Aullidos

por Abr 30, 2021

Aullidos

por

Nieve de Luz 

Triqui era uno más de la familia. El peludo que siempre se alegraba de ver a Fernán cuando entraba por la puerta de casa, ladrando y apoyándose en su cuerpo, a la espera de recibir unas palmadas. Fernán le sacaba tres veces al día al parque, donde mantenía conversaciones agradables con otros dueños de perros y Triqui, a su vez, hacía amigos caninos de todo tipo. 

También tenía en casa un pequeño acuario de peces de colores y formas diferentes. Y un reptilario con dos tortugas que crecían cada día, mordiéndole cuando metía la mano para cogerlas. 

Pero no era lo mismo. 

Eso recordaba Fernán, mientras esperaba, mordiéndose las uñas, en la salita de la clínica veterinaria, el resultado del análisis. 

La esperanza desapareció como el hielo en primavera. El pastor alemán tenía acribillado el estómago de clavos. “Ha sido una muerte claramente intencionada”, sentenció con voz firme el veterinario.

Fernán no supo explicárselo de forma racional, mientras sentía un inmenso abismo en su interior por la pérdida de su amigo Triqui.

Después de tres noches con la mirada fija en aquella foto en la que sonreía con su compañero en brazos, de cuando lo adoptó hacía diez años del Albergue de la Protectora de Animales.

Ahora, con cuarenta cumplidos decidió implicarse a fondo. Seguiría la pista del despiadado criminal que le había quitado la vida a un ser que solo vivía para correr y jugar con su amo.

Fernán comenzó a repetir los paseos por la carbayera de su barrio, con la pelota de Triqui en el bolsillo, siguiendo de manera escrupulosa la rutina horaria que utilizaba cuando salían ambos de casa.

Al principio iba despacio, sin fijarse mucho en el gris entorno urbano de edificios de tamaños desiguales, con los ojos inundados tras sus gafas de sol. 

Solo después de una semana de presentar la denuncia formalmente en la comisaría de policía, se convenció de que,  ahora, iba a actuar como un genuino investigador en defensa de la naturaleza inocente.

Se estuvo informando en la hemeroteca municipal de varios casos similares ocurridos por la zona.

Entonces, se autoimpuso la tarea cotidiana de una vigilancia intensiva. Desde la ventana del salón de su quinto piso, realizaba una visión general del parque, antes de bajar a su paseo por la zona verde por la que salía habitualmente con Triqui, armado con su cámara, un lápiz y una pequeña libreta de campo, donde anotaba cualquier indicio sospechoso, sobre todo de movimientos humanos hacia la posible alimentación de los animales.

Primero se asombró de la cantidad de ancianos que echaban migas de pan a las bandadas de palomas. Entrevistó a alguno de ellos, simulando choques fortuitos con ellos, sobre los perros, sus dueños y las costumbres de ambos. Así se pasó toda una quincena, sin obtener más conclusión de que por ese camino no avanzaba en sus indagaciones.

Posteriormente, cambió de táctica y comenzó a registrar metódicamente las distintas razas de los perros que frecuentaban la arboleda a los que asoció con sus diferentes dueños. Pero tampoco sacaba nada en claro por esa nueva vía. Así que empezó a madrugar una hora antes de ir a trabajar y a tomar nota de los viandantes que pudieran hacer algo inusual que les delatara. Si alguno le parecía de actitud dudosa, lo describía con detalle en su cuaderno.

Al cuarto día de aplicar su última estrategia, la bruma matinal le desveló algo extraño. Descubrió a un tipo alto, rasurado como una estatua, con sombrero calado que dejaba entrever un pelo canoso, y raída gabardina gris que, a primera hora de la mañana, recorría el parque y mirando hacia los lados, dejaba disimuladamente un bulto en el césped, desapareciendo luego del lugar como una liebre.

Cuando se acercó a ver el objeto, descubrió una salchicha medio cruda. La palpó y se pinchó con un clavo oculto en su interior, tintando de rojo su mano. Se la restregó con ganas con su pañuelo, hasta dejarla lo más limpia que le resultó posible. Se ató el pañuelo para taponar la herida.

Seguidamente sacó varias fotos del lugar, de los alrededores, del material. Lo recogió cuidadosamente en una bolsa de plástico que llevaba al efecto, por si se daba el caso. Apuntó la hora exacta del hecho y, sin pensarlo más, acudió directamente a la policía para informarles de su reciente descubrimiento.

Dos agentes le escucharon con los ojos muy abiertos. Luego de hablar entre ellos y consultarlo con su superior, acordaron con Fernán un sencillo plan para capturar al posible canicida. Él seguiría con sus rondas cotidianas y en cuanto viera al sospechoso de nuevo, llamaría con su teléfono móvil a la patrulla más cercana al parque de la carbayera, de la que grabó su número de teléfono, para que lo detuvieran en plena acción delictiva.

Y así, de improviso, una mañana de orbayu, la llovizna típica del Cantábrico, todo ocurrió a la velocidad de la luz. El hombre de la gabardina gris volvía de nuevo al parque.

Fernán llamó, con las manos temblando, al móvil.

Apareció al momento un coche patrulla de la policía haciendo sonar la sirena. Aparcó en la acera, se abrieron las puertas delanteras y bajaron dos uniformados del vehículo en un suspiro que se dirigieron en un instante hacia el sospechoso.

El sujeto fue capturado en el acto preparando su próxima trampa mortal.

Intentó correr y oponer resistencia en un principio, no permitiendo que le tocaran. Aunque una vez atrapado se calmó de golpe. Derrotado por la evidencia, confesó inmediatamente la autoría de los hechos por los que fue esposado e introducido en el coche patrulla.

Ya en la comisaría, volvió a ponerse agresivo, a dar voces, que impedían que Fernán tragara saliva durante el tiempo que duró el interrogatorio.

Justo en el momento de acabar de tomarle la declaración, el hombre se derrumbó.

Entre sonoros sollozos, mantenía que unos perros malditos habían mordido a su pequeña hija, cuando merendaba un bocadillo bajo la sombra de un árbol, como solían hacer todos los viernes.

Que, en apenas unas semanas, ella había dejado de respirar por una enfermedad que le hacía echar espuma por la boca, entre espasmos, con un elevado grado de ansiedad. Y que como último paso había quedado en coma, antes de que le dejara completamente solo en este mundo. Su inocente hijita había muerto contagiada por la rabia de los perros.

Cuando la policía se empeñó en obtener más detalles sobre el número de perros aniquilados, y el tiempo que llevaba cometiendo sus fechorías, el hombre de la gabardina empezó a repetir sin parar “fueron ellos, fueron ellos, fueron ellos”. Y de ahí no salía.

Continuó hasta que fue quedando sin voz y con la mirada perdida en algún punto del suelo de la sala de interrogatorios. De esa frase no le sacarían ya ni los policías, ni Fernán, ni los de la prensa local, ni los del personal sanitario que intervinieron más tarde.

“Fueron ellos, lo juro” fue lo último que farfulló el detenido que, como dejándose llevar por el aire de la ventana abierta, se desplomó sobre la mesa de la sala como un pesado saco de carne sin espíritu.

Dando el caso por concluido, al salir de la comisaría, Fernán regresó a su casa caminando. Mientras andaba a paso lento, iba meditando sobre las ironías del destino, que aminoraron su dolor al comprender a un padre que había perdido a su hija pero sin entender la crueldad de las acciones de los hombres.

Y precisamente en el tránsito de atravesar por el mismo sendero arbolado en donde realizaba sus paseos habituales con Triqui, creyó percibir a lo lejos, de menor a mayor intensidad, unos prolongados aullidos, a modo de lúgubres lamentos. Como si le llamaran a él.

Pero lo que Fernán ya no supo fue identificar si éstos provenían de un perro pastor alemán o de las ráfagas del viento que sobrevolaba esa tarde el viejo parque de la carbayera

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