Un coro de grillos
Un coro de grillos
Inevitablemente, las dinámicas de la academia nos llevan a pasarnos la vida en un segmento histórico más o menos reducido que poblamos de más y más elementos a base de años, modas y lecturas. Supongo que sería injusto decir que el ámbito de nuestros intereses se va estrechando; por lo general, la progresión de nuestros trabajos entrega una foto cada vez más rica en elementos y matices, imprimiendo mayor dinamismo a la foto fija que arrancó con nuestra tesis, de la que rara vez escapamos. Hay buenos motivos para que así sea, a la tesis nos ha llevado algo que no siempre sabríamos precisar, pero que imanta cuanto vamos haciendo. Hablemos de lo que hablemos, todos sabemos que, en realidad, siempre hablamos de lo mismo. A cada uno le cumple, si le apetece, explicitar el centro en torno al que da vueltas. Si no lo remedio, el grueso de mis trabajos se ceñirá a los procesos culturales que tuvieron lugar entre la primera posguerra y los años noventa; intuyo, que porque allí debe ventilarse algo así como el alcance de una escena originaria, como si allí se hubiera gestado algo que necesito entender.
La cosa se ha puesto psicoanalítica sin comerlo ni beberlo. Suele pasarme. En todo lo que hago se cuela una palabra que a menudo tengo que borrar por exceso y por hartazgo. Se trata de “fantasía”. Tendré que resignarme, porque más de una vez, entre el caos de mis words, me he topado con frases en las que el fantaseo de una fantasía fantaseante se pasaba el relevo sin apenas un punto de por medio. Exagero, pero solo un poco; por lo demás, el psicoanálisis no es un terreno por el que me haya interesado de veras. Por más esfuerzos que le he puesto, nunca he podido acabar un libro sobre el tema. Me seduce, pero lo aborrezco en las distancias cortas. Como toda teoría sistemática, tiende a forzar a sus objetos a plegarse a sus esquemas, condenando a los textos al triste papel de bailarines a los que marca el paso con algún pisotón. Es fastuoso, pero cansa; demasiado férreo. Los lenguajes técnicos me interesan, pero no puedo evitar un rechazo instintivo: al tiempo que la orientan, a menudo constriñen la imaginación crítica con una serie de mantras que repetimos mecánicamente, por lo común, sin verdadero conocimiento ni convicción. Pero no me engaño: los mismos mantras circulan en lo que hacemos y decimos con lenguas más asequibles. Soy de esos ingenuos que creen que cuanto escribimos debería ser accesible a un lector no avezado en nuestras jergas, por lo que procuro que las tendencias en marcha permeen y amplíen —mejor o peor metabolizadas, seguro que tergiversadas— mi manera de trabajar.
Suelo centrarme en los detalles: un amigo criminólogo dice que en lugar de proceder al reconocimiento del cadáver —que al fin y al cabo no ha de moverse— me detengo en los restos de la alfombra: imágenes, motivos, rasgos formales, piezas menores sin valor aparente me sirven para coser la dispersión de los textos. Si algo comparece aquí y allá es porque alguien o, pongamos, una época se juegan algo en ello, y allí se pueden auscultar sus aspiraciones —¿ya he dicho fantasías? —, una madeja de deseos, temores, urgencias que no tienen por qué haberse cumplido —es lo de menos— y en los que alienta la intimidad de un tiempo. La cuestión de fondo es dónde se hace legible una época, y la respuesta que le demos dependerá de nuestras manías. Unos cargarán las tintas en los discursos políticos; otros, en los gustos, los hábitos de consumo, los cambios en la distribución del espacio doméstico… No creo que haya un lugar privilegiado; todos esos enfoques comparten la pregunta por el modo en que lo individual y lo colectivo se entrelazan. Lo mejor es procurar discurrir entre unas cosas y otras, pero evidentemente, al ocuparme de la historia literaria, el lugar donde encuentro más sugerencias y sugestiones son la retórica y el estilo. Si hubiese que plantearlo en términos absurdos, diría que antes que contar qué pasó en una época, me interesa cómo habla una época, capturar, en lo posible, su timbre, donde se vuelve palpable un tiempo.
Supongo que el fantaseo de mi fantasía fantaseante es que el tiempo echase a hablar en la página, y ya puestos, cazarlo desnudo ante el espejo. Sé que lo llevo claro, pero tampoco importa demasiado; entiendo de dónde me viene: lo primero que perdemos de los muertos es el timbre de su voz. Afortunadamente, por lo demás, una época no tienen una sola voz, sino muchas que no encajarían ni en el coro más desafinado. Olvidarlo, como solemos, conduce a una visión operativa (pero falsa) de los periodos históricos, repletos de registros, tonos, desacuerdos, contradicciones, aporías… La realidad es siempre más compleja de lo que nuestros trabajos se empeñan en contar. Muchas voces viven de espaldas o niegan cuanto decimos. Todo retrato debería estar tensado por la incoherencia y la incongruencia, abrirle un hueco al soplo que podría ponerlo en apuros. Pero tampoco voy a ser hipócrita: yo hago todo lo posible por que esa jaula de grillos se parezca a un coro; ya se sabe que es difícil ser fieles a nuestros buenos propósitos…