Una conversación con Marcos: Sobre cartas no enviadas y la primera vez ante un Francis Bacon
Una conversación con Marcos: Sobre cartas no enviadas y la primera vez ante un Francis Bacon
Septiembre, creo.
…Esperaba fumando Marcos enfrente del hotel. Yo acababa de llegar a Santander con retraso y, como nuestra forma de comunicación había sido por carta, no había podido avisarle a tiempo. «Acabo de llegar», le dije. «Cuánto retraso, podrías haberme llamado si querías descansar, que para algo nos dimos los teléfonos…». «No, no te preocupes. Me apetecía verte». Tras dejar las maletas, bajo un sol inhabitual, descendimos una de las calles principales. Marcos quería enseñarme su ciudad. En un momento de la tarde, paseando por la Playa de El Sardinero, me preguntó por la novela de Bacon que, como le había dicho en una carta enviada desde Nueva York, yo estaba escribiendo. Él me comentó sus inquietudes para con la suya propia. «No me decanto por el título», dijo. Al caer el sol rosado del ocaso sobre el mar, tras horas de conversación fluida y poco o nada trascendental, alcé el rostro y le miré. «Ese, el tercero que has dicho me parece el mejor, como título, digo». Marcos asintió.
Al día siguiente, sábado, creo, nos acercamos al Centro Botín. Un cuadro de Francis Bacon que yo quería ver se exponía allí. Marcos me acompañó, aunque no le gustaban mucho las exposiciones y nunca había entrado en ese centro cultural moderno. «¿Por qué no has seguido escribiendo la novela?», preguntó. “Creo que porque me he obsesionado». «Pero eso es bueno, ¿no?», susurró al tiempo que nos desplazábamos a cámara lenta por las salas. «¡Es bueno para ti, que eres un neurótico! Tengo 137 páginas y mil anotaciones, líneas temporales, dos puntos de giro…Mis dedos no escriben tan rápido como necesito». Marcos sonrió. «Además –me acerqué a su oído– la pila de amantes de Bacon es terrible; delincuentes y macarras, drogadictos… Hasta que conoció a Capelo, claro». «Entiendo», dijo Marcos. «No, no lo entiendes. Eso es lo que representa, en gran parte, en sus obras: la violencia, el sexo, el alcohol. Pero hay más y yo no puedo abarcarlo». «¿Por qué?», preguntó clavando sus profundos ojos verdes en los míos, inútiles y marrones. «Porque, cuando tachaban sus obras de “violentas”, él decía: si se piensa que mis obras son violentas es porque no se ha pensado previamente en la vida. Y no puedo competir con esa imagen. Y mi narrativa tampoco. Es ridículo intentarlo. La imagen de ese papel es la mía. Incluso esta respuesta no es siquiera mía. Te respondo con palabras de Pilar Adón. Soy insufrible». «No es cierto, no lo eres. Tú al menos no te metes las manos en los bolsillos y te quedas estático. Siempre sabes por qué y de qué huyes. ¿Has visto esa obra de Hatoum?», «Sí. Me encanta Mona… ¡Ah, y que sepas una cosa… la noche del robo es devastadora! ¡Una obra de arte total! … Entraron en la casa de Capelo, que, por cierto, era español, y robaron los cinco cuadros sin que saltaran las alarmas. Fue ligero, mágico. Completamente armónico. Un ahora están, ahora ya no, et voilà».
Cruzamos la última sala de la segunda planta, giramos a la derecha y nos introdujimos en una pequeña habitación. A la izquierda de esta, el Autorretrato con el ojo lastimado. Nos postramos ante él y, con la valentía recogida del tiempo que habíamos pasado juntos, nos sumimos en un silencio que, lejos de la incomodidad, de intenso se volvió casi espiritual. «A veces pienso que deberían diagnosticarme bipolaridad», comentó. «Una parte de mí siente el dolor de Bacon hasta tal punto que, ahora mismo, me apetece vomitar y, al mismo tiempo, otra parte de mí no siente nada. Ah, y creo que tenías razón, ese, el tercero, el de los “muertos”, es el mejor título». Marcos se dio media vuelta y se alejó del cuadro. Yo le miré. Dirigí de nuevo mi mirada al ojo morado al que parecían haber estampado contra un cristal invisible y, como en trance, con la seguridad de quien meramente observa, me acerqué sobrepasando la línea establecida como límite por el museo. Escuché o creí escuchar las voces de desconsuelo que, años atrás, pudo haber gritado Bacon. El autorretrato lo pintó cuando su amante Dyer, uno de tantos, se suicidó en una habitación de hotel que compartían. Bacon acababa de recibir un premio y se encontró a Dyer, con quien había discutido, desfallecido en el suelo del cuarto de baño. Ni siquiera el muerto podía no sentir culpabilidad ante tal tragedia.
Hace dos años que Marcos y yo ya no nos escribimos cartas. Un día de julio, al entrar en una librería de Malasaña, nos encontramos y me reconoció. Me vino a saludar. Yo tragué saliva de forma sonora, conteniendo la respiración, y acumulé el eco del establecimiento en un suspiro. Así percibí el ambiente; a punto de quebrarse. Hablamos un poco, él había publicado su novela. Recuerdo con claridad que le dije: «La mía se ha quedado en un cajón, comencé otra». Tras un silencio incómodo, recogí el libro que había encargado –El final del Affair, título irónico donde los haya– y, como todo lo que se queda a medio hacer y por eso se concluye, le dije «Adiós» y salí de la librería. Anduve a paso rápido hacia la galería de arte de La Latina en la que, hasta la pandemia, había estado trabajando. Debía empaquetar cuadros, lámparas de madera y cobre, esculturas. En diez días estaba obligada a abandonar el establecimiento por exigencia del propietario.
Nada más entrar y desconectar la alarma, un cuadro se me impuso como se imponía a propósito ante la vista de los espectadores y clientes. No era casual. Mi jefe y yo decidimos en su momento que ese cuadro se viese desde la entrada, incluso para aquellos que no estuviesen tentados a acudir al interior de nuestro reino, construido peldaño a peldaño. La obra en cuestión era de Román Linacero y mostraba el retrato de un caballero con la mano en el pecho. «Me recuerda a Francis Bacon» era lo que decían siempre aquellos que se situaban frente a él. Ese día, una pareja de franceses, cogidos de la mano, se adentró en la galería mientras yo, tirada en el suelo, empaquetaba una escultura de metal con forma de átomo. C’est comme Bacon! La pareja de enamorados se rio. Oui, tout le monde dit ça. Lo observaron callados. El esbozo de sus sonrisas todavía era perceptible bajo sus mascarillas. Pocos minutos después se fueron. Cerré por dentro con llave y seguí con mi trabajo a medio hacer. Como el ojo morado de Bacon. Como la personalidad de Marcos. Como mi novela sobre el robo. Como yo misma. Como la última carta que no le envié.
Siete horas después únicamente quedaba por descolgar al caballero. Agotada, lo miré por última vez. Sus pequeños e intensos ojos verdes me recordaron a Marcos y al protagonista de su novela –también llamado Marcos– que, a pesar de viajar siempre hacia el norte, ansiaba volver a casa. Gracias a la técnica de centrifugación del rostro (propia de Bacon), el Marcos en el que pensaba –que ya no era el Marcos de la librería ni el de Santander de hacía unos años– se transformó en mi padre. En las noches en el Cock. En mis nueve años…
Mi padre con clientes. El camarero de siempre haciéndome figuritas de origami. Mi aburrimiento sorbiendo un zumo de naranja con pajita. Papá, por qué es importante esta servilleta. Qué dices, cariño. Esta servilleta, que por qué está aquí. Ah, Bacon fue un pintor muy importante. Mañana, si quieres, te enseño un libro que tengo en casa. Papá, pero por qué la servilleta. Si es un pintor ¿y sus cuadros? Dónde están. Hija, ven aquí. Mira. La servilleta es importante porque él, todo él, su figura, fue muy importante. ¿Ves esto? Es un Martini, él siempre se sentaba en esa mesa de allí, la nueve, y tomaba un Martini con un amigo. En este bar se le apreciaba, y mucho. ¿Sabes que su estudio estaba hecho un desastre, más que tu habitación? Nos vamos a ir ya, déjame que me despida. Vale, pero, papá, ¿por qué no lo hizo en un papel bonito? Hija, porque el arte se encuentra en todas partes. El arte siempre permanece. Nosotros vamos, venimos, cambiamos…Pero el arte… Algún día no estaré aquí y tendrás que apañártelas… Con esta imagen y los ojos algo entumecidos resistiéndose al llanto, descolgué el óleo, cerré la galería y me fui al Cock. El camarero, Pedro, me guardaba siempre la mesa número nueve desde que tenía edad suficiente para pedir un Martini, como Bacon, pero brindando sin Capelo.
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