Escenificación de un periódico huérfano. “La crónica francesa”, Wes Anderson
Escenificación de un periódico huérfano. “La crónica francesa”, Wes Anderson
La crónica francesa
Director: Wes Anderson
Elenco: Bill Murray, Adrien Brody, Frances McDormand, Tilda Swinton, Benicio del Toro, Léa Seydoux, Timothée Chalamet, Owen Wilson
Duración: 1h 43min

La cinematografía está marcada por la evolución progresiva de los medios físicos y tecnológicos empleados en la producción de largometrajes especializados en los que el deseo de asemejarse lo más posible a la realidad, aún dentro de la ficción, ha permitido que el espectador disfrute de horas y horas de entretenimiento audiovisual. Este desarrollo del séptimo arte nos ha brindado la oportunidad de conocer a multitud de directores, cuyo fin artístico ha sido elaborar películas dignas de la aclamación de un público masivo a través del mejor despliegue técnico y práctico. Sin embargo, también podemos encontrar un grupo de autores que han buscado acotar el perfil del espectador medio al que va dirigido su capacidad creativa, aquellos que han fundado una corriente propia, característica e individualizada. Así es, toda la palabrería anterior ha sido empleada para presentar al director de esta película: Wes Anderson (1969), quien indudablemente pertenece al segundo grupo mencionado.
Esta es la historia de La cónica francesa, un periódico semanal publicado en la región de Ennui (Francia) que debe su origen a una columna de viajes integrada en un diario dominical americano que dirigía el padre del actual director: Arthur Howitzer Jr., nombre que parodia a cierto editor húngaro. La narrativa de la obra se presenta con la estructura natural de un número del periódico, con el detalle de que esta entrega es la última, pues es escrita por los propios redactores tras la muerte del director tal y como se muestra al final del filme (lo que da a la película un carácter cíclico). Este último semanal en particular está encabezado por un obituario en honor a su difunto director, un hombre recto quien prioriza la integridad de sus redactores por encima del éxito y que predica una máxima: “Intenta que suene como si lo hubieras escrito así a propósito”.
El resto del cuerpo está saturado por una pequeña guía de viajes de la región francesa y tres relatos de mayor extensión. Cada una de estas historias tratan un tema diferente, pero todas ellas se escriben bajos los tintes y la perspectiva de Anderson, quien no pone límites a su libre albedrío como director y se eleva a su máxima potencia mediante: personajes estrafalarios con fines lícitos, pero absurdos, que sufren de una incesante verborrea, no justificada en ocasiones, que rompe con las reglas de la prosodia; escenarios teatralizados que pueden ser manipulado en tiempo real en los que prima una composición simétrica en la que se cuida toda clase de detalles; un uso de la cámara en el que el enfoque queda estático y son los elementos en acción quienes están dotados de toda la dinámica de movimiento; y la incorporación de recursos poco empleados en la gran pantalla, como la alternancia de idiomas, la introducción de escenas ilustradas (casualmente aquellas que habrían supuesto mayor esfuerzo económico y físico), el contraste de blanco y negro, el uso de rotulaciones, la esquematización de espacios, la fragmentación de la pantalla, o la ruptura de la cuarta pared (cabe destacar un momento en el que, literalmente, un personaje da el relevo a su versión adulta en medio de la escena para representar el paso de los años). Todo ello representado bajo un tono cómico que enmascara a la perfección las verdaderas críticas político-sociales que guarda la película en su interior.
En hoja a color se presenta Sazerac, reportero a bicicleta que nos muestra la rutina de las calles de Ennui mediante un recorrido contrastivo entre el pasado y el presente. Se interesa por los aspectos más sórdidos y mundanos de la ciudad, por lo que su elenco está formado por rufianes juveniles, prostitutas experimentadas y ancianos demacrados. La partición de la pantalla nos permite ver de forma simultánea las diferencias que muestra la actualidad con respecto al pasado a causa de la gentrificación social, aspecto que muchas veces supone un problema para la ciudad. A nivel escénico, es increíble la importancia que se le da al espacio por encima de la figura humana.
El primer relato pertenece a la sección de artes y artistas, cuya trama se narra a modo de exposición en un congreso en el que se habla sobre la obra: “Diez murales de carga en hormigón armado”, pintura llevada a cabo por Moses Rosenthaler, artista a tiempo completo durante su cadena penitenciaria por acusación de homicidio múltiple. No obstante, lo interesante de este relato no es el producto final, sino su proceso, pues para pintar estos murales Moses necesitó a su musa, Simone, quien fue a su vez su amante y su centinela dentro de la cárcel. Pero, hablamos de un romance no correspondido, por parte de ella, que no cruza la barrera de lo meramente carnal. Así, la relación que se teje entre ellos, cómica en muchos momentos, está formada por una figura dominante (Simone) y una sometida (Moses). El asesino solo cumple su labor de artista por instrucciones de su ruda amada, a quien le interesa que pinte su obra por la dotación económica. La persona que está interesada en dicha obra es Julian Cadazio, preso por fraude fiscal que personifica la desvirtuación del arte, ya que él mismo admite no entender la pintura de Moses; solo le interesa obtener beneficios económicos y sociales de ello. Se contraponen así las dos partes que forman la ácida crítica que profiere Anderson al mundo moderno del arte: su visión como una forma de supervivencia en esencia y su visión como un mercado fraudulento y especulador.
El segundo relato se adscribe a la sección de política y poesía, y basa su hilo narrativo en la revisión de un manifiesto escrito por los estudiantes de una universidad, cuyo objetivo es reivindicar su derecho de acceder a la parte femenina del complejo. Es decir, es un conflicto político-académico impulsado por la revolución de las hormonas en el que el campo de batalla es el tablero de ajedrez y el lema del bando adolescente dicta que: “los niños están enrabietados”. Lucinda Krementz es la reportera encargada de abordar esta noticia, quien no cumple con la neutralidad periodística y se pasa al bando lascivo, en el que se encama con el jefe de la revuelta en miniatura y ayuda a redactar el manifiesto. De esta forma, se critica tanto al periodismo como a todo lo que rodea al ámbito militar, ya que se nos presenta una situación que pretenden ser seria, pero no lo es, en la que el militarismo solo muestra un aspecto positivo, la jubilación anticipada. Además, el protagonista de este relato da mucha más importancia a cómo está escrito el manifiesto (su poética) que a lo que este realmente significa.
Por último, el tercer relato corresponde a la sección culinaria de sabores y aromas. En este caso la historia es narrada en un programa de televisión directamente al espectador por Roebuck Wright, un reportero negro, homosexual y con memoria eidética. El argumento es el menos elaborado de los tres, el cual cuenta el secuestro del hijo adoptivo de un comisario policial y el proceso de su salvación; lo más interesante son los paralelismos que se establece entre el mundo de la cocina y la militancia policial. Sin embargo, puede ser el relato con la crítica más humana, puesto que ataca de forma encubierta a los comportamientos homofóbicos y protege la figura del extranjero, al que se muestra como persona solitaria que busca durante toda su vida algo que le falta, algo que tuvo que dejar atrás.
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