La boda es en Penyafreda
La boda es en Penyafreda
Los últimos de la familia Casamitjana se resisten a salir de la iglesia. El cura de Penyafreda, de a poco, lucha por guiarlos hacia la puerta maciza. Va predicando, con el dedo índice por delante de su palabra: Si ya estaba escrito en los Salmos, “cercano está el Señor a los quebrantados de corazón”, por favor, dejad que la joven se reconforte en la soledad del templo. Los invitados omiten el discurso del religioso y ponen la oreja en unos murmullos superiores.
Una mujer de vestido rosado, y con un recogido que promete el sueldo de cualquier peluquero, echa la mirada a la pequeña de los Casamitjana. Ella, sentada en los escalones del altar con el vestido arrugado hasta las rodillas, se lleva las manos a la cara. El padre y el hermano se apartan a un lado de la nave central, susurrándose y moviendo los brazos con urgencia. La señora susurra: Yo lo siento, pero es que no se puede ir de fresca por la vida, que luego pasa lo que pasa. Pero qué dices, Maritere, reacciona otra invitada con un peinado menos pomposo. Lo que oyes, se aproxima la primera, que esta es igual que la madre. Déjate de tonterías, se aparta la otra, si el novio no ha venido es porque le habrá entrado el miedo. Un poco más adelante, un señor canoso y con bastón va refunfuñando: Tanto viaje para nada. Pues sí, con lo que ha costado llegar, le da la razón su mujer que, entrelazada a él, va marcando el compás de cada paso. En la puerta, dos jóvenes cuchichean. Y cómo fue, pregunta uno. La otra, visiblemente incómoda en un vestido demasiado ajustado, se explica: Primero pincharon, y mi madre ya estaba gritando “Mal augurio, hoy no hay boda”, pero es que al rato de estar todos parados, porque, claro, por el camino no cabíamos, llega de frente uno con una grúa que, cullons, qué bueno estaba. ¿Cómo de bueno?, pregunta el amigo arqueando las cejas. Bueno, bueno de querer que te dé una vuelta en su grúa, pero espera, que el caso es… ¡Hija, vámonos!, le grita su madre desde el exterior. ¡Que sí, que ya voy!, bueno, que llega, va a apartar el coche y en vez de dejarlo en el lado libre lo deja en el contrario, que está el pantano. ¡Non fotis! ¿Y el coche entonces? ¿El coche?, ladera abajo, a cámara lenta, al agua. El amigo se ríe y juntos salen del templo. La última mujer en salir no cesa de dar explicaciones al cura: No, padre, mi hijo estaba decidido a venir. ¿No tuvo dudas?, le pregunta el religioso. Los últimos días, lo normal siendo tan jóvenes, ya sabe, yo lo notaba como turbado. Una amiga de la madre se acerca: Lo que pasa es que él descubrió que la muchacha tenía un amante. Pero qué dius, qué amante ni que amante, protesta la madre. Que sí, que la han visto con el Josep. ¿El de los Campanya?, pregunta el cura. Ese. El clérigo no puede esperar más y declara: Señoras, lo mejor que pueden hacer es buscar al novio y exigirle explicaciones, uno no puede dejar a Dios esperando de esta manera.
Un nombre incierto se hace eco en la nave central, algunos murmuran: Josep. Otros se decantan por condensar todo su pasado y su futuro en un: Campanya. El volumen del barullo aumenta según avanza entre los invitados. No tiene pérdida. Su camiseta de tirantes y el mono azul por las caderas; las marcas del sol y los chorretes del sudor. El cura le intenta atrapar por el brazo y con los ojos incendiados le grita: ¡Este es un lugar sagrado! Josep se zafa de él. ¿Cómo te atreves?, continúa el religioso, pero él corre hacia la novia.
¿Le dijiste que es mío?, pregunta acuclillado a los pies del vestido. Ella asiente y se aparta las manos de la cara. La tiene hinchada. Te lo dije, titubea él, te dije que, si se lo decías, si se lo decías, no vendría. Estaba seguro de que también podía ser suyo, dice la novia. Josep se altera: ¿Cómo? ¿No decías que hacía tiempo que no… Sí, más o menos, duda ella, pero alguna que otra noche… Eso. Y se echa a llorar, tapándose de nuevo la cara. El pequeño de los Campanya se sienta junto a ella en el altar y la toma de las manos para decirle, con tono dulce: Eh, pequeña ―como a un bebé―, tú sabes que yo sí voy a estar ahí, ¿no?, que el niño va a tener un padre. O niña, señala ella. O niña, sí, asiente él, secándole una lágrima que se escapa traviesa por la mejilla. Llamada por el padre de Penyafreda, la dama de honor, de vestido azulado, recorre todo el camino hasta el altar y le increpa: Pírate, Campanya, ya la has liado suficiente. Vaya, Núria, saluda Josep, yo también me alegro de verte. ¡Que te vayas he dicho!, insiste la joven. El padre de la novia y su hermano llaman a Josep. Ahora vuelvo, le dice a la pequeña de los Casamitjana, y se lo llevan hacia la capilla lateral.
Oye, empieza Josep, perdonad lo del coche, no sé qué pasó, no estaba pensando…, No, ya, señala el hermano. No sabes lo que has hecho, interviene el padre amenazante. Papá, le frena el hermano, déjame a mí; a ver, Josep, dice cogiéndole por los hombros, ese coche era de mi abuelo y todavía andaba y todo. Ya, ya, lo siento, se excusa el Campanya. ¡No!, dice áspero el hermano, no lo entiendes, que te vas a venir esta noche a sacarlo del agua. ¿Esta noche? Sí, esta noche, ahora habrá que llevar a toda esta gente a cenar algo, digo yo. Sí, porque estarán contentos…, suspira el padre.
Cuando cae la noche y los invitados se despiden, la novia se dirige al hotelito de Penyafreda, perfecto para una noche de bodas; algo inapropiado, sin embargo, si falta el novio. Antes de subir a la habitación, la novia le dice a Josep: ¿Seguro que no quieres dormir conmigo? Él, sintiendo en la nuca el aliento del padre y del hermano, niega: No, me-mejor no, ya ha-habrá otros días. A la novia se le suma la dama de honor, a lo que Josep añade: No vas a estar sola, ves, bona nit. Y guiñándole un ojo a la otra: Cuídamela bien, ¿eh, Núria?
Momentos más tarde, padre, hermano y amante van montados, un tanto prietos, en la grúa de Josep. Ahí abajo, indica el padre. No resulta sencillo posicionar el vehículo, hay poca luz. El hermano se presta a ayudar. Baja y se desliza, con cuidado, hasta la orilla, desde donde ilumina con la linterna del móvil. No hay mucha pendiente. La grúa se va acercando al agua. Por suerte tampoco hay mucha profundidad, aunque a Josep le cuesta engancharla a la parte trasera del coche, que está totalmente hundida. Eleva el vehículo y avanza de nuevo hasta el camino. Una vez cumplida su tarea, el joven suelta el coche de golpe, pero el gancho arranca de cuajo la tapa trasera. Como reacción, el padre le propina tal empujón al joven que lo estampa contra la puerta. ¿Pero a ti qué cullons te pasa?, se defiende el golpeado, ¡que eso se arregla! El hermano corre a ver el estado del coche. Está lleno de agua y chorrea por todos sus orificios.
Josep, le dice el padre, escúchame atentamente, ¿tú quieres a mi hija? Sí, asiente encogido todavía contra la puerta. ¿Y tú eres el padre de la criatura que lleva dentro?, continúa. Eso no se sabe… Sh, le calla. Tú, asegura, tú eres el padre, sí. Pues ya que eres nuevo miembro de la familia Casamitjana y que en esta familia todos cuidan los unos de los otros, hasta en los peores momentos, nos vas a ayudar, ¿no? El joven permanece callado. El hermano grita fuera: Papá, hòstia, ven a ver. Espérate, hijo, grita el padre haciendo un gesto con toda la mano. Luego devuelve su mirada a Josep y le da dos palmadas firmes sobre el muslo. Bien, dice, yo lo digo porque el novio de mi hija, ¿ese mamarracho que no se ha presentado hoy en la iglesia?, ese, ese no era un buen Casamitjana. Descubrió cosas, ya sabes, cosas necesarias para que uno pueda ganarse la vida, cosas de la empresa, ¿entiendes? Hay un silencio. He dicho que si lo entiendes, insiste. Sí, sí, responde rápidamente Josep, pero no sé a dónde quieres llegar. Espera, espera, le calma el padre, la cosa es que él las sabía, y las iba a contar, y si lo contaba no habría más masía en el campo, ni casa en Cap Ferret, ni pisito en el barrio de Gràcia, nada de eso. Me explico, ¿no? Ese descerebrado quería acabar con todo. El padre de la novia hace una pausa para encenderse un cigarrillo. Tras la primera calada sigue: Los Casamitjana, ante todo, somos personas dadas a la palabra, claro, por eso fuimos a hablar con él, pero no, càgum Déu, no hubo forma, no-hubo-forma. Vuelve el silencio. El padre no deja de mirar al frente, con la mirada serena, y apaga su cigarrillo, todavía a medias, sobre el salpicadero. Volviendo a mirar a Josep, dice: A lo que yo quiero llegar es… Tú nos ayudarías con este tema, ¿no?, porque nosotros intentamos dialogar, si eso asustar un poco hasta que fuese la boda, pero tú… ¿Pero yo?, pregunta el joven. Tú eres el mayor causante… Bueno, déjalo, ahora ven a ayudarnos con el coche. Ambos se bajan. El hermano está encajando la tapa que ha logrado descolgar del gancho de la grúa. Pa-Papá, dice tembloroso, está todo, to-do, inundado. Lo imaginaba, hijo, lo tranquiliza el padre, pero Josep nos va a ayudar, ya lo hemos hablado. ¿Ah, sí?, se sorprende el hermano de la novia. Sí, dice Josep, si solo es agua, no es tan complicado. Sí, baja la voz el otro, solo agua.
El pequeño de los Campanya se acerca y agarra con decisión la tapa chorreante. Pero se queda mudo en cuanto la levanta. Mare de Déu. Ante sus ojos encuentra un joven arrugado, como un nudo marinero mal hecho; un joven trajeado; un joven disuelto y ahogadito en el agua sucia.
Paula Mendieta Martínez