Autobiobibliografía, o la crítica como autobiografía
Autobiobibliografía, o la crítica como autobiografía
“Yo no elijo, soy elegido”, escribió hace ya más de seis décadas el filósofo chileno Luis Oyarzún en su Diario íntimo, para referirse a su vida afectiva y, como propuso su editor, el crítico Leonidas Morales, para marcar la propia relación con la escritura diarística, que se le imponía por sobre otros posibles formatos. Y es que da que pensar, la frase. Nos creemos dueños de nosotros mismos, pero la verdad es que somos y estamos sujetos: a los sentimientos, a la historia, a la memoria, a los vaivenes del mundo. ¿Qué tan dueños somos de lo que amamos, de lo que escribimos? Se me viene la frase a la cabeza para pensar, también, las relaciones que establecemos con la investigación literaria, porque de alguna manera creo que también fui elegida por mis temas y no al revés, y que ellos se fueron abriendo paso en mi imaginación y mi curiosidad como si vinieran en un tren, inevitables todos y uno tras otro, encadenados por un movimiento demasiado rápido, que a 30 años de trabajo me cuesta delinear.
Pertenezco a la generación lamentablemente llamada “hijos de Pinochet”, los y las que pasamos la infancia y adolescencia bajo esa dictadura, por lo que casi todos mis primeros trabajos fueron sobre esto: la violencia de esos años y sus representaciones. Recuerdo que todavía en el grado, en que estudié periodismo, propuse investigar al grupo teatral Ictus, nacido en los años cincuenta, pero con un claro perfil político a partir de los 60 y un lugar fundamental en los años más cruentos del tirano. Otras violencias me condujeron al feminismo: la palabra “género” ya significaba mucho para mí en 1995, cuando hacía mi tesis de Magíster sobre el cuento chileno durante la dictadura y buscaba marcas de la represión, la violencia y la censura, en un corpus de antologías, en que quise introducir una mirada atenta al género y las autorías femeninas. Esta veta, más el hallazgo de las escrituras del yo en un seminario que me cautivó, hicieron que en el doctorado me esforzara porque alguno de mis profesores se entusiasmase con Frida Kahlo (quería yo sumergirme en su diario). Era la Facultad de Filosofía, en la Universidad Complutense de fines del siglo XX, y la propuesta que recibí de vuelta fue que estudiara a un autor que me parecía casi imposible, de tan canónico: Jorge Luis Borges.
Reconozco que la lectura de la obra completa borgeana me marcó mucho más de lo que hubiera esperado. Leer todo lo que escribió un mismo autor es como recorrer un edificio demasiado grande y laberíntico, pero de tanto dar vueltas ya comienzas a reconocerlo, a apropiártelo y finalmente, te sientes cómodo dentro, como si hubieses vivido todo el tiempo ahí. Una amiga que por ese tiempo hacía su tesis doctoral sobre Perec, me decía que llegó el momento en que un día sintió el teléfono mientras trabajaba y al ir a contestar, casi le extrañó que no fuera él. Locuras en las que caemos los críticos.
Vuelvo a mi propia tesis doctoral: pensar la autobiografía en la literatura te lleva a posturas exageradas. Es usual que les pregunten a los escritores cuánto hay en sus obras de autobiográfico, como si pudieran responder “un 38%, un 74,56%”. Algunos simplemente dicen que nada. Otros, que cada cosa que escriben, incluso las más fantásticas, insólitas o metafísicas, son autobiográficas. No me importó nunca mucho lo que los propios autores pudieran decir de esto, pero sí me atrajo toda aquella crítica que interpreta la autobiografía como un tropos, como parte de una maraña retórica que espejea en su lector: Paul de Man y su idea de la prosopopeya, fundamentalmente. Pero también Derrida y la deconstrucción de la firma y el nombre propio y sus ideas acerca de la herencia, Foucault y el pensamiento del afuera para pensar lo escritural. Cuando trabajas a un autor es como llevarte un ramillete bien combinado de la floristería: ciertos autores, en ciertas épocas, combinan bien con otros. En ese apretado ramillete perdí de vista la teoría feminista, a la que volvería al terminar el doctorado, en las primeras investigaciones que pude levantar en Chile, en que nuevamente la cuestión era la autobiografía, pero ahora de autores y autoras que eran escasamente leídos como “literarios” y sí profusamente empleados desde la historiografía. Me interesaba sobre todo el emerger de las autobiógrafas chilenas en la primera mitad del siglo XX. Por entonces decía que me interesaban solo autores muertos. La amistad —y el amor, pero esa es otra historia— pusieron ante mí la posibilidad de escribir crítica mediática. Comencé, entonces, a leer con más interés a los vivos, y sobre todo a las escritoras contemporáneas, sin dejar que aquella otra rama de ideas que me había interesado —las imposturas borgeanas, las falsas autobiografías y biografías, los vericuetos de la relación entre autoría, nombre propio y firma, la opacidad de la autoficción— desapareciera de mi trabajo. De hecho, intenté hacer un mix, al introducir reflexiones feministas y latinoamericanistas en un libro reciente, El espejo del gólem. De la biografía a la fábula biográfica, donde trato un corpus de raíces europeas y una suerte de tradición que al menos hasta ahora no incorporaba a las mujeres. Quiero mucho ese libro, aunque sé que es algo bizarro, precisamente porque reúne muchos de mis intereses y porque con él intenté torcer algunas convenciones, no solo por la inclusión de algunos nombres de escritoras (María Moreno, Valeria Luiselli, Verónica Gerber, Maria Gainza), sino también porque procuré, muy a conciencia, establecer nuevas relaciones, que desmontaran y reconectaran una constelación de lecturas que en sí constituían, hasta ahora, un pequeño y excluyente canon. Me interesaba, además, entender cuál era el propósito de escribir una biografía de un personaje imaginario y en el camino encontré muchas respuestas no solo sobre eso, sino sobre las relaciones más amplias entre escritura y vida.
Un capítulo especial en el trabajo de autobiografías y biografías lo ha tenido la infancia. A veces creo que todo lo que he estudiado se reduce a que tuve una de esas infancias enfermas y lectoras que abundan en la literatura. La relación entre poesía e infancia es un tópico, que la escritora María Negroni sintetiza así: “la poesía es la continuación de la infancia por otros medios”. Alejandro Zambra ha escrito recientemente un libro extenso, Literatura infantil, creo que con esta misma premisa. Yo me acerqué a las infancias literarias intentando comprender mi propia infancia mal resuelta, pero también, nuevamente, algo más sobre la escritura misma. “El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee”, escribió Ricardo Piglia. Y yo le creo.
En los últimos cinco años trabajé en torno a un corpus de narradoras latinoamericanas contemporáneas, muchas de ellas nacidas en los mismos años que yo. Después de leerlas y tratar de entender sus lecturas apocalípticas pero también, muchas de ellas, profundamente utópicas y esperanzadas, hoy me interesa volver a las, los muertos, y repensar la historiografía literaria. En los últimos años me invitaron a participar en dos historias de la literatura chilena y en la Historia feminista de la literatura argentina y siento que una vez más el tema (la vida, la literatura) me está eligiendo para tratar de seguir desmantelando, desde el feminismo, los sesgos del canon, particularmente en la literatura chilena. Para eso hay que conocer ese canon, tratarlo como un artefacto más inesperado y explosivo de lo que solemos pensar. Y en eso estoy.