La última hoja de este otoño

por Dic 9, 2022

La última hoja de este otoño

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¿Qué vendrá después? ¿Qué seremos cuando el vacío nos transforme en un mero espejismo? A Rafaela, desde hacía tiempo, no dejaban de someterla las mismas preguntas. Por si no fuera suficiente, superar la muerte de una de sus mejores amigas le estaba costando más de lo que el orgullo le permitía reconocer.

—No le des más vueltas. Así es la vida. Da gracias, tú todavía estás con nosotros.

Con nosotros… Calculó el tiempo que había pasado y no se sorprendió al reparar en que llevaba más de un año sin ver a su hijo. Cada vez se había ido haciendo más complicado encontrar días libres y cuadrar los fines de semana. Además, el pueblo —aldea desde hacía mucho— carecía de sentido para él. Ambos sabían lo que aquellas excusas escondían y, en el fondo, lo entendía, nadie querría visitar un cementerio cercano al exceso de aforo. Ella, además, había rechazado irse a la ciudad a vivir en su casa, aún podía valerse por sí misma. Sin embargo, la cabeza comenzaba a fallarle tanto que los arrebatos constantes de pena eran traducidos por su cuerpo como sonrisas. Comenzaba a ser consciente del inevitable ocaso al que toda realidad se ve abocada. Recordaba el día en el que, sin saber por qué, decidió contar el número de adiós, hola y vaya usted con Dios que escuchaba durante sus paseos vespertinos. Tal empeño surgió como un pasatiempo, quizá por mera curiosidad; con todo, resultó convertirse en un experimento revelador. Rafaela se sentía un astronauta viajando hacia territorio inexplorado, tomando nota de todo aquello que observaba mientras iban menguando los recursos que atesoraba al inicio de la misión. La sencillez de las últimas cuentas tuvo como consecuencia una dolorosa conclusión. El poder que le otorgaba ser la última habitante del lugar que la vio nacer conllevaba una responsabilidad, mantener la memoria intacta y librar todas las batallas posibles contra la amenaza de perderla. Pese a su continuo y loable esfuerzo, surgió en ella una preocupación cuya magnitud nunca había sido tan elevada y a la vez, fútil.

—Señora, por favor, acepte ir a vivir con su hijo. No entiendo por qué insiste en permanecer aquí, está a punto de comenzar el proyecto —una voz tan firme como suave puso fin a su monólogo.

—Oiga, joven, mientras las piernas me puedan servir para algo más que para calentar la cama no pienso dejar que en este suelo se borren las huellas del pasado.

La hija de uno de los mayores empresarios circundantes se encontraba en la zona para firmar los papeles que le permitirían aprobar la construcción de un parque temático en una aldea a punto de convertirse en polvo. Era el momento perfecto, había dicho su padre, era cuestión de tiempo que los únicos en contra de sus ambiciones le reclamaran justicia desde la madera que los sepultaba. Las dos mujeres intercambiaron miradas sin esperar nada de la otra, entendían la situación ajena a pesar de la legitimidad de sus convicciones. Rafaela, fatigada de manera preocupante, le señaló a la muchacha la silla que tenía al lado. La chica, sin ningún tipo de reticencia, descansó en aquel asiento raído por algo más que los años. Su aspecto amanerado contrastaba con la desnudez de aquel aparejo.

—En esa silla se sentaba siempre mi Carmelo. Siempre saco dos, la costumbre. Menos mal que sigo hablando con él, porque alguna vez he pensado en llamar a algún vecino del pueblo de al lado para que la use —rio.

La futura empresaria la miró como quien contempla el mar. Aquella mujer transmitía una serenidad impropia de las circunstancias en las que se estaba viendo envuelta. Se sorprendió preguntándose a sí misma si merecía ocupar ese preciso espacio que la señora le había ofrecido.

—¿Sabe usted? Por las tardes me siento aquí y me quedo callada. Una vez dijeron en la tele que hay muchos tipos de silencio, pues ayer escuché por primera vez el ruido que hace la soledad. Primero se escuchan los recuerdos, los niños por la calle, el pito de los coches, el olor del pan recién hecho… Luego notas cómo los recuerdos se
vacían y se llenan de miedo y de pena. Entonces oyes el aire y el repiqueteo de los pájaros andando en las tejas rotas y las hojas cayendo al suelo, unas encima de otras, haciendo el montón más grande cada día. Así que una ya empieza a pensar que el otoño esta vez va a durar más que nunca o menos que siempre, depende —los ojos de la anciana cambiaron la panorámica del cielo por la mirada condescendiente de su acompañante—. No creo que vaya a ser yo quien pare eso que quieren hacer ustedes aquí, puede estar tranquila.

—Si lo que le da miedo es que este sitio desaparezca, no debería preocuparse. Con el parque temático se creará empleo y habrá más gente en la zona —trató de animarla con la impresión de que intentaba convencerse a sí misma.

—Escúcheme, solo le pido eso —tomó el silencio como señal para continuar—. Yo nunca he estudiado como ahora se hace, nunca, sé leer y escribir y soy de las pocas de mi edad que pudieron hacerlo. Toda mi vida la he pasado aquí, con mi familia y mis vecinos, que eran mis amigos. Muchas veces le gritaba a mi pobre marido que nos tendríamos que haber ido a la ciudad, que allí se vive mejor. ¿Sabe lo que él siempre me decía? Que en la ciudad moriríamos y ni siquiera nos daríamos cuenta. Cuánta razón tenía mi Carmelo. Aquí todos los que nos hemos quedado nos hemos agarrado al pueblo como si fuera más cuerpo que estos huesos que ni capaces son ya de sostenerme. Aquí nos ayudábamos entre todos porque todos nos conocíamos y el fracaso de uno era el fracaso del pueblo. Cuando hacía calor se dejaban las puertas abiertas para que además del aire corriera algún amigo a saludar o a pasar la tarde. Funcionábamos, nos bastábamos con lo que teníamos y vivíamos tranquilos. Luego los hijos empezaron a irse y con ellos la oportunidad de mantener el pueblo vivo, pero bueno, por lo menos venían de vez en cuando. El final empezó cuando muchos de los nietos solo tenían abuelos en verano y nadie quiso hacerse cargo de los negocios familiares. De eso hasta el día de hoy, a estar yo ahora mismo sentada con usted, no hace tanto como puede creer.

—Entiendo lo que dice, pero al final ese es el transcurso de la vida. No creo que se pueda evitar lo que, por naturaleza, es inevitable. No puede culparnos a nosotros por intentar hacer algo bueno con este espacio —la joven dejó que los argumentos que había escuchado en boca de su padre hablaran por ella, acechada por la voracidad de una realidad que comenzaba a sentir como tragedia.

—Imagino que, en su barrio, cuando cierra una tienda, una gasolinera o su banco ustedes cogen y se van al más cercano, que les pillará dos minutos más lejos. Entiendo que cuando un piso está en venta ustedes se despiden del antiguo vecino, si es que han llegado a conocerlo, y le dan la bienvenida en el ascensor al nuevo. Igual que, supongo, alquilan una casa rural apartada de la contaminación en cuanto tienen oportunidad y se quejan del estrés de la ciudad mientras pasean por un campo lleno de unas plantas que, les dice el móvil, son girasoles.

—Si pudiera hacer algo por ayudarla, le prometo que lo haría —fue todo lo que la joven alcanzó a decir, además de su nombre, mientras combatía con las lágrimas que preveían los siguientes instantes.

—Querida Inés, usted debería saber a estas alturas que no espero nada de nadie. Hace tiempo que tengo asumido que mi hoja caerá. Me consuela saber que irá a parar al mismo lugar en el que descansan las demás. Así debe ser… Así es —comenzó a sentirse algo mareada.

—Siento mucho que todo tenga que acabar así. Cuídese allá donde esté, Rafaela, solo le pido eso. Le prometo que yo cuidaré de sus recuerdos —balbuceó mientras acariciaba el bramante que se había desprendido de su silla.

La anciana parpadeó repetidas veces mientras observaba a Inés hasta que el corazón le regaló un instante de verdad.

—Inés… ¿Le has dicho a tu padre que estás aquí? —dijo agarrándole la cara con las manos temblorosas.

—Hace unos días me preguntó, pero le dije que solo vengo a adelantar con todo el papeleo. No quería dejarte sola, abuela —confesó con palabras entrecortadas mientras se aferraba al contacto de Rafaela.


—Cuida de todo lo que fuimos aquí, cariño. Te lo ruego. No dejes que caiga en el olvido —logró decir con un hilo de voz.


Como tantas otras veces, la joven se lo prometió. Sin embargo, una semana después, Inés fue testigo de la mimetización de Rafaela con el lugar que la había visto nacer, crecer, enamorarse, tener hijos, sonreír, creer, evocar y perder. Inés llamó a su padre entre sollozos y, antes de colgarle, le dijo una sola frase:


—Acaba de desvanecerse la última hoja de este otoño.