¿Por qué los académicos tienen miedo a los dragones?
¿Por qué los académicos tienen miedo a los dragones?
Crecí, como todos nosotros, en un mundo donde los lectores serios leían literatura seria y las cosas de frikis eran para los frikis
J. Calvo
Hay un problema terminológico en la teoría literaria. Es este un hecho nunca visto y asombroso. I’m shook. Tiene que ver con el uso del término “fantasía”, con cuya intensión no coinciden ni editoriales, ni público, ni académicos, ni autores, críticos, historiadores o siquiera comentaristas casuales. Ni siquiera en la academia, perpetuando el tópico, existe nada similar a un consenso. Ni idea de qué queremos decir con ese lenguaje científico preciso que debería servir para hacer avanzar la disciplina. Y eso que, desde los ochenta (década arriba, década abajo), hemos observado una auténtica explosión de teóricos que se han ocupado, con minuciosidad y mimo, de intentar delimitar la bola informe de la fantasía y lo fantástico. Son palabras disputadas que refieren la categoría y el efecto. Es un poco como hablar de literatura y literariedad: herramientas útiles para crítica y clasificación, pero convenientes trucos de manos que desaparecen cuando nos fijamos en ellos. Haciendo un símil colorido, a pesar de que el azul sea aguamarina para Juanita y celeste para Pepita, mínimo común múltiplo, todo es mar y el pulpo puede ser perfectamente un animal de compañía. Para qué precisión cuando podemos tener consenso.
Es obligado referirse, además, a la mermada casta de los negacionistas, que todavía los habrá y que, por ignorancia, interés o malicia, tratan a la literatura fantástica como cuentos para niños (como si fuera insultante) o una suerte de género menor, apto solo para un público mercantilizado, idiotizado, lobotomizado e incapaz de asumir la Gran Literatura. Un juego inconsecuente de la imaginación, una fórmula vendemotos, frente a otras cosas más serias. Por suerte, son los menos, aunque hayan sido los más. De las gentes que acusan la relación de la fantasía con la brujería o el satanismo no me ocupo. Me declaro incompetente en ese ámbito y que otra persona lidie con ello. Vade retro.
La pregunta que encabeza este texto viene a cuento de la tendencia de un cierto sector de la academia y la crítica a ignorar en sus clasificaciones de lo fantástico y la fantasía a lo que podríamos llamar de forma laxa, ahora que no nos oye nadie, fantasía épica, sword-and-sorcery, alta fantasía, o mundos épicos imaginarios (un término feliz de Cáceres Blanco). Recuerdo haber sentido una sorpresa profunda cuando, hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano llamado 2019, Marlon James recibió una buena cantidad de atención y críticas positivas por Leopardo negro, lobo rojo. Lo curioso no es tanto que hubiera para el libro buenas palabras en los círculos habituales, sino que fuera un tocho de raíz tolkieniana lleno de fórmulas y arquetipos genéricos. No soy el único que se sorprendió, porque, en palabras de Calvo en Jot Down el libro avanza “sin disculpas, sin coartada, sin doble fondo metafórico. Es lo que ese mismo lector «serio» hace diez años habría considerado el equivalente en forma de libro a las palomitas con mantequilla”. Además, es magnífico, que siempre ayuda. A la fiesta de la fantasía chic, la buena, dejamos pasar a Borges, Cortázar, Iwasaki, Hoffmann, Le Guin o Murakami, pero que el profesor Tolkien se quede fuera. Está muy pesado con Beowulf.
Vamos a mancharnos las manos con la teoría, para aclarar de qué hablan los académicos al hablar de fantasía. Grosso modo, encontramos cierto debate entre los partidarios de acotar la fantasía como un género histórico (de los de toda la vida, vaya, un grupo de obras parecidas) o como un modo. Esto último es un término que indica aspectos de un texto, cualidades, vertientes… y que ha servido para expandir el concepto, para convertirlo en ahistórico y pluriartístico. Que me sirve para un Harry Potter y para un La Tempestad y para un cuento chino o para lo que haga falta, oiga.
Este “modo fantástico”, que se equipara así a textos grotescos o cómicos. Un poco como un adjetivo: lo ponemos detrás de lo que sea y ya está descrito; podría haber, así, una novela picaresca fantástica o un cuento de Borneo fantástico. Lo que entendamos como sobrenatural en todas las épocas lo metemos en ese cajón y a otra cosa, next. Ah, pero los problemas acuden solos, porque es lo que tiene la teoría y la minuciosidad, que siempre van buscando bulla. ¿No es esto mirar al pasado con gafas del presente? ¿Un milagro cristiano es fantástico? ¿Un mito? Para un lector actual igual sí (o igual no, que de todo hay), pero ¿cómo se concibieron?, ¿cómo teología, alegoría, historiografía?, ¿un vacile hacia el futuro?
Además, para sustentarse teóricamente, en el modo los académicos se apoyan en conceptos más abstractos, más alejados de la realidad tangible de lo contemporáneo, y, por ello, más sujetos a prejuicios individuales y colectivos. Estética, pragmática o psicoanálisis (que no psicología) son algunos de las disciplinas invitadas a meter baza. El problema que presentan algunas de estas argumentaciones es que tienden a basarse en trabajos de empirismo, digamos, flexible. Uno de los capos es, claro, Freud, de quien es conocida la anécdota de que improvisaba conferencias fariña mediante. Fue, junto con su cohorte de discípulos, uno de los primeros en conceptualizar lo uncanny. Pero lejos de lo anecdótico, que siempre es divertido, pero simplifica, se ha hablado de fantasía como modo definiendo lo fantástico como una función que tiene que ver con el lenguaje, con la psicología, la economía, con lo lúdico, el mito o la evolución literaria natural. Tolkien, por caso, decía que la adjetivación era la piedra angular. Desde el momento en el que podemos separar volador de un pájaro y aplicarlo a otros sustantivos (como burgués, por ejemplo), empieza la rave de la imaginación. ¡El espectacular burgués volador!
O sea, que fantasía como modo bien, pero no tan bien. Luego tenemos a los partidarios de lo fantástico como género histórico. Para este grupo, lo fantástico tiene que ver con una reacción a la racionalización de la sociedad a partir del XVIII (ya se sabe, la ciencia no nos acaba de gustar), y se caracteriza por un conflicto entre (nuestra idea de) lo real y lo imposible. Son textos en los que existe una transgresión entre lo real y lo imaginario: para que nos entendamos, nos presentan un universo narrativo realista en el que aparece un elemento que viola las reglas del mundo. Así lo dice Rabkin y gente variopinta como Dostoievski (!) o Vax van en la línea. Los teóricos que trabajan sobre estos conceptos suelen citar a Freud, a Belevan, a Todorov y, sobre todo, a Caillois. En función de su aceptación como “mundo real” por parte de los personajes y el receptor, Todorov (que por la claridad de su clasificación ha sido ampliamente utilizado) distingue entre insólito, maravilloso y fantástico; y a este último le reserva la zona de conflicto entre lo real y lo imposible. Separamos de lo fantástico a textos en los que hay un mundo secundario en el que las reglas naturales que se rompen no le causan sorpresa a los personajes. Dos cositas: ¿por qué lo que opinen los personajes es base suficiente para una clasificación? Y, ¿por qué ese interés en separar fantasía y maravilloso? Para aportar contexto, buscamos y añadimos que Todorov escribió estos asuntos en los 70. A El señor de los anillos le fue otorgado el International Fantasy Award a finales de los 50 y, como ha dicho Andrés Sánchez de Mora, pasó pronto a ser un peso pesado en el ámbito internacional. ¡Fantasy!
Y claro, no sugeriría que no pudiésemos establecer subgéneros dentro de lo fantástico, pero ¿es sensato aplicarle la etiqueta general que se venía usando a esta categoría particular? No vamos a sospechar de ideologización, pero vamos a sospechar de ideologización: hay obras a las que, consciente o inconscientemente, se las intenta excluir del canon. Esto ha pasado detoalavidadedios, pero, en un género/modo con tanta capacidad subversiva como lo fantástico, es particularmente político. Qué curioso que sea, además, literatura popular la que se tiende a aislar ya desde la nomenclatura. Algo de esto encontramos en Fantasy. The literature of subversión, de R. Jackson, aunque siga de cerca las teorizaciones de Todorov. No se puede tener Todorov.
Hay otro problema con esta clasificación de lo fantástico-insólito-maravilloso, un tanto más escarpado, y es que la transgresión entre lo real y lo imaginario de la que hablan tiene lugar en la ficción. Para estos teóricos habría una diferencia significativa entre Miau y La historia interminable en cuanto a generación de mundos narrativos y solo en uno realista en el que intervenga un elemento sobrenatural se podría dar lo fantástico porque allí se crea esa sensación de inquietud propia del efecto estético. Ya. Se está asumiendo el espacio ficcional como un duplicado del ámbito cotidiano en el que se mueve el lector. Una ficción que imita a la realidad sería interpretada como realidad por el receptor. Y eso depende. Depende de si es un lector contemporáneo al texto, de cuestiones de clase, raza, género, espacio y hasta del momento de la lectura. Supone un lector “normal” y una serie de lectores “anormales”. Madrid o la Tierra Media se pueden considerar ficciones con diferencias menores de lo que pueda parecer y la cosmovisión (ideológica, pero también espacial) de Galdós no tiene por qué ser representativa o siquiera coincidir con la de ninguna otra persona de su sociedad. ¿Y Zola, Balzac, Austen? ¿Son realistas porque no hay nada sobrenatural en sus textos? ¿No quedamos en que había grandes problemas con el método científico puramente naturalista de escribir que proponía Zola precisamente por la imposibilidad de copiar tal cual la realidad? Se puede contraargumentar que son realistas porque intentan reproducir las estructuras de lo social, tal y como es vivido por ellos, en sus textos. ¿No podemos decir lo mismo, mediante un proceso de estilización distinto, de la lírica?, ¿o de lo fantástico? ¿No es El Señor de los Anillos, al menos en parte, una respuesta a los horrores de la Gran Guerra? ¿No es Canción de Hielo y Fuego una oda a la individualidad de sus personajes y a la complejidad sombría del mundo contemporáneo? ¿No expresa Le Guin preocupaciones de género e identidad muy actuales? Y eso yendo a los ejemplos más canónicos. Si nos metemos en harina contemporánea, en literatura a pie de calle, pues ya tal. Y la metaficción, y la permeabilidad entre esos supuestos fantástico y maravilloso y el cine y los podcast y las ambigüedades y en fin, que yo qué sé.
Un teórico tan fino como David Roas (que, entre otras cosas, ha ganado premios por escribir ensayos sobre teoría de la fantasía, cosa nada menor, es decir, cosa mayor) tiene también cosas que decir acerca de Tolkien, Martin, Sanderson o Le Guin. Comenta que «los espacios en los que se ambientan los cuentos de hadas o El señor de los anillos son mundos autónomos que no ponen en cuestión nuestra noción de realidad. No hay en ellos posibilidad de transgresión ni, por tanto, efecto fantástico sobre el receptor» (2011: 47). Digo yo que nuestra idea de realidad siempre interviene en el texto, al emitirlo y al recibirlo, y que reproducirla en él es una forma de abstracción. Mímesis y copia, verdad y verosimilitud no significan lo mismo. Ojalá, porque nos ahorraríamos todo este debate y podríamos pasar a los postres, pero no es el caso.
Nuestra realidad objetiva, si podemos aislarla como elemento suelto, no interviene de algún modo místico en el texto, que es ficticio y está hecho de palabras y, aunque lo hiciera, sería una perspectiva de la realidad, terriblemente mediada por lo que Escandell llamaría las «representaciones» del emisor, es decir, los datos y piezas de información que interviene en la producción e interpretación de un acto comunicativo. Y la literatura en general, y la fantástica en particular, son actos comunicativos. Lo de hacer un copia-pega de la realidad sin más es como decir que la última autobiografía de M. Rajoy es absolutamente objetiva. A ver. Seamos serios.
Pero vamos a jugar en esos términos. Se niega la posibilidad de que un mundo maravilloso transgreda la realidad. Pero todo en un texto así, como en un buen grupo punk, es transgresión, al menos a dos niveles:
a/Nouménico (que es una forma elegante y kantiana de decir el objeto por sí mismo): en la realidad existe una novela que describe con todo detalle un mundo inventado. Piénsese en la longitud de estos libros. Con TODO detalle. Esto es transgresor per se. ¿Si vienen los venusianos y lo encuentran cómo demonios lo van a explicar?
b/Por contraste: En ese mundo autónomo, diferente, se encuentra la sintaxis de lo real, es decir, personajes que actúan con verosimilitud, relaciones, diálogos. Exactamente igual que en una novela realista. Lo que nos llama la atención y transgrede es el contraste: ¿qué leches hace un fauno aquí?
Convertir lo fantástico en un género histórico, en estos términos, tiene la consecuencia, curiosa, de marginalizar a los géneros más populares (el weird, el pulp, los mundos épicos imaginarios). La terminología no es inocua, porque limita el estudio y determina el prestigio. Uno no puede evitar pensar que es una especie de rito de paso, que la hegemonía académica tolera algunas formas de lo fantástico, pero no otras; particularmente, las que involucran a un público masivo y popular. Resulta un tanto paradójico: como estudiantes de la cultura, del predoc más humilde al más alto catedrático, deberían interesarnos los productos culturales influyentes.
Pero tampoco se libran aquellos, como hemos visto, que hablan de lo fantástico como modo, que también tienden a aislar a estos mundos secundarios. El libro de Jackson (Fantasy. The literature of subversion), que adopta esta perspectiva, es un ensayo espectacular en muchos sentidos, pero llegamos a la página nueve y encontramos que Lewis, Tolkien o Le Guin (traduzco) “pertenecen al reino de la fantasía más definido como faery (…) las alegorías religiosas y morales, parábolas y fábulas que informan las historias de Kingsley y Tolkien se mueve lejos de las implicaciones inquietantes que se encuentran en el centro de lo puramente fantástico” (2003: 9). Con respeto, pero llamar a El señor de los anillos una alegoría, reducirlo a eso, es bien complicado de sostener en un análisis serio.
Más allá de los detalles más teóricos (ambas corrientes tienen argumentos convincentes a favor y en contra, y, de hecho, podrían ser compatibles), hay que ir de frente contra la elitización (toma palabro) de la investigación y de lo fantástico. Y eso supone reclamarlo como contrahegemonía, como género popular que puede contestar a la realidad y proponer alternativas: a nivel literario, sí, pero también a nivel social. Y los mundos secundarios son un instrumento poderoso en este sentido.
Ya se han descubierto mis colores. Caiga el telón. No sé si es importante definir exactamente lo fantástico (Attebery lo llama un fuzzy set: una categoría sin límites precisos), pero sí es importante que, en cualquier definición, incluyamos a Tolkien y a los mundos autónomos. No solo porque son una de las características señeras de la estética contemporánea (la posposmodernidad, siendo finos), sino porque todos los actores (editoriales, lectores, autores, críticos), los consideran no solo como ejemplos de un género fantástico, sino como ejemplos paradigmáticos de la fantasía. Y esto conecta con un problema mayor en la academia que, siguiendo a Bastian Baltasar Bux, podemos llamar de la torre de marfil y que tiene que ver con el alejamiento de la investigación, particularmente la humanística, de las preocupaciones y opiniones de ese vulgo al que debería deberse.
Dice Attebery, y tiene razón, que la historia de la teoría de lo fantástico se puede entender como la imposición de unas restricciones concretas en el modo fantástico. Y oye, a ver si nos aseguramos de que no solo los eruditos y a los textos que a ellos les parezca que molan tienen voz en esta categoría. Porque cuando solo hay un gatekeeper y su opinión, bueno, ahí sí entramos en el terreno de lo inquietante. Hay un problema terminológico en teoría de la literatura, y eso no es nada nuevo ni es algo que se vaya a solucionar. Pero sí podemos dar pequeños pasos. La fantasía, dice Le Guin, es cierta. No es factual, pero es cierta. ¿Qué significa esto para los mundos autónomos que han absorbido a tantos lectores, televidentes, oyentes? No tengamos miedo a los dragones. En el fondo son mansos. Abracemos, con objetividad y sin perder de vista a la sociedad, a los modos populares. El primer conflicto es el de los nombres. Que se llame a Tolkien a la mesa. Igual hay algo que aprender.