Los lenguajes en María Zambrano o la posibilidad
Los lenguajes en María Zambrano o la posibilidad
Centrar la mirada en un aspecto concreto de la obra de Zambrano implica dejar en sombra otros aspectos sin los cuales el que se pretende iluminar no se comprendería. Valga esta afirmación para dejar constancia de la complejísima tarea que supone investigar a una de las mentes más privilegiadas del siglo XX. Y valga también para definir ―sin éxito― su mayor aportación a la filosofía: la razón poética. Sin embargo, intentaremos en estas breves palabras compartir la investigación ―con todas sus incertidumbres― que venimos desarrollando alrededor de los géneros alternativos a los sistemas filosóficos que abonó María Zambrano a lo largo de su vida como respuesta al racionalismo dominante de su contemporaneidad.
Posiblemente la fuerza motora sin la cual no hubiera desplegado el complejo entramado de su razón poética fue el exilio. El exilio en Zambrano fue su pensar y su sentir ―términos ligados de modo indisoluble siguiendo la estela del pensar sintiente de Unamuno― y para compartir la experiencia abonó tres vías de conocimiento: el delirio, el sueño y la confesión. Estos tres lenguajes pueden ser vistos como lenguajes específicos del exilio o, al menos, así los estamos estudiando. Pero también, por las ligazones que se pueden encontrar entre las definiciones de exilio en no pocos escritos de Zambrano, creemos que estas tres vías de conocimiento son, también, lenguajes específicamente teatrales o susceptibles de serlo. En este último sentido encontramos la confesión-delirio de su personaje Antígona en La tumba de Antígona (1967) o del sueño-delirio en su texto autobiográfico Delirio y destino (1952). Y en ambos casos dos protagonistas: el exilio y su padecimiento.
Fue al final de su vida cuando María Zambrano escribió Los bienaventurados (1990) un libro donde se adentra en la fenomenología del exilio desde una perspectiva sacrificial y mística. En este libro suma a la imagen del cordero ―imagen que ya apareció en un recuerdo personal en otro texto imprescindible, «Amo mi exilio»― la imagen de los bienaventurados, los ciento cuarenta y cuatro mil sellados del relato bíblico que, tras haber sufrido persecución, se presentan el día del Juicio Final con túnicas blancas, purificadas por la sangre del cordero. A esta estirpe pertenecen los exiliados según Zambrano, pues ellos alcanzan la revelación al haber superado la prueba de vivir en el desierto, el símbolo místico entendido como lugar de abandono y silencio en que la persona descubre su propia identidad, pues uno a uno se le caen los velos, despojándose del traje, que diría San Agustín. Y una vez el exiliado ha atravesado el desierto comparece, se presenta desnudo y desentrañado ante los otros, ante la ciudad. Cabría decir, entonces, que el lugar privilegiado para ser visto públicamente es el lugar al que se va a mirar: el teatro.
Siguiendo la idea de la comparecencia ante los otros, del ser visto y escuchado, los lenguajes del exilio que estudiamos, el delirio, el sueño y la confesión tienen en común que son lenguajes que van en busca de un tiempo que no puede ser transcrito, ni expresado, un tiempo capaz en sí de liberarnos de la angustia del tiempo presente e íntimo y del tiempo lineal de la historia. La máxima acción según Zambrano para esa liberación es la palabra creadora.
De modo que la literatura es también un ejercicio de huida de sí, un ejercicio para alcanzar una realidad verdadera, una acción que no puede ejecutarse en soledad porque solo es cuando es compartida, cuando es a viva voz y cuando habitamos junto a otros en un vacío temporal donde la palabra queda liberada. Un espacio para pensarnos y escucharnos. Y eso es, también, el teatro. Un método ―en sentido estricto del término, esto es, «hacer camino»― en que el ser queda liberado mediante el símbolo y la metáfora creando puentes entre el corazón y la razón, entre la realidad y el pensar y creando, a su vez, un espacio-tiempo distinto del espacio-común. Exactamente el espacio-tiempo que vive quien padece el exilio.
Lo que quedan de estas palabras ―quizá balbuceo― son, ya lo hemos dicho al comienzo de este escrito, incertidumbres: ¿será la literatura la llave para entrar en realidad ante la irrealidad real que habitamos?, ¿es el exilio un lenguaje literario en que la palabra se libera del lenguaje?, ¿es la literatura una huida de sí o una forma de exilio?, ¿por qué usar lenguajes fuera del tiempo para dar cuenta del tiempo?, ¿qué relaciones tienen la palabra para ser dicha con el fenómeno del exilio?, ¿por qué eligió Zambrano el teatro para hacer razón poética?, ¿qué relaciones tienen en común, entonces, la razón poética y la memoria democrática? A este ramillete de preguntas se le podrían sumar muchas otras, algunas han ido encontrando algún lugar iluminado, otras, por el contrario, las sembramos como camino a la posibilidad. Eso es, una posibilidad.