Tus manos sobre el cuaderno y la continuidad del camino floral
Tus manos sobre el cuaderno y la continuidad del camino floral
Creo que debo vivir sola, sola, sola; solo con artistas que rocen la puerta.
Cada artista se corta la oreja y la clava detrás de la puerta para que los demás le llamen a gritos.
Katherine Mansfield
Salir de un diario para sumergirse en un relato breve. Desplegarse enteramente sobre una narración corta para volver al río de impresiones que es el diario de una persona alcanzada por los rayos y los pliegues de la literatura. Y así, sucesivamente, ir del Diario de Katherine Mansfield hacia cualquiera de sus libros de cuentos, e ir de El canario y otros cuentos o también de En un balneario alemán a esos fragmentos que encontramos en su Diario, a esos primeros destellos de los que podría convertirse en un cuento. De cierta manera, esos saltos del diario a las ficciones breves sería una manera de emular a la propia escritora de raíces neozelandesas en su quehacer artístico. Tanto por textos biográficos como por introducciones a sus libros, conocemos que la joven Mansfield, dotada y prolija en el arte de la interpretación del violonchelo, tuvo que hacerse en un momento dado la pregunta ¿música o literatura? Eligió lo segundo y sin embargo la música nunca la abandonó y fue un elemento que germinó una y otra en sus ficciones. Son presencias, semblanzas, rupturas y dicotomías que viajan a otras fronteras y otras lenguas. Y así hay quien se puede topar con alguien que lee a Cortázar para acercarse a la teoría del jazz y otro que busca a toda costa desprenderse del escritor argentino, pues desde que ha empezado a leerlo, los ensayos de trompeta y clarinete han quedado a un lado y la literatura parece haberle ganado la partida de las pasiones artísticas a la música. Desde luego, también existirá a quien la lectura del escritor argentino remueva otras cosas y le devuelva cierta devoción por la historia de la música y por la interpretación musical y, que, sin mediar más palabras que un breve cuento, se vea abocado a desempolvar el saxo o el trombón -quizás espoleado por las fuerzas de otra época- y se ponga a tocar durante gran parte de la noche. El acto de leer a Katherine Mansfield implica verse frente a un lago en donde música y literatura se han de entrecruzar y la decisión de ir por uno u otro lado, o de realizar las mezclas más llamativas o tornasoladas, ha de recaer sobre cada persona que busque aproximarse a ella.
Tomar el arco y sentarse detrás del violonchelo para entonar una melodía o sentarse en el escritorio junto a los geranios e intentar esbozar una narración breve, no eran las únicas vertientes que se abrían frente a los ojos de la escritora Katherine Mansfield. Sonará desatinado decir esto frente a una mujer que apenas vivió treinta y cuatro años y escribió seis libros de cuentos, un poemario y además de ello un diario en que se despliegan las preguntas que han de interesar a las plumas de mayor renombre medio siglo después de ella haber trazado esas líneas, pero lo cierto es que tampoco se puede pasar por alto la proximidad de Mansfield con la no escritura. Por qué he de escribir, se preguntaba la escritora en un pasaje de su diario, si muchas de las vivencias y de las personas que podrían ser descritas han perdido brillo, su lugar de importancia, su carácter vital. Ese ardor de la escritura que algunos artistas describen en las cimas más altas o como un fogón a toda llama, en el caso de ella fluye a término moderado, a media mecha. No se percibe a sí misma como una fuente inagotable de inspiración literaria. Intuye que en cualquier momento puede apagarse y las páginas de sus cuadernos quedarse en blanco. Frente al arte de escribir poemas, según ella misma manifestaba en su diario, lo que se generaba en ella era una suerte de perpetuo temblor. Podía trazar un gran poema sobre el papel, pero la sensación era la misma al tocar la silla y poner el papel sobre el escritorio, un momento de quiebre, en el cual el lugar que ella ocupaba se podría desmoronar en cualquier instante. Incluso cuando las ideas fluían y en su cabeza se perfilaba el inicio y el final de un cuento, con la trama y unos personajes lo suficientemente sólidos para caminar por sí mismos, las dudas se cernían sobre ella, y ese andar dubitativo, pronto pasaba a convertirse en una irremediable renuncia a esbozar cualquier página. A veces, la idea que venía a la cabeza de Katherine era el dejar de lado cualquier tanteo con la poesía y con los cuentos y dedicarse únicamente a anotar diferentes impresiones en su diario. La forma de escritura más sencilla, sin mayores artilugios, era la que debía perseguir. Alrededor de ella podían moverse presencias de alto renombre, como lo eran D.H. Lawrence y Virginia Woolf, pero sin duda la que mayor movilizaba su vida interior era la de su hermano Leslie Beauchamp o Chummie (como ella gustaba llamarle), caído en batalla en octubre de 1915, allá en los albores de la Primera Guerra Mundial. Katherine se sentía espoleada a escribir y desarrollar una obra literaria en gran parte porque intuía que eso haría feliz a su hermano, estuviese donde estuviese. Frente a su mesa de trabajo, en sus paseos por la vegetación inglesa o francesa, o sentada en algún café, la presencia de su hermano desaparecido prematuramente siempre estaba ahí. No son pocas las veces que, leyendo su diario, la presencia de Chummie aflora aquí y allá, como una suerte de interlocutor diáfano y acrisolado, con el cual se puede desplegar cualquier pregunta y escena de vida. La infancia compartida, los paisajes de Nueva Zelanda, las peras que comían uno al lado del otro, las ilusiones que habrían de moverlos en la adultez, los paseos sin fin junto a los árboles del par de hermanos, todo ello está registrado bellamente en el Diario de Katherine Mansfield.
En una entrada del Diario, fechada el 22 de marzo de 1914, el lector se cruza con el germen de En un balneario alemán:
He ido al Albert Hall con B.C. Un concierto malo y aburrido. Pero me he pasado todo el tiempo pensando que prefiero estar con gente vinculada a la música que con otros; que ellos en realidad son lo mío. Un violinista (a millas de distancia) ha bajado la cabeza y su pelo crecía como el de G.: supongo que eso me ha hecho pensar así. Tendría que ser capaz de escribir maravillosamente sobre ellos.
Los cuentos que componen En un balneario alemán están entretejidos por un fondo en común: los avisos y el tamborileo de la guerra. Cierta búsqueda silenciosa de un estallido. En el cuento de apertura del libro, Alemanes a la mesa, se recrea la vieja idea de que no hay mejor modo de conocer a un individuo y la sociedad de la que hace parte, sus pensamientos y sus costumbres, que desplegando sobre la mesa una suculenta cena o un sustancioso desayuno (idea que se acentúa en otros cuentos del libro, como en Frau Fischer, donde se arroja la pregunta “¿Cómo podemos esperar comprender a los demás, si no sabemos nada de su estómago?”. Entre cotilleos que van desde las alusiones a Múnich como baluarte de la grandeza cultural alemana, a las diferencias entre la alimentación de los alemanes y los ingleses y el remachar de la idea que indudablemente los alemanes son los que tienen un sentido integral de la familia, en Alemanes a la mesa se llega a la pregunta ¿Le temes a una invasión? Acto seguido y como gesto de buen anfitrión, una de las voces alemanas que protagonizan el cuento afirma que los ingleses no tienen de qué preocuparse, puesto que, de haberlo querido, los alemanas hace mucho tiempo se hubiesen quedado con las tierras inglesas. El cuento de algún modo nos lleva a ese Hermann Broch de Los inocentes o de La Trilogía de los sonámbulos, a ese escritor que le enseña a sus lectores que los aires de guerra se palpitaban desde el año 1888, más de dos décadas antes del estallido oficial de la Primera Guerra Mundial. Se podría resumir escueta o ligeramente el libro manifestando que trata de las historias de una mujer anglosajona y su choque cultural con la rocosa e impenetrable cultura germana. O se podría apuntar que se trata de un cruce de caminos donde una mujer ha de elegir entre gestar una relación seria con algún hombre capaz de rodearla de hijos y estabilidad familiar, o sencillamente inventar alguna historia amorosa que pudiese complacer los oídos de sus interlocutores. ¿Qué más daba, al fin y al cabo, un camino u otro? Fuese con un hombre real y distinguido o con un pretendiente imaginario, el sinsabor y la pesadez estarían en el horizonte. O también se podría decir que los cuentos giran en torno a la infructuosa experiencia de una extranjera por acoplarse y asentar sus días y sus ilusiones futuras en territorio alemán. Por otra parte, también se puede acotar que se trata de una amante del arte musical que, entre las bocanadas de aire transformadas en música en el trombón, el alma de los violines y las fluctuaciones de un piano, entre melodías que van y vienen e interpretaciones de las piezas de Mozart y Grieg, empieza a experimentar una caída e inevitable deserción al interior de sí misma. Los cañones de la guerra están ahí, en el telón de fondo, en las claves artísticas que componen este libro.
Pocos años después de escribir este libro de cuentos y aún sin haber terminado la Primera Guerra Mundial, (esto lo sabemos por las intervenciones y las acotaciones del también escritor y marido de K. M., el señor John Middleton Murry), Katherine pasa por la desgarradora experiencia de saber que ninguno de sus seres cercanos, de sus amigos que fueron al frente de batalla, consiguió sobrevivir. Sobre aquella Katherine que tiene que pasar varias semanas encerrada mientras cesan los bombardeos sobre tierras francesas y que considera que está al límite de sus fuerzas físicas y mentales, que vuelve a Inglaterra trastornada por la vivencia en carne propia de los bombardeos, que respira con dificultad y cualquier desplazamiento se le hace una travesía tormentosa, es que vuelve la idea de que quizás, si estuviese acompañada de un violonchelo, su vida podría volver a tener un cauce, cobrar sentido nuevamente. En cierto modo, nos recuerda a ese último Sócrates cuyo deseo para los últimos días es aprender a tocar un instrumento musical, o ese Mozart que, en medio de múltiples calamidades existenciales, todo lo que pide son algunos clarinetes para hacer frente a la adversidad y al ruido del mundo. En tales apuntes recogidos en el Diario se ve renacer el tema del lago que abre sus vertientes literarias y musicales. Pese a ser una mujer que se ha codeado con algunas de las figuras de renombre en el plano de la literatura, que sus escritos han sido celebrados por la crítica y que ha optado por la literatura en lugar de la música, la idea que la atraviesa en uno de sus momentos de mayor dificultad es que solamente con un violonchelo cerca de su pecho y de sus manos podrá hallar el solaz que su cuerpo y su alma le piden a gritos.