Teatro y universidad

por Jun 2, 2022

Teatro y universidad

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El teatro, como cualquier otro mecanismo poético, es, además de un artefacto estético, una forma de pensamiento. Como ha señalado Juan Mayorga en alguna ocasión, el teatro constituye un ámbito de la razón especial y privilegiado, en el que las ideas combaten no solo con argumentos, sino también con cuerpo. Sobre un escenario las palabras dicen, pero también hablan, caminan, besan, sueñan, tocan; tienen ojos y manos, pies y corazón. La oportunidad de asistir a la fortuita gestación del cuerpo en las palabras —ese acto de mirar por vez primera, de abrir los ojos, theaomai, en griego— constituye una experiencia singular de lo sagrado, como demuestra el hecho de que en todas las culturas antiguas el teatro fuera indisociable de la religión —lo que re-úne y re-liga—, la liturgia y el rito. A este acontecimiento de encarnación de las ideas —auténtica y cotidiana materialización del verbum caro factum est— se suman otros fueros que solo el teatro atesora. El más importante es, con toda probabilidad, la dimensión pública y asamblearia del rito escénico, en el que las gentes se juntan para ver pelear palabras-cuerpos. Es este un combate amenazador, como supieron ver tantos censores a través de los tiempos, en el que los cuerpos se arriesgan en presencia de un otro total —el público— que está allí también presente, abismado sobre el mismo peligro y la misma potencial violencia. Mas, del mismo modo, el teatro tiene la fortuna de erigirse como laboratorio moral donde ensayar las esperanzas más altas, pero también los delirios más oscuros y crueles del alma humana. Es capaz de fundar, como quisiera Artaud, un lugar donde pueden suceder cosas que deseamos que no ocurran fuera, en el mundo ordinario; un lugar donde, además del pensamiento, pueden desfondarse los instintos, la rebelión, la locura incontrolada y la muerte. Un ring de boxeo, en fin, para la filosofía y su doble. El teatro concita, por todo ello, nervio y pulso dionisíacos, siempre juventud, siempre insumisión y siempre primavera.

No se me ocurre, por tanto, un espacio más privilegiado para el teatro que la Universidad. No es esta, ni mucho menos, una idea peregrina o innovadora. También Sócrates y Platón supieron ver, a pesar de sus propias derivas totalitarias, la potencia formativa del dia-lógos, de las dos razones que se confrontan en un espacio vacío. Aprendieron eso en las laderas de la Acrópolis, sentados en las gradas pentélicas donde se celebraban las Grandes Dionisias. Porque el teatro fue desde el principio di-tirambo, es decir, dos puertas como dos razones. Ditirambo, como es sabido, fue uno de tantos nombres-máscara de Dionisos, señor de la puerta doble.

Del poder del teatro como vía de conocimiento —via universitas, digamos— nos hablan también los silenciosos muros de los grandes centros educativos del Renacimiento, como Salamanca y Alcalá, donde el teatro humanista fue testado como método pedagógico de vanguardia y donde se formaron los grandes genios de la escena áurea. Baste decir que Lope, Tirso y Calderón fueron los tres estudiantes en Alcalá para argumentar solemnemente la necesidad de que el teatro exhiba un músculo fuerte en un lugar como este.

La fuerza del arte de Talía tampoco fue obviada por los jóvenes estudiantes del TEU durante la posguerra española. En la larga cuaresma del franquismo estos se valieron del teatro universitario para sortear la férrea censura y generar, en el mismísimo corazón del sindicato universitario de Falange, el SEU, espacios de libertad y disidencia con el estreno de obras como Sodoma y Gomorra de Giraudoux o el Calígula del filósofo comunista Albert Camus.

A menudo se imagina la presencia del teatro en los campus como un exorno floral, un complemento cultural que da lustre pero que resulta, en última instancia, prescindible. La experiencia demuestra, sin embargo —pienso en el caso del siempre pujante teatro de la Universidad de Puerto Rico—, que cuando las artes escénicas se incrustan en el corazón mismo de la docta casa, avientan en ella un anhelo de transformación profunda, acorde con el complejo y radical mecanismo de crítica y reflexión que son capaces de poner en marcha. De ahí que fomentar la presencia de los estudios teatrales en nuestros centros de educación superior sea una tarea fundamental para el desarrollo de las Artes y las Humanidades del futuro. No puedo desear para nuestra Universidad una galerna mejor que la que el teatro puede desatar en sus entrañas. A fin de cuentas, lo que la universidad necesita de cuando en cuando es una corriente galvánica que la zarandee; un buen lío, en resumidas cuentas. Y el teatro, háganme caso, es un lío tremebundo.

Cierto es que quienes nos dedicamos a él no lo hacemos movidos por una decisión enteramente voluntaria. El teatro es un veneno —Rodolf Sirera dixit— y la inclinación a él un movimiento irrenunciable, irresistible para quienes lo han probado. Pero esta falta de objetividad —hacemos teatro porque no podemos hacer otra cosa— no es óbice para que pueda haber un fondo de serena justicia tras estas palabras en defensa del teatro universitario. Como profesor y director de teatro siento una emoción muy similar al entrar en mi clase y en mi sala de ensayos: es la incertidumbre del peligro, la adrenalina de lo que acecha y adviene. La proximidad, tan palpable en ambos casos, del misterio y del milagro.