Sobre Auria y sus destierros. Una aproximación a tres novelas de Eduardo Blanco Amor
Sobre Auria y sus destierros. Una aproximación a tres novelas de Eduardo Blanco Amor
Ilustración: @diidiart
Las razones por las que el campo literario excluye o incorpora a los autores en el seno de la historiografía son varias y distintas. Interesantemente, ellos mismos pueden entender los procedimientos de omisión que este campo, con sus fuerzas estructurales, sociales y políticas, utiliza para restringir su canonización. Eduardo Blanco Amor (Ourense, 1897-Vigo, 1979) fue plenamente consciente de que su nombre había sido ignorado injustamente por el público y de que esta ignorancia sumía a su autoría en la niebla de un desconocimiento no poco perjudicial que difícilmente podía paliarse en el futuro. Había sido un poeta y narrador que en los primeros años del siglo XX residió en Argentina, donde permaneció exiliado cuando se estableció el régimen de Franco: el causante clave de una desaparición cultural homóloga a la de otros muchos escritores que llegaban a América para no poder, en muchos casos, volver nunca.
Blanco Amor refugió su dolor en su pasado. Las infancias que recorren sus novelas, a las que procuró siempre definir como ficticias, son un reflejo de su memoria. Bajo el influjo del recuerdo decidió renombrar Auria a Ourense, su ciudad natal, lugar a veces mágico en el que transitan sus personajes. En La catedral y el niño (1948), estos son seres abúlicos y esperpénticos cuya rutina avanza al paso de la monotonía general de la urbe. Sus mecanismos y modos de vida, sujetos a desigualdades de clase y corrupciones de diversa índole, se subordinan a la mirada crítica e irónica con la que Blanco Amor los observa. Simbólicamente, este microcosmos social se contiene, con su violencia y sordidez, en la catedral orensana que circunda el desarrollo existencial del protagonista de la novela, Luis Torralba. Las sensaciones que el personaje experimenta en ella, muchas veces mediadas por la fantasía propia de la mente infantil, son una revelación cruda de su angustia y de sus asfixiantes desengaños familiares, de los que buscará evadirse para poder asumir su identidad. Además, la relación de Luis con el templo, hacia el que siente una atracción inevitable en la primera parte del libro, se enrevesa a medida que el edificio ve progresar el curso de su crecimiento y su consecuente enamoramiento, su fascinación poética y su despertar ideológico. La madurez del joven que decide finalmente emigrar a Argentina involucra desavenencias y entendimientos con la catedral, pero también con su universo afectivo y su propio yo. Así, despedirse de ella es decir adiós a la Ourense de una infancia poblada de fantasmas a la que ha conseguido, en definitiva, perdonar.
En Los miedos (1963), esta infancia individual se colectiviza, aunque sigue circunscrita a un ambiente familiar determinante. En un juego interesante que rompe la dicotomía realidad-ficción, un mordaz profesor de literatura nos informa de que la obra es una especie de manuscrito encontrado y que fue originariamente creada por el melancólico y malogrado autor Pablo de Valdouro, muerto por suicidio con tan solo treinta y dos años. En ella, unos niños —normalmente primos o parientes lejanos— hacen travesuras maliciosas, cosas de susto, para llamar la atención de los adultos que habitan un mundo hipócrita, degradado y a menudo incomprensible. A través del prisma del equívoco y delimitado por su pericia e intereses infantiles, Peruco, el narrador en primera persona, cuenta de manera más o menos objetiva —aun si no a sabiendas y mediante elipsis— los engaños, las relaciones ocultas y los conflictos comunitarios que se producen en un pazo durante un verano en Galicia. En estos conflictos entra en juego el panorama que Blanco Amor había esbozado en La catedral y el niño; las problemáticas de clase, el universo popular y la perversión política son descritos por un protagonista que se ve acechado por prejuicios ideológicos heredados e involuntariamente reproducidos. Asimismo, el peso de la amoralidad de los padres, tíos y abuelos afecta a algunas de las dinámicas de los chicos pequeños —a veces controladores, abusivos; otras inocentes, subalternos o confusos por las vicisitudes de sus autodescubrimientos— que lo rodean y que manipulan y pervierten las situaciones que viven a conveniencia. En esta novela hacerse mayor significa asimilar comportamientos, romper con la ingenuidad y mimetizarse con un entorno en el que no priman ni la ética ni la solidaridad.
En las raíces de otro tipo de comportamiento, ya no infantil y desarrollado en un entorno todavía más decadente, había profundizado Blanco Amor en A esmorga (1959), autotraducida al castellano y publicada con el título La parranda. Considerada una de las grandes obras maestras de la narrativa escrita en gallego, el libro supone una incursión brillante en la psicología de Cibrán el Castizo, un hombre que compadece ante un juez para contar la noche lluviosa de desenfreno en la que tanto él como el Bocas y el Milhombres bebieron y callejearon por Auria hasta destruirla y autodestruirse. De ella, la crítica —eminentemente gallega— ha destacado la tensión lograda a través de la disposición del tiempo narrativo, demarcado por veinticuatro horas veloces y vinculado de forma atractiva con el tiempo del discurso; la problematización de la heterodoxia y la marginalidad que subyacen al contexto de ferocidad y violencia que restringe los movimientos de los tres protagonistas; su complejidad narratológica y su novedosa estructura conversacional, carente de la voz de la autoridad que pregunta a Cibrán por los acontecimientos de un día legendario que otro hombre, temporalmente distanciado de lo sucedido, se encarga de documentar. El relato transcrito se ve indudablemente comprometido por la posible infidencia de un narrador asediado por “el pensamiento” que busca los medios de autoexculpar su implicación en unos incidentes de los que, según sus palabras, no pudo escapar. Todos estos aspectos hacen de A esmorga un texto complejo tanto formal como argumentalmente que se concluye, por cierto, con un desenlace capaz de impactar e intimidar a cualquier lector. No obstante, su inadvertencia en los estudios académicos en castellano es nítida; nítida y alarmante.
Tanto La catedral y el niño como Los miedos y A esmorga son novelas de una calidad literaria destacable; diría, incluso, que La catedral y el niño y A esmorga son excepcionales. Ahora bien, su ausencia canónica es innegable y se debe a una coyuntura en la que el Franquismo, como entidad poderosa y capacitada para adulterar la legitimidad de ciertas autorías, logró relegar textos creados por la oposición política a un inmerecido ostracismo cultural (Larraz, 2009). Eduardo Blanco Amor cumplía con algunos requisitos que lo hacían susceptible de permanecer fuera del alcance de sus coterráneos; era un autor bilingüe y activamente nacionalista, por lo que sus trabajos escritos en gallego sufrieron con especial vigor las restricciones —entre ellas censorias— impuestas por un régimen que rechazaba abiertamente el cultivo oficial de las lenguas regionales. A esto se añaden los impedimentos con los que contaba por el mero hecho de ser un intelectual comprometido con la República: un exiliado que ya había pasado desapercibido antes de la guerra civil y para el que, durante su posterior destierro argentino, solamente difundir su producción en España era por definición casi una utopía. Por tanto, conviene valorar su figura en comparación con la de otros muchos exiliados, agraviados por la manipulación historiográfica que la dictadura se encargó de fraguar y que ha pervivido hasta nuestros días; la manipulación que ha permitido el silenciamiento de tres de las obras más relevantes de la narrativa española y gallega del siglo XX.
Referencia: Larraz, Fernando (2009). El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, Madrid: Biblioteca Nueva.