Recensión de «The Banshees of Inisherin», de Martin McDonagh
Recensión de «The Banshees of Inisherin», de Martin McDonagh
The Banshees of Inisherin
Dirección y guion: Martin McDonagh
Reparto: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Codnon, Barryl Keoghan
Fotografía: Ben Davis
Música: Cartel Burwell
Duración: 114 min

Se alcanza el final de Almas en pena de Inisherin con distintas percepciones de lo visto, a saber, no pensando en la película como en una unidad única de significado, sino como en algo dividido, desparramado, formalmente mal compuesto. Y, aun así, al mismo tiempo, se llega a ese final con cierta satisfacción, con un “pues me ha gustado” pululando en la cabeza, porque la idea de la trama es interesante, tiene sentido y está bien resuelta.
Ese es el principal problema de la película: cierto desequilibrio entre la coherencia y la cohesión. Ese es siempre el principal problema de las películas de Martin McDonagh: que el conflicto de la trama está bien planteado —coherencia—, sin embargo, todo parece quedarse a medio camino y deslavazado porque los cuerpos y los espacios que han de poblar el relato carecen ellos mismos de una vida auténtica —cohesión—. La fortaleza del conflicto desencadenado en sus argumentos siempre es nítido y complejo, inteligente y bien conducido, de modo que el espectador aguarda una resolución que, además, también llega siempre en buenas condiciones. Sí, las diatribas morales y emocionales que pueblan sus películas aguantan y ganan el pulso, uno quiere saber hasta dónde llegan. Ahora bien, detrás de esa delgada línea argumental más o menos ocurrente y sostenida, la vida creada —en este caso la aldea de Inisherin— no está adecuadamente perfilada.
Cuando en cualquier obra de ficción —película, novela, obra de teatro— el mundo posible creado posee menos vida que la vida que posee la idea que lo atraviesa, es una obra condenada a la pequeñez, pues, por encima de la coherencia, la cohesión —es decir, la mera vida, la apariencia de vida— debe ser exultante, auténtica, arrolladora, verosímil. En las películas de McDonagh tan solo es suficiente, y eso no sirve, pues se está hablando de la existencia de un mundo, y un mundo es o no es, no admite gradaciones. La apariencia de vida en las películas del británico es una apariencia teatral, lo cual en el cine queda forzado, acartonado, ridículo. Puede salirse de las películas de McDonagh como de un tiempo muerto de balonmano: alguien va a ir al punto A y va a hacer Z para que B piense que ha hecho Y, de modo que A conseguirá que B piense en Y sin que Y haya sucedido, de modo que A conseguirá X. Posiciones, movimientos, argumento, argumento, idea, idea, idea. ¿Y el mundo que rodea todo eso, acaso es solo una pizarra de 35×25?
En una remota isla ante la costa oeste de Irlanda, donde las vidas se reducen a contactos personales escasos y repetitivos un día tras otro, quizá durante toda la vida, un hombre —Colm, por Brendan Gleeson— parece hacer lo menos apropiado en un contexto así: da de lado repentinamente a u amigo más íntimo —Pádraic, por Colin Farrell— con una excusa un tanto pedestre y egoísta. Dicho giro, en un seno social limitado, desencadena una serie de consecuencias morales y emocionales mal medidas por parte de ambos amigos. En la base de este conflicto —A ya no quiere a B y dice que va a hacer Y pero B no cree posible que Y suceda, pero Y sucede, de modo que A decide hacer Z, etc., etc.—, el mundo ficcional que lo sostiene y vehicula parece solo una excusa o pastiche de fondo para ese encadenamiento de A, B, Y, Z, X. Sin entrar en detalles ni develamientos, estas son algunas carencias: en realidad, la poca profundidad psicológica de los protagonistas, un tanto esquematizada; el paupérrimo desarrollo de Siobhán, hermana de Pádric; el paupérrimo desarrollo de la anciana banshee; el paupérrimo desarrollo de la imbricación telúrica entre el drama de ambos amigos y la remota, húmeda y grisácea Inisherin.
Sí, le cuesta a McDonagh dar cuerpo y espacio a sus tramas. Cuando consiga hacerlo, surgirá de sus manos una gran película. De momento, se trata de pequeños destellos más o menos entretenidos, más o menos exigentes, más o menos ambientados. Esperemos que la próxima vez abandone definitivamente la simpleza para alcanzar la sencillez, que no son la misma cosa: la primera es fatalmente capaz del olvido, mientras que la segunda es excelsamente capaz de la síntesis, de la armonía. Está en camino de hacerlo: desde el cortometraje Six Shooter (2004), su trabajo progresa poco a poco en esta dirección, y Tres anuncios a las afueras de Ebbing, Misuri (2017) y Almas en pena de Inisherin elevan ya en algo la apuesta del director por la creación de mundos ficcionales más vivos, más autónomos, más profundos, aunque peque aún de demasiadas elipsis psicológicas y ambientales. El punto de madurez llegará; llegará el equilibrio. Hará pronto gran cine McDonagh.