Alcalá de Henares no existe
Alcalá de Henares no existe
Si algo ha caracterizado a la revista Contrapunto en sus 5 años de vida, es, sin duda, nuestra crítica a cualquier tipo de ficción. Desde el género más clásico (la novela y el cine) hasta formas más contemporáneas como la narrativa de videojuegos, lxs que aquí escribimos hemos dedicado gran parte de nuestros escritos a reflexionar sobre las historias inherentes a los artefactos culturales que consumimos. No obstante, no hemos hablado aún de la ficción que ingerimos diariamente la mayor parte de lxs estudiantes de la Universidad de Alcalá (y particularmente, lxs alcalaínxs), aquella que comenzamos a visionar en cuanto entramos al centro de la ciudad y de la que solo podemos apartar nuestros ojos saliendo de los pocos kilómetros cuadrados que ocupan el casco histórico de la ciudad. Esta ficción, la imagen medieval renacentista de Alcalá, no representa solo el contenido estético del centro de la urbe, sino que conforma, además, la identidad tanto de la propia ciudad —es decir, el modo en el que esta se autodefine desde las distintas instituciones municipales y educativas—, como de aquellxs que la habitan.
A diferencia de otros modelos identitarios de la periferia urbana de Madrid, en los que priman estereotipos basados en la clase social —por ejemplo, Fuenlabrada y Móstoles y su relación con la clase trabajadora debido a su economía industrial—; en las últimas décadas, Alcalá de Henares ha fundamentado su identidad en la glorificación de su pasado histórico. En particular, hace gala de dos eventos de gran relevancia para la historiografía española: el nacimiento de Miguel de Cervantes en la ciudad y la fundación de la Universidad por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, tercer gran inquisidor de Castilla. Así, a la hora de coger cualquier panfleto turístico o relacionado con la universidad, la imagen de Cervantes y Cisneros, acompañada de la arquitectura del centro, será nuestra única referencia visual de una ciudad que, sin duda, es mucho más grande que este pequeño espacio. En base a esto, el centro de la ciudad se ha convertido en un parque de atracciones ambientado en un sincretismo medieval-renacentista español que incita a quien lo transita a sumergirse en una historia de la ciudad (y de la nación) idealizada y consumible. Este acercamiento puede verse reflejado tanto en la estética controlada del casco histórico como en las ideas transmitidas por las instituciones de la ciudad.
Por un lado, nos encontramos con la arquitectura tradicional, fuertemente controlada por las autoridades locales. Un breve vistazo a sus fachadas vislumbra cómo los edificios del casco histórico mantienen una estética muy similar. Todos (a excepción de la catedral) son bajos (no más de tres plantas), con una paleta de colores cálida y con una composición arquitectónica similar a la del pueblo castellano no industrializado, la cual solo es rota por las cúpulas barrocas de algunas iglesias, el torreón de la catedral magistral y el rectorado (que datan de los años 1500). Pese a que la estética del edificio medio está lejos de ser medieval, esta trae a la mente una época antigua de España, alejada del bullicio del desarrollo urbano e industrial y de los edificios altos de la capital. Dos ejemplos claros de este control son la prohibición de colgar pancartas no autorizadas en los edificios (mensajes reivindicativos, críticos, etc.) y la prohibición de construir edificios de más de cuatro plantas con la excusa de no desdibujar el patrimonio histórico del distrito. El centro ha de mantenerse limpio de cualquier estética que hable del presente. Esta idea es quizás más problemática a la hora de analizar los discursos construidos en base a Cervantes y Cisneros. En cuanto al primero, es usado meramente como reclamo turístico. Al margen de los muchos estudios sobre su figura y su obra, el Cervantes institucional es el personaje principal del parque de atracciones, con una plaza en su nombre (estatua incluida), casa visitable (aunque en realidad no vivía allí, es una mera reconstrucción de cómo podría haber sido su casa) y, por supuesto, imagen y mascota de la gran mayoría de negocios, bares y restaurantes de la zona. Su imagen (o la de Don Quijote) coloniza el simulacro de ciudad renacentista que lo contiene.
Lo mismo ocurre con el cardenal Cisneros, aunque de una manera algo más lúgubre, debido a su historia. Si Cervantes está romantizado, sin apenas haber ningún discurso crítico por parte de la ciudad, Cisneros ha sido divinizado. Tanto desde el ayuntamiento, como desde el arzobispado y, por supuesto, desde la universidad, se habla de Cisneros como el gran defensor del conocimiento en medio de la barbarie anticientífica de la edad en la que vivió. Fue el fundador de la universidad y el impulsor de la primera biblia políglota, alguien a quien la ciudad debe una de sus principales formas de financiación: el turismo educativo y académico. Y se nota. No solo su efigie vigila el interior de varios edificios universitarios y plazas públicas, además se utiliza su figura para presentar una ideología academicista en congresos, actos públicos e incluso clases universitarias. Tan exagerada es su imagen que el mismo Joseph Pérez, profesor honorífico de la Universidad de Alcalá que ha basado su carrera en la investigación sobre Cisneros, clamaba hace unos años que España “necesita hombres de Estado como el Cardenal Cisneros”. Pese a que nuestras instituciones municipales no se toman las palabras de Pérez de modo literal (hace mucho que dejamos de quemar brujas en la plaza de la Universidad, como sí hizo en su día el ilustre Cardenal), la vida de Cisneros se nos cuenta de forma interesada, resaltando los aspectos que más interesan a la ciudad para mercantilizar al personaje y obviando la memoria de aquellxs que no se vieron beneficiados por sus acciones.
La metodología utilizada por los organismos de poder para transformar este acercamiento histórico en identidad municipal pasa por su producción cultural. Aunque la escena artística de Alcalá de Henares es más que reinterpretaciones cervantinas y cisnerianas —con diversos ciclos de cine, exposiciones fotográficas y representaciones teatrales que tratan otros temas—, las producciones endógenas (es decir, hechas por gente de Alcalá y que hablan sobre Alcalá), y especialmente aquellas con apoyo monetario institucional, tienden a centrarse en Don Quijote, en la vida de Cisneros, o en la Alcalá medieval. Pongamos el ejemplo de las artes visuales. A fecha de la escritura de este texto (octubre de 2018) se pueden visitar las exposiciones de “Alcalá de Henares: 20 años de Patrimonio de la Humanidad”, compuesta casi enteramente por fotografías del casco histórico de la ciudad, e “Ilustrar al Mirar” de la artista alcalaína Raquel Echeandía, en la que, para variar, se nos muestran dibujos y pinturas representando la arquitectura del centro de Alcalá. Además, recientemente se dio a conocer el palmarés ganador del concurso de fotografía sobre las ferias de Alcalá, organizado, en parte, por el ayuntamiento y cuyo primer y segundo premio fueron para imágenes que realzaban la belleza del casco histórico en época festiva.
Las instituciones municipales mantienen a Alcalá de Henares atrapada en el pasado, un pasado, además, atravesado por un filtro de idealismo en el que no cabe ninguna crítica. En mis 25 años de vida, no ha habido ninguno en el que no haya revivido el mismo discurso municipalista y anquilosado. Sin embargo, aunque no construyamos cultura sobre ello, Alcalá es mucho más que Cervantesland. Es la ciudad más sucia de España (según el último ranking nacional elaborado en 2015) y una de las ciudades con mayor porcentaje de casos de cáncer del corredor del Henares. También ha sido históricamente uno de los municipios con más población de ultraderecha del país (somos uno de los pocos municipios de España con un concejal del partido profascista España 2000). Además, pese a nuestra congelación temporal, también hemos sido afectados por el proceso histórico nacional. Aquí también hubo guerra civil, régimen del 78, crisis económica, desahucios y migración. La producción cultural autóctona con mayor visibilidad, sin embargo, no lo refleja. Y no porque no exista una escena disidente de la temática habitual (por ejemplo, la exposición fotográfica sobre el barrio de Iviasa, de Laura Prieto), sino, más bien, porque ni se puede mercantilizar de manera eficiente ni interesa que se visibilicen discursos críticos con la gestión estructural del municipio o la universidad. Aunque la Alcalá de Henares que construye arte crítico parezca no existir, está ahí, envuelta en un pasado que realmente nunca existió.