La poesía es un lugar que no conoce fronteras ni edictos de expulsión
La poesía es un lugar que no conoce fronteras ni edictos de expulsión
En un presente tan golpeado (estos días con la terrible invasión de Ucrania por Rusia y más de 60 guerras activas en el planeta que no quiero olvidar), la poesía nos devuelve palabras permanentemente necesarias. Escribía Miguel Hernández:
Tristes guerras
si no es amor la empresa.Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.Tristes. Tristes.
Le daré la razón al poeta de Orihuela: solo es deseable la “muerte del amor”, el gozo mismo del encuentro amado.
Hace cuatro mil años, a quien conocemos como Enheduanna ya habría compuesto poemas, en la ciudad de Ur, en los que se hacía presente la destrucción de la batalla y sus cantos fúnebres. Desde la antigua Mesopotamia a la actual Siria, poetas de tantos lugares han mostrado su solidaridad ante las guerras en versos dolientes. Yo misma escribí para Katsikas en la memoria (2017), que editó en Salamanca la Asamblea de Apoyo a las personas migrantes, un breve poema:
Pedacito de ti. Tela muy rota. Sábana que te envuelve en sus escombros, sus casas arrodilladas, las nubes detenidas contra el suelo por un gas químico que las hace orinarse y mojarte sin querer.
Despiertas empapado y quieres volver a taparte pero no puedes. Pedacito de tela y de país. Jirón de viento.
Habla la noche su lengua incomprensible. En un idioma que apenas conozco, llamo a todos los imanes para que convoquen a dedales y alfileres. Que despierten las modistas de su sueño muy pobre. Las pantaloneras. Los sastres de las mañanas hilvanadas. Las costureras con su aguja muda. Que entre todos remienden ese mapa, ese retal tatuado a tu dolor.
Si pudo ser sudario –Siria rota, madeja enmarañada–, que sea brizna y lienzo, cachemir que abraza suavemente tus rodillas. Late en ellas, en su fervor de estambre, la piel deshilachada de la infancia.
El gran César Vallejo dejó escrito que “Al fin de la batalla/ y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/ y le dijo: «No mueras, te amo tanto!»/. Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo”, en su poema “Masa”. Y en “Invierno en la batalla de Teruel”: “horrísima es la guerra, solivianta,/ lo pone a uno largo, ojoso;/ da tumba la guerra, da caer”.
Me repito hoy estos versos (da tumba la guerra, da caer) porque sé que leer poesía, estudiarla –incluso escribirla–, es oxígeno para quienes se acerquen a este lugar que no conoce fronteras ni edictos de expulsión. Empecé a escribir poesía siendo adolescente y la dedicación a la Filología Hispánica se ha convertido en un modo gozoso y complejo de transitar la vinculación entre la vocación profesional y la escritura. No ha sido fácil, no lo es tampoco en el presente. He debido recordarme muy a menudo que la escritura académica puede ahogar (casi) cualquier atisbo creativo, que las exigencias estrictas del trabajo universitario sofocan con facilidad el deseo de abrir otros modos en el lenguaje. He vivido largos periodos de anemia poética porque las demandas laborales se imponían. Pero a la vez, la Filología Hispánica es una cantera tan prodigiosa para dedicarle el tiempo a las palabras que nos sostienen, que cualquier esfuerzo ha sido pleno, ha tenido sentido.
Porque en la poesía siempre hay voces que recuerdan la dignidad, la ira y la rabia; que dan consuelo y aliento, que enfrentan la infamia y las heridas del presente, las del pasado, las del futuro. Porque cada quien puede encontrar quien lo acompañe, con sus palabras vivas, bajo el cielo. Porque en su poema “Vietnam”, Wislawa Szymboska hacía visible la herida insoportable de la guerra y el asidero inmenso de la maternidad, este territorio al que también pertenezco:
MUJER, ¿CÓMO TE LLAMAS? —NO SÉ.
¿Cuándo naciste, de dónde eres? —No sé.
¿Por qué cavaste esta madriguera? —No sé.
¿Desde cuándo te escondes? —No sé.
¿Por qué me mordiste el dedo cordial? —No sé.
¿Sabes que no te vamos a hacer nada? —No sé.
¿A favor de quién estás? —No sé.
Estamos en guerra, tienes que elegir. —No sé.
¿Existe todavía tu aldea? —No sé.
¿Estos son tus hijos? —Sí.
(Traducción de Gerardo Beltrán).
Porque toda forma poética dice (o contradice) de algún modo su tiempo. Porque en toda forma poética se aloja alguna de las posibilidades de lo humano (y nos ayuda a re-conocerlo). Los debates permanentemente actualizados acerca de si es posible el compromiso en la poesía y cómo debería articularse, incluso los debates estéticos sobre la insustancialidad de los debates estéticos (especialmente en el contexto del capitalismo tardío y la inane acumulación de pantallas) me interesan mucho menos que recordar y recordarme que ante cualquier crisis (sanitaria, económica, ecológica, bélica), la poesía siempre responde. A cada cuestión responde, porque se alza ante la muerte al tiempo que reconoce que la muerte es sustancia y parte de un continuum en el que somos y dejamos de ser. Su posibilidad es permanente. En un escenario de tanta incertidumbre y que tanto nos exige, no olvido que mi condición de profesora e investigadora de la Universidad de Salamanca, y que mi propia respiración como autora caminan hacia ese espacio comunal, compartido, sin fronteras ni edictos de expulsión que es la poesía: aquella que nos permite respirar en los días de escombro, las noches de la guerra.
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