Mi amiga la belga
Mi amiga la belga
Viene mi amiga la belga, dijo Gonzalo.
No era la primera vez que la mencionaba. Hacía un par de años, al acabar una jam, contó la historia. Era una chica joven, con la cabeza medio perdida, con la que se había bañado desnudo en un lago. No sé si fue en Bélgica. La tercera cerveza hace que mi memoria sea selectiva, y aquella noche iba por la cuarta. Ni siquiera estoy seguro de si es verosímil decir que un cincuentón y una veinteañera se bañaron sin ropa en un lago belga. No por los nudistas, sino porque desconozco si el lago existe (aunque alguno debe haber).
La historia quedó así, en el aire. Pertenecía a ese grupo de anécdotas que no sabemos si creer o no. Las aceptamos por curiosas. Gonzalo, que había decidido hacerse batería tras un accidente que casi lo mata y que lo llevó a una sobriedad forzada, estaba hecho de ficciones.
A veces, me sentía ridículo en el escenario junto a él. Entrando en la treintena, me creía casual con mis vaqueros y mis camisetas gastadas, lejos de la formalidad en la que vivían mis amigos del colegio, casados y con hijos. Pero me veía serio y maduro en comparación con Gonzalo. Sus camisas manchadas, sus pantalones rotos, su chupa de cuero, todo parecía venir de la Movida de los ochenta. A pesar de que llegó tarde para experimentarla en carne propia, en su juventud había emulado el espíritu de la época desayunando chupitos de orujo y probando cualquier cosa que lo alejara de una realidad abrumadora.
Pasábamos las noches en El 14 de Conde Duque, tocando con Román, un guitarrista argentino que dejó su trabajo de arquitecto para ser como su héroe, B. B. King. Yo, al bajo. Gonzalo, en la batería. El garito era un refugio. Empezaba mi vida de desempleado y los hermanos que llevaban el lugar, Santi y el Bolu, me brindaban cerveza gratis. No les pesaba. El verdadero negocio estaba en la parte de atrás, donde vendían farlopa a metaleros y góticos que iban desde los bajos de Argüelles.
Entonces, vino la pandemia.
El globo había empezado a desinflarse hacía rato. El bar cada vez tenía menos cervezas y Santi se quejaba constantemente. Los músicos iban a tocar, no a beber. Entraba poco dinero y ni las drogas ayudaban al negocio. Un mes de cuarentena aceleró la muerte de El 14.
Dejé de ver a Gonzalo. Como todos, me encerré en mi piso. Ganaba algo de pasta dando clases de música virtuales y escribiendo biografías de millonarios para una pequeña editorial americana. En lo que nos dejaron salir, volví a la calle. Tocaba en donde me dejaran, con quien pudiera, el estilo que fuera necesario. Apenas sobrevivía. Pasaron los meses y, en marzo, el bar reabrió. Ya no era El 14. Un amigo, el mismo que me había llevado por primera vez al lugar, decidió salvarlo y lo bautizó como el Fak Club. Además, me contrató como camarero, sonidista y músico residente.
El batería tardó en reaparecer. Sin embargo, acabó por presentarse en una de las jams. Es como dicen en la peli: si lo construyes, ellos vendrán.
Había duplicado su tamaño, y eso que ya era un tío grande para empezar. La pandemia tuvo efectos distintos en cada uno. Yo, de hecho, había perdido peso. Ahora, no podía dejar de preguntarme qué había hecho Gonzalo durante esos meses de encierro. Antes de la Covid-19, pasaba cada noche de la semana en una jam diferente. Durante el día, trabajaba en su oficina de empleado público. Sábados y domingos, se iba de excursión en su moto. Llegué a pensar que no tenía casa y que la esposa de la que hablaba, cuyo árbol familiar incluía, no recuerdo cómo, a Unamuno, era una ficción. Pero no, el matrimonio era una realidad y, como todo lo real, salió de la cuarentena trastocado y roto.
La decadencia fue progresiva e inició una noche que Gonzalo anunció que se había liado con una veinteañera. El comentario incluía cierto orgullo de macho cincuentón. La chica, que se llamaba Virtudes, era parte de su grupo de adictos a la cocaína. Mi amigo decía que la estaba ayudando. De verdad estaba enamorado, o creía estarlo, que es lo mismo. No hacía falta ser psicólogo para notar que, en realidad, él era parte de la crisis. Virtudes empezó a tener recaídas y episodios psicóticos. Decidió volver a la sobriedad y dejar a su amante.
La crisis romántica vino acompañada por dos sospechas de cáncer. Fue durante el segundo año de pandemia, la vida con mascarilla se había normalizado, la paranoia era parte íntegra del mundo. A finales de aquel verano, Gonzalo se hizo un nuevo corte de pelo. Había perdido peso. Su existencia se definía en un vitalismo inconstante que se columpiaba entre la alegría y la depresión. Yo había encontrado un nuevo trabajo, como profesor de inglés. Seguía de músico en el Fak Club, y dirigía dos jams mensuales. Cada semana, el batería llegaba dispuesto a tocar, más hiperactivo, menos centrado. No era incapaz de sostener el groove, sencillamente no cedía nada a nadie, ni siquiera a los otros músicos.
Una noche, tomando algo en un bar cerca de Atocha, le pregunté a qué se debían tantos cambios. Entendía la crisis (el divorcio, la perdida de la veinteañera, el miedo al cáncer). Quería saber si había algo más, un disparador que catalizaba el tránsito hacia esa adolescencia trasnochada.
He hecho un viaje, dijo, con la ayahuasca.
Quise saber si eso no contradecía su sobriedad. No dudó en responder que no. Esa misma noche lo dijo:
Viene mi amiga la belga.
A la luz del último año y medio, el comentario y la historia del lago adquirían un matiz distinto. No quise pensarlo demasiado. Gonzalo podía tener defectos (como todos, vamos), pero no cruzaba ciertas líneas. No que yo supiera, por lo menos.
La chica vino al bar. Era una rubia delgada y alta. Estaba con su novio, que llevaba un peinado de futbolista y un polo blanco. A pesar de un aire hippie, la belga no se parecía a la excéntrica de la historia que había contado mi amigo años antes, en la barra de El 14. Al conocerme, se rio. Debió notar mi confusión, porque explicó:
Por las historias de Gong, te imaginaba diferente.
Pasó la nochevieja y, en la primera jam del año, el batería se subió a tocar. A duras penas sostuvo la canción, estaba fuera de lugar, caótico. En la madrugada, se despidió. Había vuelto a perder peso, su cabeza medio rapaba permanecía torcida sobre su hombro, sus vaqueros estaban rotos y la camiseta, manchada. Antes de que se fuera, le pregunté:
Gonzalo, ¿estás bien?
La técnica, me respondió, es una puta mierda.
No hablo de la música, le dije.
Que ya lo sé, concluyó antes de salir, desgarbado, acomodándose su chupa de cuero y encendiendo el cigarrillo que llevaba entre los labios.