llevaron a plantarte junto a la puerta del Berlín antes que tantas personas. Los libros de los padres de la cantante podrían ser una razón de primer orden, pues varios de ellos son un torrente de temas y liberaciones literarias placenteras. Sin embargo, siempre habrán motivaciones que desbordan lo literario en quien se aposta junto a un lugar donde ha de surgir la música. A las tuyas, las podrías articular al modo de una canción. La intro estaría compuesta de un ser con poco más de una década sobre sus hombros que se ve cautivado por el resplandor de una maestra de música. En el coro, iría la parte donde se habla de familiares que coleccionan discos de vinilo, que todas las semanas se hacen de canciones a las que cada vez menos gente quiere prestar atención, que prefieren el romanticismo de escuchar canciones a través de tocadiscos antiguos a un ordenador o en una I-Pad. En el verso, encajaría la historia de un tipo al que se le piden no más titubeos ni desvaríos y que halla en los músicos callejeros la fascinación que no encuentra más en los libros, las obras o las distinciones ligadas a la academia. En el final de la canción, podría ir una parte donde música y literatura consiguen conciliarse en el concierto de una cantante, en la voz de alguien que comprende una serie de poemas como canciones que merecen ser escuchadas. La estructura de la canción y los parloteos de la fila se escabullen cuando finalmente abren las puertas que dan al enorme sótano donde se ha de llevar a cabo el concierto. El lugar es amplio, con pequeñas mesas circulares de madera por todas partes. En el escenario están dispuestos los instrumentos musicales, como los objetos más preciados de un búnker o de un museo. En la mesa de la primera hilera, está la cantante, de espaldas, ensayando unos acordes con su guitarra. El hombre con el bigote de Dalí le hace una seña para que se aperciba que el público viene hacia ellos. Se ponen ambos de pie, pero la retirada la emprenden de muy distinto modo, pues si bien él tiene tiempo de dar un último sorbo a la cerveza que sostiene y de limpiarse el bigote, ella da la impresión que no hubiese estado ahí. No sabes decir si hubo algún mínimo contacto visual recíproco, pues ella sale a toda prisa hacia el costado derecho del escenario, donde el público no puede ver lo que ocurre. Te preguntas si hace parte del ritual de cada uno de sus conciertos, el de no dejarse ver por el público antes de cualquier presentación o si acaso hace parte de una costumbre judía de la que no estás muy informado. Te haces en la segunda hilera, para no quedar tan encima de los músicos y no dar la sensación que los abrumas. Un grupo de señoras mayores se hacen en tu misma mesa. Piden cerveza y snacks para todas a uno de los camareros y te invitan a una ronda de cervezas con ellas. Agradeces el gesto, pero te niegas, aduciendo razones de salud. Simplemente no quieres moverte en ningún momento del lugar donde estás y sabes que después de un par de cervezas, tendrás que moverte a los sanitarios. Los primeros en aparecer sobre el escenario con el público completamente ubicado y dispuesto para escuchar la primera canción, son los dos hombres, el del bigote de Dalí y el más joven. Se cuelgan sus instrumentos y chequean nuevamente la afinación. A la aparición de ellos, le sigue la de la mujer corpulenta de cabellos rubios ensortijados, que se ubica detrás del teclado. Vuelve a mirar el libro que tienes en tus manos y luego su mirada se posa directamente en ti. Es tierna y empática, y te hace preguntarte si te ha confundido con otro músico que ella conoce. Luego de eso caes en cuenta que al baterista no lo habías distinguido y es él quien comienza con la primera canción, con golpes suaves en los platillos. Entonces suenan todos los instrumentos y finalmente entra en el escenario quien todos esperan. Lleva pantalones cortos y una blusa negra. Encima de esta, una chaqueta plateada y escarchada. Su rostro también lleva algo de escarcha en la frente. Mujeres y hombres claman a viva voz lo hermosa que se ve esta noche. Su voz hechiza cuando es escuchada en vivo y hace que te preguntes por qué no causa el mismo efecto cuando la escuchas desde la pantalla del ordenador. ¿Voz eléctrica, la llamaba su padre? Te produce la sensación que su voz es lo primero que quisiera escuchar mucha gente luego de un largo periodo de encierro e incertidumbres acumuladas. Las canciones de su nuevo álbum se suceden una a otra, hasta llegar a algunos covers, uno de Tom Waits y otro de una agrupación que desconoces. Todo el tiempo se ha mantenido con la cabeza erguida y no ha tenido tiempo de observar a los que la escuchan desde las mesas más cercanas a ella. Termina el concierto luego de casi dos horas de una magnífica interpretación. Sobre todos los reunidos allí sobresale un rostro de sonrisa amplia y escarcha en la cara. Las señoras a tu lado te preguntan si has disfrutado las canciones, y asientes, todavía impactado por lo que acabas de presenciar. Dices que seguramente es una de las mejores noches que has vivido y te levantas con el libro de Beckett. No sabes en qué momento han llegado hasta allí, pero justo antes de salir del sótano del Café Berlín, los vuelves a ver, acomodados en una pequeña mesa de madera, bebiendo cocteles y picando algo. La cantante, con escarcha en la cara, dispuesta a firmar sus discos. Al hombre de bigote Dalí. Al treintañero que acaba de mostrar todas las virtudes del banjo como parte de una banda. A la mujer rubia y grande que pareció confundirte con alguien más a lo largo de la noche musical. Sales de allí con el libro en la mano, sin firmas y sin saber a quién pertenece, si a Beckett, o a Proust, o a ti, o a la noche en que música y literatura trocaron sus papeles.
Excelente
Así es que se fuesen las avas
En el q haser .
Super es una revista del verbo hacer aciendo.
Gracias y con gusto me sus crivo cuanto es valor.