¿Qué es el realismo posmoderno? Panorama sobre la narrativa española desde 1975

por Ene 13, 2023

¿Qué es el realismo posmoderno? Panorama sobre la narrativa española desde 1975

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El presente texto pretende explicar brevemente qué es el “realismo posmoderno” en el ámbito de la novela o, dicho de otra manera, cuál es el panorama de la narrativa española en las últimas décadas. Partimos, para ello, del artículo “Un realismo posmoderno”, de Juan Oleza (1996), si bien también consideraremos la interesante introducción de Sanz Villanueva al capítulo de narrativa del noveno volumen de la Historia y Crítica de la Literatura Española (HCLE) (1992, 249-284) y el artículo “La nueva narrativa española”, a cargo de Darío Villanueva, entre otros, y disponible en el mismo volumen (1992, 285-304). En los siguientes párrafos intentaremos, en primer lugar, explicar cómo se llega al realismo posmoderno, partiendo de la dicotomía entre modernidad y vanguardia que aparece en el Romanticismo y se extiende hasta el periodo que nos ocupa. En segundo lugar, indicaremos a los principales autores de esta corriente, que no debe entenderse en absoluto en sentido unitario, y también expondremos algunas tendencias que se aprecian en la nueva narrativa. Finalmente, expondremos algunas conclusiones sobre los nuevos tiempos para la narrativa.

La narrativa posmoderna, como decíamos, no se explica sin entender la relación entre modernidad y vanguardia que se viene apreciando desde la época romántica.[1] 

El advenimiento de la Modernidad está contenido en el Romanticismo, por cuanto este supuso una regeneración o una reconstrucción frente a la decadencia de los criterios y valores estéticos humanos y sociales atribuidos al Neoclasicismo. No obstante, al Romanticismo no solo le corresponde la introducción de la Modernidad a principios del siglo XIX, como si esta hubiera sido superada por otra, sino la de la esencia de lo moderno incluso tal y como se entiende hoy en día (Gras Balaguer 158).

La cita de Menene Gras Balaguer nos permite entender que el Romanticismo rompe con la tradición anterior en cuanto se alza como novedoso sistema estético y de valores. Esa es la razón por la que la Modernidad empieza con este periodo literario. Sin embargo, ya Oleza nos avisa de que esta Modernidad “emergió bifronte” (1)[2]. Aunque algunos tratan de retrasar el origen de la Modernidad a los años 20 y 30 del siglo pasado, ya hemos visto que sus inicios son anteriores. De hecho, sigue Oleza, ya se vivió una dualidad entre la modernidad del romántico y la vanguardia realista de Hugo, Flaubert o Zola (entre otros) en el siglo XIX. Precisamente, en esta centuria se sientan las bases de un debate que gira entre la vida cotidiana y el arte y la relación establecida entre ambos. Si la literatura habla de esta vida cotidiana, y se sirve del arte para ello, hablaremos de modernidad, que en cierto momento se relacionará con la tradición, pero si el arte es independiente de estos sucesos cotidianos (el “arte por el arte” de los simbolistas, la “deshumanización del arte de Ortega”, la “poesía pura” —que aquí podría ser la novela pura— de Juan Ramón Jiménez, etc.), hablaremos de vanguardia. En definitiva, las relaciones entre estos calificativos se establecen por una frontera que “discute la autosuficiencia del universo estético [arte] respecto de los otros universos de cultura [vida cotidiana]” (Oleza 1).

Pues bien, este sistema de tiras y aflojas entre la modernidad y vanguardia se prolonga hasta el periodo que nos ocupa, sin que sea decididamente relevante indicar cada uno de los altos y los bajos que se experimentan, cuestiones bien explicadas en el artículo de Oleza. Baste decir que tras la guerra civil se impone una literatura del realismo, si bien “en los primeros 60 se vivió en España un vertiginoso asalto al poder de la norma realista” (Oleza 2). Esto supuso que algunos de los grandes autores anteriores se renovaran. El experimentalismo de los 60 —sus aires de vanguardia— vienen ligados a la lingüística estructural de Barthes o Jakobson. De todo esto se hace perfecto eco Oleza. Todo esto supone que, siguiendo a Sanz Villanueva, en 1975 el género novelístico no parezca gozar de una especial buena salud (251), quizás debido a los excesos experimentalistas.

Todo parece cambiar con la publicación de La verdad sobre el caso Savolta, primera novela de Eduardo Mendoza, que ve la luz en la simbólica fecha de 1975, año en que muere el dictador Francisco Franco. Sin embargo, como es evidente, “el éxito, muy rápido, de esta publicación, de esta obra no cambia la situación, que permaneció estancada en las fechas inmediatas posteriores” (Sanz Villanueva 252). Es cierto que un clima de mayor libertad será el perfecto caldo de cultivo para la eclosión de la novela de los 80, pero para llegar a eso hace falta una transición también en literatura. Según Darío Villanueva, “con La saga/fuga de J. B. comienza, con toda probabilidad, la verdadera transición novelísitica” (Villanueva 285). Con ella, “se trataba, simplemente, de recuperar la narrativa” (ibid.). Según Eco, apud Villanueva, la vanguardia no podía ir más allá “porque ya ha producido un metalenguaje que habla de sus imposibles textos (arte conceptual), de forma que “la respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que lo pasado no puede destruirse —su destrucción conduce al silencio— lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad” (286).

Por tanto, nos encontramos en un momento en que se procura volver a narrar en novela, tras esos excesos vanguardistas. Sin embargo, frente a esa dualidad de modernidad y vanguardia que venía penduleando[3] la literatura desde el Romanticismo, ahora nos encontramos con una simbiosis de ambos elementos, el tradicional y el vanguardista. En palabras de Oleza, 

al pregonar el final de la Modernidad,[4] pregona también la reapropiación de la tradición (incluida la propia vanguardia, que ha pasado a ser tradición, ella que quiso ser absoluta novedad), la disolución de la incompatibilidad modernista entre cultura de élite y cultura de masas, la exploración y recuperación de formas, temas y procedimientos de la cultura popular de masas, la autoexigencia de seguir postulando la historia para poder transformarla, el rescate de la pasión narratoria y de las representaciones de gran densidad argumental, [y] la experimentación de una subjetividad posmoderna (5).

Por tanto, la literatura de la Posmodernidad plantea unificar elementos que tenían la modernidad y la vanguardia en el periodo anterior, que, como hemos visto, podemos englobar bajo el nombre de Modernidad. Y, como cualquier otro periodo literario, la crítica le deja unos inicios, donde aún no quedan claras las bases, de manera que aparecen novelas aún con grandes restos de experimentalismo, y otro de consolidación, donde se ven con mayor claridad las características antes mencionadas, que precisamente son una muestra de la indefinición, de la variedad y de la diversidad de tendencias que lo caracterizarán.

La Posmodernidad, como periodo literario —esa fórmula cómoda para los profesores de instituto y autores de manuales de divulgación que no alcanza a explicar la singularidad de las obras que hoy apreciamos en razón de su modernidad atemporal, como la catalogaba Juan Goytisolo (2012, El País)—, tiene un periodo de gestación, al que ya nos hemos referido, donde se intenta crear una “nueva novela española”,[5] y un periodo de consolidación en el que aún nos encontramos: seguimos inmersos en la posmodernidad literaria. En los siguientes párrafos, trataremos de desgranar generaciones que aparecen dentro de este periodo.

Dentro de este primer periodo, que podría ubicarse en los 70, podemos encontrar a Eduardo Mendoza y a Manuel Vázquez Montalbán, gran descubridor de temas habituales de la comercial novela policíaca o novela negra, poco representativa, en obras de mayor calado literario. Son autores que, según Oleza, “se proclamaron herederos morales de mayo del 68” (7). En un momento de crisis de la novela, estos autores encontraron severas dificultades para publicar. Se mantenían en escena autores antiguos,[6] como los novelistas de la guerra (Cela, Delibes, Torrente Ballester), los del exilio (Andújar, Ayala, Chacel…), y los de los años 50 (Caballero Bonald, los Goytisolo, Marsé)… Las obras que introducen la Posmodernidad conjugan la posibilidad de “ser recibido con atención por los sectores más inquietos” con “una historia convencional; un libro, digamos, a la par clásico y moderno” (Sanz Villanueva 254). Otro autor que se introduce en estos inicios es Luis Mateo Díez.

En los años 80 se produce “la incuestionable aceptación de los escritores nacionales por el público lector […], hasta los más jóvenes, los cuales han irrumpido con gran fuerza en un mercado ansioso de nombres nuevos que han obtenido, en muchos casos, y casi de inmediato a la publicación de su primer libro, un gran éxito y una inhabitual notoriedad” (252). Esto quiere decir que hasta los 80 los nuevos autores no llaman la atención, y la eclosión de la Posmodernidad —tras sus tímidos inicios— llega en esta década. Así, adquieren renombre figuras como Muñoz Molina, Almudena Grandes, Javier Marías, Rafael Chirbes… y se consolidan Vázquez Montalbán, Díez o Mendoza, que ya venían de los años anteriores. Además, se redescubren autores como Juan Marsé o Carmen Martín Gaite, que “mantuvieron su capacidad de contacto con el público desde posiciones realistas, renovadas y ratificadas a lo largo de toda su obra” (Oleza 7) en mitad de la maraña experimentalista de los 60.

La narrativa de estos años se caracteriza, siguiendo a Oleza, por “la pasión fabuladora”, “una poderosa trabazón textual”, “un plan riguroso de ordenación del material narrativo” y por “la investigación, la busca de un personaje o de una verdad intensamente exigida, el relato del esfuerzo del protagonista por conocer, por saber o por inventar lo que ocurrió” (10). Son numerosas las obras que aparecen, sin que creamos necesario profundizar más en ellas.

Paralelamente, es necesario establecer tendencias literarias, temas frecuentes u orientaciones de las obras, que se crean en esta época y que se mantienen. Sanz Villanueva las lista certeramente: novela negra, novela histórica, novela testimonial y el siempre válido cajón de-sastre “otras tendencias”. La novela negra surge en un contexto de reacción a una novela que “había cultivado un relato experimental, desintegrador de los componentes fundamentales de la tradición y propicio a un mínimo contenido argumental. Se trataba de una narrativa morosa en la que apenas tenía lugar el desarrollo de una acción” (254). Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta aprovecha elementos de suspense para plantear una novela de corte tradicional, aunque incorporaba elementos que “permitían entroncarla con la reciente moda experimental” (ibid.) La novela con influencias policíacas la siguió desarrollando Mendoza: El misterio de la cripta embrujada, La ciudad de los prodigios…, pero también otros autores como Vázquez Montalbán.

En cuanto a la novela histórica, se ve “como una actitud evasiva respecto a los más acuciantes problemas de la actualidad” (261), y dentro de ella destacan autores como Vallejo Nájera o Pérez Reverte. Lógicamente, contrasta mucho con la novela testimonial, que reaparece tras importantes críticas ante la ausencia de temas sobre el franquismo, ETA, la transición, etc. “Quizás esta falta de confrontación de la literatura con los problemas candentes de su tiempo no sea otra cosa que el reflejo de una generalizada actitud social y acaso, de hecho, en esa falta de testimonialismo se oculte el testimonio más profundo que las letras pueden ofrecer de un momento histórico” (263). No obstante, sí aparecieron novelas testimoniales, comprometidas con el periodo histórico y con el pasado reciente, como algunas de Rosa Montero, Ignacio Fontes, Félix de Azúa, Mercedes Soriano, etc. Otras tendencias que se deben considerar, ya muy brevemente, son las intimistas (algunas obras de Millás o José M.ª Merino), el relato breve, etc. Lo que parece claro de todo este panorama “la afición por contar”, en los términos de Sanz Villanueva (254), y todos los autores de esta generación la practican, con diversos matices que no vienen ahora al caso y para cuya determinación se remite a Sanz Villanueva y, además, a la propia lectura de obras, donde se verán las diferencias que existen entre unos y otros.

Una nota que no puede olvidarse en este panorama literario es la relativa al boom de la novela, y a su carácter comercial en bastantes casos. La libertad del autor ha quedado coartada por las necesidades editoriales: “no cabe cerrar los ojos ante la evidencia de que el escritor, seducido por la posibilidad de que sus obras, en manos de grupos editoriales que funcionan como grandes industrias, lleguen a ser bestsellers que pueden someter la libertad de su talento e inventiva a las conveniencias del mercado […] dándole una forma clara y directa, cuando no pedestre” (Villanueva 291). La eclosión de la nueva novela de la Posmodernidad, que aunaba la modernidad y la vanguardia, supuso un notable incremento de lectores que hizo que aparecieran fenómenos de masas de ninguna calidad, donde solo importaba la trama, sin interés literario alguno. Así, 

en las librerías solo se pueden encontrar las llamadas ‘novedades’, y una novela de máxima popularidad tres o cuatro años atrás resulta más difícil de conseguir que un clásico […]. He ahí uno de los índices que nos marcan la frontera entre la no-literatura y el verdadero arte literario, que consiste […] en palabras que duran, en un discurso que vence al tiempo, codificado por un hablante de lujo —el escritor— para un destinatario ausente, indeterminado cronológica y espacialmente (Villanueva 292).

En todo caso, concediendo la razón parcial a Villanueva, ni todos los autores han caído en estas redes, ni todos lo han hecho del mismo modo. Sigue existiendo novela más difícil que tiene muchísimo éxito. Javier Marías es un buen ejemplo de autor que ha sabido conjugar su omnipresencia en el mercado editorial con textos complejos que nunca han abandonado completamente el experimentalismo.

Queda por relatar, ya muy someramente, la evolución de las nuevas generaciones literarias. Hemos hablado de la que podría ir, por fechar, entre 1975 y 1990. Estos autores continúan escribiendo hasta hoy. Muchos siguen vivos. Sin embargo, van apareciendo nuevos escritores que se reafirman en los postulados posmodernos, manteniendo su interés por combinar la tradición y la vanguardia, aunque también son muchos los que van cayendo en las redes de lo comercial y cada vez lo que escriben es menos literario. Así sucede con obras de Arturo Pérez Reverte. En fin, en la década de los 90 adquieren fama autores como Marta Sanz, Lorenzo Silva, Juan Manuel de Prada, Lucía Etxebarría o Manuel Vilas, Javier Cercas o Antonio Orejudo. Más jóvenes aún, conocidos en la década de los 2000, son Pilar Adón, Elvira Navarro, Sara Mesa o Elvira Sastre, entre muchísimos otros que un solo vistazo a cualquier nómina de autores permitiría completar.

Como conclusión a estas cuestiones, podemos decir que el panorama de la narrativa actual pasa por el gran interés del público, lo que da lugar a obras de muy dudosa calidad que conviven con muy buena narrativa que a veces pasa desapercibida, quizás por su mayor complejidad. Esta última, en muchas ocasiones, mantiene un componente importante de experimentalismo. Así sucede con obras autoficcionales de Cercas, o con Ordesa de Manuel Vilas, muy reciente, entre otras. El eclecticismo se alza como el sistema dominante de este tiempo, y nada hace pensar que vaya a haber un vuelco que imponga una limitación de tendencias. Los autores aparecen y desaparecen con muchísima facilidad, sin que el canon pueda acabar de determinar quién queda dentro y quién fuera. Sí parece que nombres de los 80 o 90 como Javier Marías, Javier Cercas, Juan J. Millás, Marta Sanz o Almudena Grandes, entre muchos otros, quedan dentro de él, pero la cosa se complica claramente conforme llegamos al presente. Solo estudios posteriores podrán separar el grano de la paja y determinar qué buena literatura se escribió en los 2010 o los 2020… En todo caso, queda claro que el panorama entre 1975 y 2010 se ha caracterizado por una novela que empezó recuperando el realismo tras el experimentalismo, pero aprovechando también sus medios, y que progresivamente se ha ido alejando de la vanguardia —aunque no de manera generalizada— abrazando un fin más comercial. El realismo posmoderno, por tanto, tiene cada vez menos de experimentación, de elementos formales interesantes, y, por el contrario, cada vez más de sencillez de trama y de personajes, hasta casi obtener obras literarias que de literatura tienen ciertamente poco.

[1] Queremos distinguir aquí entre Modernidad (periodo histórico que comienza en el Romanticismo y se extiende hasta 1975) y modernidad, con minúscula, que podría ser la “parte tradicional” de este periodo, y que se opone a vanguardia.

[2] Seguimos la edición PDF en las citas.

[3] Me apropio de este concepto de Z. Bauman, que lo utiliza para explicar la evolución del mundo a base de idas y venidas.

[4] Esta mayúscula es nuestra, pero es necesaria para mantener el contraste Modernidad/modernidad ya explicado.

[5] Con este calificativo se refiere Sanz Villanueva a La saga/fuga de J. B.

[6] La clasificación está tomada de Sanz Villanueva (252). 

Bibliografía

Goytisolo, Juan (2012): “Belleza sin ley”, El País, disponible en https://elpais.com/cultura/2012/03/29/actualidad/1333029133_288022.html

Gras balaguer, Menene (1988): El romanticismo como espíritu de la modernidad. Barcelona: Montesinos.

Oleza, Juan (1996): “Un realismo posmoderno”, número monográfico El espejo fragmentario. Ínsula, n.º 589-590, pp. 39-42. Edición PDF disponible en https://www.uv.es/entresiglos/oleza/pdfs/realpost.PDF.

Sanz Villanueva, Santos (1992): “Introducción a la novela”, en Darío Villanueva y otros (eds.): Los nuevos nombres: 1795-1990, Historia y Crítica de la literatura española IX, coord. Francisco Rico. Barcelona: Crítica, pp. 249-284.

Villanueva, Darío y otros (1992): “La nueva narrativa española”, en Darío Villanueva y otros (eds.): Los nuevos nombres: 1795-1990, Historia y Crítica de la literatura española IX, coord. Francisco Rico. Barcelona: Crítica, pp. 285-304.

 

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