De la memoria y lo no realista
De la memoria y lo no realista
La memoria es un asunto muy serio y que exige un especial compromiso con la verdad histórica, tan interesadamente distorsionada, y con las verdades individuales y sus propias distorsiones. “Las cosas son como recordamos”, decía Valle-Inclán, acaso el gran deformador y caricaturista de la literatura española contemporánea. La caricatura, sin embargo, como razonó Henri Bergson: “es un arte que exagera, sí, pero hay caricaturas en las que el parecido es mayor que en ciertos retratos”. La propuesta del escritor gallego era, en este sentido, hacernos ver la deformidad en la que estamos y ahondar en sus raíces, dejar expuesta la verdadera imagen –grotesca– de la cotidianidad del lector para que le sirviera de revulsivo. Para ilustrar ese proceso de desenmascaramiento Valle-Inclán apeló a un símbolo evidente y de larguísima tradición, el espejo, uno moderno y popular y, sin embargo, no realista: los espejos de lente cóncava del llamado “Callejón del Gato” de Madrid, que convertían a sus observadores en satisfechos enanos y patizambos. Al hilo, no conozco un texto más antirriverista y degradante con la autoridad militar (lo que equivalía a decir política) y sus correligionarios que su esperpento La hija del capitán, aquel que culmina con un bufo pronunciamiento, espejo del de Primo de Rivera, por parte de un estrafalario General “de Orbaneja”. Orbaneja era el segundo apellido real del dictador, convertido ahora, en un eco de aquel temible pintor, Orbaneja, que pintaba tan mal en El Quijote, pero también en un vulgarísimo lugar de origen por su parecido fónico con la Orbajosa de Doña Perfecta de Galdós, alegoría de la intolerancia y la mediocridad.
Parece razonable que después de otro golpe de estado, el de julio de 1936, los escritores españoles volvieran sus ojos al modelo deformador de Valle-Inclán, carentes como estaban de una referencia próxima para representar al enemigo y la horrenda situación durante la contienda. Al fin y al cabo, lo grotesco apuntaba a ser la estética idónea para hacerlo, entendiendo por tal una técnica de degradación a medio camino entre el horror y la risa propia de una caricatura. Es decir, una técnica que implica una distancia respecto al mundo enajenado que representa, pero cuyo efecto nos afecta y deja perplejos. Si lo ridículo atenúa nuestra adhesión emocional, la parte terrible nos toca y duele profundamente, ya sea dándonos asco, lástima, miedo o rabia de reconocer el rostro bajo la distorsión. ¿Cómo hacer un cartel hiperrealista del enemigo quintocolumnista? Por si fuera poco, el modelo se ligaba explícitamente con Goya (ya sabemos, “el esperpentismo lo ha inventado Goya”, que decía Max Estrella), el principal antecedente expresivo reclamado por la propaganda republicana, y en no pocas ocasiones por la propaganda alcista.
La herencia de Valle-Inclán está presente, de este modo, en el lenguaje de notables farsas de Rafael Dieste o César Arconada, admiradores del último Valle-Inclán, esperpéntico y revolucionario; pero también –y esto era menos intuitivo– en la obra de autores falangistas como Tomás Borrás o Agustín de Foxá, quienes imitaron sus procedimientos grotescos, en especial sus acotaciones y su planteamiento escénico-narrativo. La fórmula fue adaptada para dinamizar novelas antimarxistas plagadas de rencor, con un cuidado estético que contrastaba con sus mensajes de propaganda más mendaces, al tiempo que rendían tributo al Valle-Inclán de pasado carlista. En otras palabras, durante la Guerra Civil tanto la figura como el estilo del escritor gallego fueron sometidos a activas estrategias de apropiación y re-significación ideológica y cultural. La batalla por su memoria llegó hasta el punto de que un redivivo Valle-Inclán reaparecería en 1938, dos años después de su muerte en enero de 1936, como personaje literario en dos de las principales novelas del engranaje propagandístico republicano y falangista: Contraataque, de Ramón J. Sender, y Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá. Ello demuestra que entre sus esperpentos y el tremendismo de los años cuarenta, con Cela a la cabeza, no hubo un puente entre autores de negras sensibilidades, con la guerra como espacio de vacío, sino un continuado camino grotesco, todavía poco transitado por la investigación.
No en vano, la memoria es un asunto muy serio y tiene predilección por los estilos “serios”, entendidos estos como realistas, por su presunta capacidad de sondear la verdad sin filtros. Si lo grotesco puede salvarse de esto es por el renombre de varios de sus ilustres creadores (desde Quevedo a Luis Mateo Díez), pero otros géneros no miméticos han tenido y tienen más dificultades para salvar el prejuicio. Es el caso de lo fantástico, que ocupa ahora mismo mis investigaciones, entendido (sigo aquí a David Roas) como aquel género en el que un elemento imposible irrumpe y quiebra las reglas de una realidad que reconocemos como propia y nos suscita por ello un miedo casi metafísico. Ahora bien, como ya se preguntaba Rosalba Campra: “¿es lo mismo la realidad de Don Quijote, Hamlet o Drácula?” ¿Y cómo fue la realidad de la Guerra Civil y la posguerra españolas? ¿Sería exagerado decir que fue una realidad atravesada por monstruos, vacíos y fantasmas? Son bastantes los textos del período que recurrieron a elementos fantásticos, aunque la mayoría de veces no han sido estudiados desde los parámetros de esta convención. Tómese como ejemplo La casa encendida (1949), de Luis Rosales, en la que se manifestaba el reencuentro y hasta el breve diálogo entre el poeta y un revivido Juan Panero. Este encuentro no está ocurriendo en un sueño, como se avisa explícitamente, sino en su propia casa y “era verdad/ verdad como una calle que nos lleva a la infancia”, y que tiene la capacidad de “hacerse real y estar allí contigo y estar allí conmigo, tendiéndome la mano”, leitmotiv fundamental de la obra.
A medio camino entre lo grotesco y lo fantástico, el republicano José Luis Hidalgo, fallecido muy prematuramente, escribió un poemario llamado Los muertos (1947) que comenzaba, en palabras del gran Gonzalo Sobejano: “como una bella figuración descriptiva del mundo de los muertos”, para después enconarse hasta provocar terror. Las lecturas posteriores han rebajado la mordiente ideológica y crítica del texto en favor de su esplendor alegórico. Sin embargo, este paisaje de muertos hubo de provocar en algunos lectores un verdadero estremecimiento histórico, porque habrían visto decenas de cadáveres, porque habían asistido a la potencia de ese sentido destructor del que hablaba Walter Benjamin, habitaban ruinas no figuradas y con la noción de una ruina interior más real que lo reconstruido. Poco a poco en el libro de Hidalgo el poeta pasa de ser un poeta entre los muertos para convertirse en un poeta de y para los muertos, ante cuya forzosa mudez toma la palabra. Los esqueletos hablan a través de él. Y el enemigo último al que reclamar es La Muerte, a la que iguala con Dios, el Dios cristiano, de interminable crueldad, descomunal e impasible. Todo ello no solo implicaba un ataque al icono máximo de la moral nacional-católica del Régimen, sino un ejercicio subversivo de acusación y retrato bronco de la realidad de una España llena de fosas, en el que no se ha incidido.
El profesor Alfons Gregori, en su prólogo al número monográfico “Fantástico e ideología” que coordinó en la revista en Brumal hace solo tres años, hablaba del binomio fantástico e ideología como “un malentendido” que todavía nos acecha. Denunciaba en sus páginas la acusación que se hace de las literaturas no miméticas como un producto orientado al entretenimiento y la evasión y señalaba el peligro de pensar que “usar en el arte una imaginación alejada del estricto mimetismo estilístico comporta una grave traición a aquel compromiso ideológico que combate por causas justas”. En ocasiones lo fantástico ha sido, de hecho, el puente para saltar la censura y/o para decir más y de forma más ácida. Pienso en aquel cuento de Francisco García Pavón, “El velorio”, en el que por fin muere aquel “del que nadie esperaba su muerte. Mejor dicho: del que nadie creía que podía morir”, pero cuyas barbas siguen creciendo eterna y asquerosamente en su cuerpo podrido.
Hoy en día lo fantástico y lo grotesco, a menudo combinados, como es el caso de Los niños perdidos, de Laila Ripoll, siguen siendo una de las principales vías por las que se canalizan y configuran algunos de los relatos más crudos de la Guerra Civil y la posguerra españolas. Precisamente, por el horror distanciado y la transgresión que incorporan y que permiten, lejos de propósitos evasivos, realizar una estrategia de ahondamiento y recreación del trauma tan eficaz como el relato documental.
Y es que la memoria, en estos tiempos de posmemoria, es un asunto muy serio y más en España con su desatendida Ley de Memoria Histórica. Suerte que lo grotesco y lo fantástico también son asuntos muy serios, precisamente porque tienen la capacidad de afectar y de tocar la realidad para que la veamos mejor, de una manera que nos dé de bruces con sus monstruos, sus muertos y sus trampas. En definitiva, para ajustarnos las lentes.
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