El documento: fuente empírica de datos
El documento: fuente empírica de datos
Desde que el ser humano es consciente de su existencia como ser social ha sentido la necesidad de poner por escrito sus inquietudes, sus creencias, datos relacionados con su actividad como individuo en la sociedad, en definitiva, toda aquella información merecedora de ser comunicada y de ser recuperada en una situación futura.
Cada día generamos nuevos textos escritos: contestamos a un whatsapp que nos enviaron la noche pasada, respondemos los correos electrónicos que esperan impacientes en la bandeja de entrada, rellenamos una solicitud, escribimos una petición a algún organismo oficial, firmamos como testigos en un enlace matrimonial, dejamos por escrito a quién cederemos nuestras pertenencias, comentamos un vídeo en una red social, etc. Resultan infinitas las muestras en las que debemos generar un texto escrito, ya sea en un contexto individual y privado, ya sea en un contexto social. Esta situación no es en absoluto novedosa. La documentación conservada en los archivos así nos lo confirma. Siglos atrás se dejaba constancia por escrito de toda actividad en la que el ser humano era un actante de un modo u otro como, por ejemplo, en intercambios comerciales (cartas de compraventa), en la promulgación de leyes (privilegios rodados), en la comunicación con familiares y allegados (cartas privadas), en la declaración en un juicio (declaración de testigos), etc. Todos estos documentos, cuyo valor jurídico daba fe y credibilidad al hecho o circunstancias expuestos en ellos, no solo se convirtieron en una herramienta para dar cuenta de esa realidad, sino que involuntariamente se erigieron en testimonio de la lengua de épocas pasadas. De este modo, el documento de archivo se convirtió en una fuente empírica de datos.
Desde que Theodor von Sickel definiera documento como aquella pieza jurídica que valida cualquier testimonio escrito que reúna una serie de criterios en función del autor, el lugar y la época en los que fue emitido, poco ha variado su noción en la diplomática actual. Si tomamos la definición de Sickel y la aplicamos al estudio de la lengua, podríamos añadir el calificativo pidaliano iliterario, de modo que obtendríamos el sintagma documento iliterario. Mediante este termino se hacía referencia a los documentos diplomáticos en sentido estricto. A este debe sumarse el establecimiento del sintagma nominal documento lingüístico, cuya acuñación nace en oposición a la de texto literario. Menéndez Pidal consideraba que el documento iliterario o lingüístico era una fuente empírica de datos lingüísticos de utilidad superior a la que ofrecían los textos literarios para el estudio de la lengua antigua. Al reflejar la fecha y el lugar en que fueron emitidos, constituyen un material extremadamente estimable para la correcta interpretación espacial y temporal de los rasgos lingüísticos que contiene el texto. Ello, además, convierte al documento en un elemento probatorio y auténtico, incluso por el reflejo de actos físicos como la toma de posesión. Un ejemplo lo encontramos en el documento 557 del corpus CODEA+2015, en el que se describe cómo uno de los actantes agarró por la mano al otro o de cómo podó en la dicha viña con un cuchiello (CODEA+2015-0557, Béjar, año 1367). En una sociedad iletrada estos actos tenían el valor de prueba para los testigos que los observaban.
Uno de los motivos que Menéndez Pidal alude para el empleo de fuentes documentales en el periodo que abarca desde orígenes hasta el siglo XIII es el estado primigenio de la literatura en castellano. El cultivo de esta es escaso y poco fiable para establecer paralelismos entre el romance escrito y hablado de la época, ya que se han conservado copias tardías y textos no situables geográficamente. Por el contrario, en las piezas documentales encontramos muestras lingüísticas que responden a un uso espontáneo de la lengua en la que se pueden identificar diferentes normas en competencia.
A pesar de defender el documento notarial como objeto de estudio en historia de la lengua, Pidal considera que la documentación de archivo solo puede aportar datos valiosos para la evolución de la lengua en piezas fechadas y/o datadas hasta el siglo XIII. En el estudio de la lengua de siglos posteriores considera que las obras literarias pueden reflejar más fielmente el uso colectivo de la lengua vernácula a diferencia de las fuentes documentales, cuya lengua y usos se vuelven cada vez menos representativos para caracterizar estados de lengua por contener estructuras y fórmulas propias del ámbito legal.
La supuesta ausencia de variación lingüística, así como el triunfo de soluciones castellanas que Pidal adujo para desestimar el estudio de fuentes documentales posteriores al siglo XIII no tiene un correlato empírico. Tal es así, que si observamos documentación toledana para el periodo comprendido entre los siglos XIII y XVI —siglos de los que me ocupé en mi tesis doctoral—, la diversidad de los emisores que producían los textos manuscritos, la pertenencia de estos a diferentes grupos humanos y sus diferentes lugares de procedencia son factores que contribuyen a la diversidad lingüística de los documentos. Esta misma riqueza se ha observado en documentos de los siglos XVIII y XIX, siglos tradicionalmente poco estudiados por considerarlos de poco interés lingüístico. La documentación de archivo, por consiguiente, se erige como un patrimonio valioso en el que indagar el cambio lingüístico, la emergencia de nuevas unidades y su posterior evolución en el sistema de la lengua.