El teatro de la literatura

por Ene 16, 2023

El teatro de la literatura

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Telón. Cuando uno observa la imponente catedral de Ciudad de México, queda atrapado por una dramática teatralidad, una especie de éxtasis transitorio que le impide recordar, si es que acaso lo sabe, que la mole descansa sobre lo que fue la pirámide sacrificial del dios Quetzalcóatl, la deidad mesoamericana de la fertilidad, la civilización y el conocimiento, y que para la construcción de la primera iglesia hispana se utilizó material proveniente del templo de Huitzilopochtli, el dios mexica de la guerra. Nunca aparece un lugar sagrado ex novo, pocas veces un teatro es creado ex nihilo. Normalmente, los lugares sacros se recalifican, pero no se destruyen. Así, allá donde se conjura lo sagrado, el ser humano acostumbra a reunirse y representar nuevos actos plenos de nuevo nombre y llenos de sentido arcaico. El Teatro de la Literatura no escapa a esta tendencia antropológica y universal.

Primer acto: “divinitas”. Como recuerda Gabriel García Márquez (Aracataca, 1917), al principio, “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Otras, sin embargo, venían desde antiguo verbalizándose como un ritual desde que el hombre es hombre. El lenguaje es esa capacidad humanizadora universalmente reconocida y la expresión poética, una de sus manifestaciones más olvidadas. Reflexionar simplemente acerca del cambio “reciente” de su propia terminología es un ejercicio altamente reivindicable: ¿llamamos hoy Literatura a lo que los clásicos llamaban Poesía? La respuesta es sí, pero con matices. Hasta finales del siglo xviii, toda aquella conceptualización caracterizada por un factor estético se englobaba bajo el rótulo ‘poesía’, del griego poíēsis ‘acción y efecto de crear’. El ‘poeta’ era por tanto el creador de dicha materia –poietés-, un ‘hacedor’ u ‘orfebre de la palabra’. Las múltiples acepciones que permite el término comparten un valor agentivo ineluctable. Dicho lo cual, ¿de dónde viene la ‘poesía’?

La poesía nace en las primeras sociedades tribales como un ruego interior, como una petición divina de salvación. Emerge como súplica en la advocación de la divinidad. De este modo, poesía y religión comparten un magma primigenio común. La religión es el mayor “cemento social” que existe, construido con dos ingredientes fundamentales: la confianza y la adhesión. En todas las sociedades, al igual que existen dioses, existen los estados de impureza e infortunio como eventos que conducen a la desgracia. Relacionado con esta idea, existe otra noción antropológicamente extendida que es la noción de manawakanda, numen, gracia-, cuya caracterización común a todas las sociedades es la de fuerza superior dirigida a la consecución del bienestar y la protección. En este sistema básico de antropología cultural, el poema se constituye -y se instituye- como el hecho material que media con el ser supremo, y el poeta, como el agente capaz de llevar a cabo esta ceremonia “de contacto” en el seno de los lugares sagrados: aquí nace la Poesía, disipada queda la niebla.

Segundo acto: “metamorfosis”. Durante mucho tiempo la Poesía aglutinaba todo lo creado por el poeta en el ámbito de la lírica, la épica y la dramática. Esta perspectiva sufrió un cambio drástico en el tránsito de la Ilustración al Romanticismo que no solo se evidenció en la sustitución del término ‘poesía’ por el de ‘literatura’, sino también en las relaciones establecidas entre la obra, su creador, el género y el lector. Desde ese momento, ‘poesía’ se circunscribe generalmente a la idea de creación lírica y ‘literatura’ abarca el conjunto de los géneros de ficción, más allá de la distinción entre prosa y verso. Este importante desplazamiento axiomático tiene su raíz en la forma latina littera ‘letra del alfabeto’, que originariamente hacía referencia a una condición de lectura, esto es, ser capaz de leer. El antiguo poeta es ahora un “literato” en el uso de la letra: nace el escritor. El rol del lector se afianza desde entonces como un rasgo presente en la propia palabra ‘literatura’. Para que dicho cambio de paradigma se afianzara, era necesario, en primer lugar, desarrollar una progresiva alfabetización del público y, en segundo lugar, promover la asimilación de la literatura como un bien de consumo: el lector no solo debe ser capaz de leer, debe también comprar y poseer libros.

El Romanticismo permitió la transición del delectare et prodesse, la máxima horaciana del “enseñar entreteniendo” que explicaba las funciones y exigencias del arte, al cuestionamiento radical de este precepto. La aportación de Immanuel Kant (Königsberg, 1724) no fue menor al afirmar que la obra de arte es un objetivo autónomo, “una finalidad sin fin”. Como resultado, la Literatura se estableció desde entonces como una esfera separada y autosuficiente del resto de los saberes, respecto de la cual el artista podía reclamar la libertad absoluta en la expresión de su proceso creativo, posibilitando a su vez que el criterio de calidad literaria se desplazara del eje del ‘saber’ del escritor a las coordenadas del ‘gusto’ y la ‘sensibilidad’ del público.

El escritor asistió en la Modernidad a la circulación de un nuevo concepto literario dirigido a la representación de la máxima libertad creadora: la idea de ‘lo sublime’. Lo sublime, cuya definición clásica es “el eco de un alma grande”, es concebido como la voz propia del escritor, la exaltación de su creatividad y nutrida tanto de fuentes innatas, el ingenium -genio-, como de herramientas aprendidas o técnica –téchnē– propia de la retórica. El ingenio del creador, evidenciado tanto en la capacidad para concebir pensamientos elevados como en el modo de expresarlos, condujo a la literatura de la abstracción, del rapto, del furor. En esta nueva era, el ejercicio literario se envolvió en “vocación religiosa”, una nueva mística en cuyo centro residía la idea de Belleza como fin absoluto. En este nuevo panorama estético, el lector queda en ocasiones desconectado de una recepción artística completa, dada la originalidad y autonomía de muchas de las propuestas de nuevo cuño.

Tercer acto: “catarsis”. Cuando el estatus del viejo poeta había quedado atrás para dar paso al triunfo del escritor, surgió la gran teoría del nuevo siglo xx para introducir nuevos elementos en escena: el formalismo ruso. Este movimiento intelectual produjo una triple revolución: 1) marcó el nacimiento de la Teoría literaria y de la Crítica literaria como disciplinas autónomas; 2) trajo consigo la subestimación del ‘yo’ autoral y 3) permitió el tratamiento de la literatura con base en un objeto de estudio. El concepto de ‘literariedad’ se instituye como la propiedad esencial de toda obra literaria, aquello que puede distinguir lo literario de lo meramente textual. El abordaje de dicha cuestión logró desentrañar el dominio del “oficio del escritor”, es decir, las técnicas que emplea en el proceso de crear literatura. Por lo tanto, la investigación literaria implicaba el análisis de sus recursos expresivos: “¿qué es lo que hace de una obra dada una obra literaria?”.  Roman Jakobson (Moscú, 1896) propuso el predominio de la función poética -de nuevo, la poíēsis– sobre las otras cinco funciones del lenguaje. Entre sus hallazgos más relevantes se destaca la singularidad de la lengua literaria en la activación en el receptor de una sensación de ‘extrañamiento’, asociada al desplazamiento de sentido generado en la literatura. El mensaje literario aparece codificado de manera que, para efectuar su interpretación, el receptor debe ‘desautomatizar’ la comprensión habitual de la lengua no literaria. De esta manera se pudo sostener que no todo conjunto de palabras, no todo texto, podía ser literatura. El escritor adquirió por fin las llaves de la “torre de marfil”. Sin embargo, y como comprobaremos a continuación, hubo un personaje que quiso duplicar la llave.

Cuarto acto: “catástrofe”. Tras el tercer acto, el panorama actual podría resumirse como “la paradoja de la complejidad”, puesto que no siempre los eventos más intrincados obedecen a difíciles discernimientos. En ocasiones, la explicación más sencilla es la más probable; es lo que conocemos como la navaja de Ockham. La irrupción académica de los Estudios Culturales y de la Crítica Posmoderna ha diluido -‘corroído’ si se prefiere- los antiguos consensos. La Teoría Crítica literaria sigue confrontando en una batalla desigual buena parte de sus postulados por no contener preceptiva alguna, ni poética, ni retórica. El escritor, por su parte, se ve asediado por lo que antaño fuera una rara avis: los “escribientes”. El advenimiento de esta nueva prole de creadores de contenido fue profetizado por Truman Capote (Nueva Orleans, 1924) en una entrevista para “The Paris Review” (1957) en la que calificó de “mecanógrafos sudorosos” a estos “escritores sin estilo”, señalando a algunos autores de la Generación Beat. Como por obra de un deus ex machina, este nuevo personaje autógrafo reclama nuestra atención desde el complejo -y diverso- escenario literario actual. Esta nueva clase social puede ser conocida por su característica común: la hipertrofia del ‘yo’. Su ecosistema favorito es el de las redes sociales, convertidas en pleno siglo xxi en la Nueva Ágora, con una gran diferencia: aquí no solo habla una élite, aquí hablamos todos, pero ¿nos leemos?

La nueva escenografía digital provee de espacios para la espectacularización del escribiente: es el show del yo-autor. El antiguo y noble acto de escritura se somete a prácticas “confesionales” que permiten la exposición pública de su intimidad creativa, transformada ya en “extimidad”. Los psicólogos hablan de un cierto “narcisismo digital” extendido socialmente, impulsado por la autoevaluación en las redes y fomentado por el neoliberalismo más galopante. La libertad de poder subir contenido ha desembocado en el uso de plantillas textuales generadas por inteligencia artificial, hecho que posiciona la corrección textual como un proceso ajeno a la labor creativa. A este respecto, ¿qué decir del genio poético, de lo sublime y de la literariedad? En franca retirada. La vieja pugna técnica-ingenio se ha superado toda vez que se materializa la posibilidad de convertirse en un “Cervantes redivivo” gracias a los talleres de escritura y a sus mentores. Esta identidad digital necesita de la constante incorporación de mecanismos para la obtención de una retroalimentación positiva y permanente por parte de los seguidores en Internet. No solo esta nueva especie se autoedita, sino que también se vende como marca a diario gracias a la utilización de la escritura como estrategia en el posicionamiento de dicha marca personal.

¿Y qué hay del lector en este trance? La cultura de la lectura cambia a partir de los años setenta del siglo xx con la irrupción de la filosofía capitalista y las ideas neoliberales en el sector editorial. Al aplicarse las leyes del mercado sobre el artefacto simbólico -el libro-, el valor de rentabilidad se impone como la única variable incuestionable de la ecuación: el arraigo social en la construcción identitaria de individuos y sociedades queda así inferiorizado. El lector se convierte de este modo en un consumidor bulímico de títulos intrascendentes, salido de producciones seriadas con marcada ausencia de intertextualidad o correferencia, bajo la más absoluta tiranía del gusto y entregado felizmente a un sorprendente abismo interpretativo. Es lo que yo llamo la “hipérbole alfabética”. ¿Podemos llamar a ese corpus de volúmenes y volúmenes, un verdadero -y todo él- corpus literario?

Colofón. Mi conclusión es que no. Porque el teatro de la literatura no ha representado aún su última función, propongo que todas las artes que concita su estudio propugnen por su dignificación y defensa públicas. Porque, como vimos en el ejemplo del dios Quetzalcóatl y del dios Huitzilopochtli, la fachada imponente de una catedral esconde a veces un santuario profundo que nos interpela como sociedad para descubrir e interpretar sus hallazgos.