Diez años de “Nymphomaniac”
Diez años de “Nymphomaniac”
Diez años han pasado ya y, para quien esto escribe, parece mentira, porque le parece llevar muchos más oyendo acerca de ella. ¡Solo diez años! Este es el tipo de peso que tienen las obras maestras, las que ejercen magisterio, las que quedan en la retina de muchos y crean una red sólida que sobrepasa la normal percepción del tiempo. Sí, cuando escucho hablar de Nymphomaniac (vol. I; vol. II) —2013— es como cuando escucho o me escucho hablar de El Quijote o de Pedro Páramo: me sobrevienen las mismas oleadas de denso significado que atribuyo a las obras ya inmortales, las de innegable valor porque alguna vez, y aún hoy y seguramente todavía mañana, sigan diciendo de nosotros lo que no llegaríamos a saber de no ser por ellas. Magisterio.
¿Cuándo fue la primera vez que vimos tendida bajo la nieve ligera, en un sórdido cruce de callejones traseros, a Charlotte Gainsbourg como la vapuleada Joe? ¿Cuándo fue la primera vez que vimos el pene fláccido de Stellan Skarsgård, como Seligman, intentar el intento? ¿Cuándo fue la primera vez que asistimos a esa larga y acogedora y profunda conversación entre los dos, en el austero por casi monacal dormitorio de él, escuchando y viendo, viendo y escuchando, asistiendo al deleite combinado de silencio, palabra e imagen, en esa estructura tan clásica y fructífera del cuento encerrado en el cuento? ¿Cuándo fue la primera vez que nos percatamos de que el pensamiento es más él mismo cuanto más lo llevamos a lo improbable, pues aun así ahí seguirá estando la realidad, y precisamente es esa insospechada insistencia de lo real en el presunto terreno de lo irreal la revelación que el contar conlleva, que el pensar conlleva, que el buen arte conlleva siempre? Magisterio. Develación.
Joe cuenta y Seligman escucha y Seligman responde, y la historia de Joe pasa de ser una historia a ser una percepción. Esa transición, la que lleva a una historia a convertirse en una percepción, es posible solo para un artista con la visión adecuadamente robusta: quien sabe que el pensamiento se puede tocar, quien sabe que el arte busca sobre todo ese tacto fantástico, quien sabe que estar en la vida sin acercarse alguna vez a ese límite sinestésico de la cognición no es estar vivo del todo. Por eso, lo que Lars von Trier nos descubre rozando siempre la provocación es el regalo oscuro del contar, lo que también Javier Marías nos dijo preclaramente en su obra magna Tu rostro mañana; las dos son cumbres de este siglo que iniciamos, con muy estrechas e interesantes confluencias entre ambas: en las dos historias, el contar y el saber tejen el mimbre —e, inevitablemente, el metamimbre—, tanto luminoso como oscuro, de nuestra humanidad.
Así, no es la revelación ni la aportación de Nymphomaniac el conjunto de metáforas provocativas y ocurrentes que van dando sentido a cada pasaje de la historia —p. ej., “The Complete Angler”, “The Little Organ School” o “The Eastern & Western Church – The Silent Duck”—, que también, sino sobre todo la densidad que se produce mediante la combinación de la voz de ambos con el silencio: el cuarto de Seligman es nuestro interior, donde nuestra propia historia es contada y donde, dependiendo de nosotros, aceptamos la historia de un modo u otro. Seligman está a punto de haberla entendido de un modo ‒¿el más esperado, el más coherente?‒, pero enseguida descubrimos que lo ha hecho de otro —¿el menos esperado, el menos coherente?—. El bueno de Lars von Trier condensa la ejemplaridad moral de la película ‒la decisión de Seligman‒ en un apropiado cerrar y abrir una puerta. Y sí, por encima de las numerosas metáforas que se suceden, resplandecen dos muy claras y relevantes por esencialmente estructurales: el cuarto como la mente y la puerta como la acción.
La responsabilidad del contar. La responsabilidad del escuchar. La responsabilidad de la empatía. La responsabilidad de la coherencia. La responsabilidad de entender al otro sin pasar por nosotros mismos. Lars von Trier siempre nos ha empujado, en todas y cada una de sus películas, a esta cuestión, aparentemente anodina pero central: el desafío de la coherencia y de la responsabilidad. Lo ha hecho siempre haciéndonos ver que la coherencia es una trampa, pues en una sola coherencia hay muchas más dentro, retorcidas y siniestras subcoherencias, y así hasta internarnos o descubrir un relativismo desasosegante. Joe y Seligman se pierden en ese laberinto, por encima de los más llamativos y prescindibles detalles morbosos de la historia de ninfomanía. Joe y Seligman se pierden en el laberinto de la coherencia y la responsabilidad, ahí los introduce el director danés con su inteligente malicia habitual. Joe y Seligman tendrán que encontrar su coherencia, la que sea de entre las posibles, pero al menos una, y al menos uno de ellos, para que sus actos sean responsables de un final o de otro.
Lars von Trier construyó su delicada y feroz obra maestra —como solo las grandes obras pueden proponer esos dos extremos haciéndolos armonizar, convirtiéndolos en una sola cosa— y nos la arrojó a la cabeza sin miramientos y casi con inquina, abriéndonos una brecha necesaria. Quienes solo vieron una película sexual o acerca del sexo no vieron una película sobre los límites de hablarle al desconocido, de entender al desconocido, de amparar al desconocido. Quienes solo vieron una película sexual o acerca del sexo no vieron una película sobre la desmedida de contar de pronto una vida entera con la pretensión de que un desconocido escuche bien y comprenda bien. Película-mundo, película-mente, película-pensamiento, película-vida. Diez años de una obra maestra que el tiempo encumbrará como clásico (en cualquier caso, es imprescindible no ver las versiones comercializadas y sí la del director).
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