Pastoral para Philip Roth. “Trilogía americana”
Pastoral para Philip Roth. “Trilogía americana”
“Así es como vive la gente de éxito. Son buenos ciudadanos, se sienten afortunados y agradecidos, Dios les sonríe. Hay problemas, pero ellos se adaptan. Y entonces todo cambia y se vuelve imposible. Ya nada sonríe a nadie. ¿Y entonces quién puede adaptarse?” escribía Philip Roth (1933-2018) en su incontestable Pastoral americana (1997). Sin duda, él era hasta este año un escritor de éxito que no consiguió el Nobel de Literatura, dato biográfico que, leyéndolo, parece imposible. Pero lo trágico existe.
La prosa americana ha engendrado figuras enormes en su seno, en eso coinciden los intelectuales y los lectores neófitos. A saber: Auster, Kerouak, Salinger, King, incluso Twain. Muchos escritores y otros tantos lectores hemos aprendido a amar los libros mediante ese estilo ágil, profundo, entretenido, que logran los clásicos estadounidenses. Incluso el propio Dylan —de ascendencia judía, como Roth— citaba algunos de estos autores en su discurso de recepción del Nobel en 2016. Por otra parte, los paisajes, las aventuras y desventuras de los vagabundos artistas, guitarra al hombro, subiéndose sin billete a un Slow Train Coming que cruza el Mississippi, no son novedad en las novelas.
Pero Roth poco tiene que ver con fila de autores-leyenda citados hasta ahora. Sus obras recuerdan a la prosa filosófica, difícil, edificante, de los escritores mitológicos rusos como Chejov, Tolstoi o Dostoievski. La simpatía que despiertan para este judío de Newark, Nueva Jersey, se hace evidente, no solo en el modo de entender la novela como algo mucho más allá del entretenimiento, sino porque los cita a lo largo y ancho de sus libros. Este dato se hace relevante sabiendo que no encontraremos semejantes nombres en la mayoría inmensa de las obras publicadas en USA. Los motivos políticos y sociales para no citar los estandartes intelectuales de la antigua URSS son evidentes, y por eso sorprende encontrar el reflejo de estos personajes en el corazón de la prosa americana.
“La política es la gran generalizadora, y la literatura la gran particularizadora (sic.), y no sólo están en relación inversa entre ellas, sino en relación antagónica”. afirmaba Leo, un personaje secundario de Me casé con un comunista (1998). Es un buen ejemplo del modo en que Roth construye sus novelas. Como en la mejor prosa decimonónica, los personajes, incluso los más pequeños, son importantes. En unos tiempos de tanto subjetivismo romántico, o lazarillesco, en que tanto prevalece el yo y la primera persona, Roth encuentra una tercera vía. Nathan Zuckerman es su alter ego, alter mente, pero este es un escritor que siempre escucha, explica e imagina lo que dicen, lo que dijeron, lo que hubieran dicho, los demás. No hay trampas: lo narrado es solo una interpretación personal de un personaje que vive alejado del mundo en una cabaña en medio del bosque, bajo las estrellas indispensables. Los recuerdos se imbrican con las suposiciones y el todo es una amalgama que dibuja de una manera sublime los retratos múltiples de la vida, del misterio incognoscible: los lados infinitos del prisma humano.
De esta manera, se puede entender la obra de Roth como un símbolo, “un minúsculo símbolo de la infinidad de circunstancias en la vida de otra persona, de esa ventisca de detalles que forman la confusión de una biografía humana, un minúsculo símbolo que me recordaba por qué nuestra comprensión de los demás es, en el mejor de los casos, ligeramente errónea” como Nathan Zuckerman escribía en La mancha humana (2000).
Estructurar una historia a partir de otras voces que, a su vez, cuentan la historia de otros personajes que no son ellos mismos, exige la maestría narrativa necesaria para no perderse en el laberinto minoico que es una novela de este tipo. Esta clase de juegos, despreciados por muchos —quizás por la imposibilidad de practicarlos—, encuentran en Roth un nivel pocas veces alcanzado. En sus novelas, sabemos el final al terminar primer capítulo o el segundo, como ocurre en la vida. Alguien cuenta un relato al protagonista que sorprende por su desenlace, pero consigue intrigar al escritor que irá profundizando en los hechos y en las causas que dieron lugar a aquella historia. Se cumple esta premisa en todas las novelas de su Trilogía americana (Galaxia Gutemberg, 2011), colección deliciosa que recoge sus tres libros más aplaudidos.

A nivel conceptual, las tres obras de Philip Roth se sustentan sobre la paradoja. Tomándolas por el orden en que fueron apareciendo, en primer lugar, ganadora del Premio Pulitzer 1998, Pastoral americana explica la caída de Seymour Irving Levov, apodado “El Sueco” por la comunidad judía de Newark. Un ídolo de su barrio en los deportes, en los estudios, en el matrimonio. Seymour es el referente de los chavales del barrio como Nathan Zuckerman. Al cabo de los años, el escritor encuentra al héroe de su infancia y le imagina una vida de triunfos merecidos, una familia preciosa, un negocio próspero. No existe ni el más mínimo rastro de envidia o resentimiento en lo éxitos de “El Sueco”, sino la admiración más sincera. Al fin y al cabo, es un tipo ejemplar que ha vivido la vida que todo americano quiere para sus hijos: realizar todos sus sueños con honestidad y trabajo duro. Transcurren otra vez los años y en una cena de sesentones, exalumnos del instituto, Nathan se encuentra al hermano de Seymour, quien sí guarda resquemor hacia él y parece alegrarse de que haya muerto de un cáncer que, según él, le provocó su hija: una activista culpable de la muerte de dos personas en un acto terrorista. La sorpresa que le produce este hecho arranca el motor de la novela.
Al terminarla, uno piensa que el libro supone una reflexión interesante en el ámbito de lo que en Europa se conoce como la derecha y que en Estados Unidos no tiene distinción. El personaje, digno de una película hollywoodiense de autosuperación, se ve arrasado por los designios del destino: tiene en su propia hija su principal enemigo. Pero “¿qué tiene de malo la vida de los Levov? ¿Qué hay en este mundo menos reprensible que la vida de los Levov?” Seguramente nada, la tragedia también existe. En fin, un punto de vista interesante cuando se aborda filosóficamente. Así, el horizonte de expectativas que el lector configura al iniciar el segundo libro Me casé con un comunista, premiada con el Ambassador Book Award 1998, es la reformulación de los ideales del american dream. Nada más lejos de la realidad. Lo paradójico es que Roth sitúa el punto de vista en el lado contrario de la novela anterior, cuando en Estados Unidos ser comunista era legítimo, intelectual, bueno y justo: la encarnación de los ideales de Abraham Lincoln en nada menos que el socialismo soviético. La figura cenital de esta novela es Ira Ringold, maestro durante la adolescencia de Zuckerman, el cual se ve envuelto en problemáticas diversas en la época naciente del macartismo, que acabaría con todo rastro socialista y con la vida del mismo Irion, el hombre de acero.
Todo esa iconografía se termina al llegar a la universidad: “—¿El arte como un arma? —me dijo la palabra arma llena de desdén y ella misma un arma—. ¿El arte como la postura correcta en todo? […] ¿Quién te ha enseñado que el arte está al servicio del pueblo? El arte está al servicio del arte y de lo contrario no hay arte que merezca la atención de nadie”. Pero al joven Zuckerman le seguirá inspirando el mundo del trabajador medio, “el duro mundo de la gente hasta el cuello, siempre endeudada, siempre pagando algo”.
Resulta llamativo encontrar una coincidencia biográfica entre Philip Roth y el protagonista del libro dentro del libro Me casé con un comunista que dicta la exmujer de Ira Ringold a unos editores amigos, y que supone la caída en desgracia del actor radiofónico. Es un caso paralelo al que escribió la exmujer de Roth, la actriz Claire Bloom, y que llevaba por título Leaving a Doll’s House (1996): unas memorias no demasiado amables sobre la convivencia con el escritor estadounidense. Sin duda, utiliza a su alter ego, o alter mente —como él lo llamaba—, Nathan Zuckerman, como intermediario entre la realidad y la ficción, pero también a otros personajes, sino todos.
En La mancha humana, Premio Faulkner 2001, el recurso de la paradoja conceptual alcanza el culmen en la narrativa de Roth: Coleman Silk es expulsado de la universidad como decano y profesor en lenguas clásicas por pronunciar, de entre todas las formuladas durante sus años de docente, una pregunta escueta y sin importancia en el aula: “—¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han hecho negro humo?”. Los alumnos resultaron ser negros y denuncian al profesor por racismo, aunque él desconociera la etnia de los mismos: nunca fueron a clase. “Y si añadí lo de negro, fue sin ninguna intención, quizá porque había estado releyendo la Ilíada y me había quedado con el latiguillo: las negras naves, las negras olas, las negras entrañas”. Pero la maestría estriba, además de en una crítica sucinta al, mal llamado en Europa, puritanismo, en que el propio profesor Silk es negro, sin embargo, lo ha estado ocultando toda su vida, haciéndose pasar por judío, porque su piel tenía una tonalidad clara y porque, en verdad, vivía en la sociedad racista, clasista y elitista. De hecho, la novela se inicia con una cita de Sófocles, que anuncia lo rocambolesco del destino.
“Nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura”. Philip Roth no ganó el Nobel de Literatura en 2016, y ya no lo ganaría nunca.
Lo que sí consiguió fue el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012. En el discurso de recepción, que pronunció en diferido dado que —como Dylan— no asistió a la ceremonia a recoger el laurel, se sorprendía de haber recibido semejante galardón de un país pequeño, en la periferia de Europa —y a veces en la periferia del mundo. Él, que había escrito siempre sobre Estados Unidos, ¿por qué interesaban sus obras allá en el viejo continente? Este homenaje, este escrito para la estrella norteamericana extinguida este mismo año 2018, que también fenece, sirva como carta pastoral en su memoria.
“Lo que ves desde esta tribuna silenciosa en mi montaña, en una noche tan espléndidamente clara como aquella en la que me dejó para siempre, murió al cabo de dos meses, es ese universo en el que no se entromete el error. Ves lo inconcebible: el colosal espectáculo de la falta de hostilidad. Ves con tus propios ojos el vasto cerebro del tiempo, una galaxia de fuego que no ha encendido ninguna mano humana.
Las estrellas son indispensables”.
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