Coetzee de nuevo

por Oct 17, 2022

Coetzee de nuevo

por

J. M. Coetzee, El polaco 

Traducción de Mariana Dimópulos

Buenos Aires, El Hilo de Ariadna

144 páginas, 15 euros

Es la nueva novela de J. M. Coetzee, El polaco (2022), el reverso de otra suya anterior, Hombre lento (2005). Si en aquella un hombre de sesenta años perdía una de sus piernas a causa de un accidente y terminaba dependiendo y enamorándose de su enfermera mucho más joven, casada y con un hijo, produciéndose así un amor imposible, lleno de malinterpretaciones y deseos torpes por parte de él hacia ella, en fin, un amor que no llegaba a nada y cuya tensión de lo imposible y de lo confuso vertebraba la extrañeza moral de la novela, en El polaco un hombre de sesenta años, insigne pianista polaco, también depende y se enamora de otra mujer más joven que él, una barcelonesa que está encargada de su estancia en la ciudad condal de cara a uno de sus conciertos, también casada y con hijos.

Ahora bien, llega el desafío moral de la nueva novela esta vez, en cambio, no mediante la tensión del amor imposible y de sus confusos efectos, como sucedía en Hombre lento, sino a través de la tensión del amor posible y de la confusión que ello también puede ocasionar, pues Beatriz y Witold sí sostienen y consuman una relación sentimental y carnal, aunque eso al final parezca tan extraño y brumoso como que, en Hombre lento, Paul y Marijana no lo hagan. El cambio de paradigma lleva a Coetzee a indagar en las extrañezas del otro lado de la moneda: Witold se enamora de Beatriz y ella progresivamente le corresponde, aunque no sin zonas oscuras para ambos.

Así, y conducido todo por una sintaxis depurada directa hacia la médula de las cosas, tomando la estructura del versículo —los párrafos son pequeños, a veces de una sola línea, y van numerados— y evitando toda clase de digresión y abuso retórico —esta es la estela sobria y enigmática de sus tres últimas novelas, La infancia de Jesús (2013), Los días de Jesús en la escuela (2016) y La muerte de Jesús (2019)—, Coetzee nos introduce en una historia de obtusa autoconvivencia, por encima de la más obvia historia de complejo amor. «La mujer es la primera en causarle problemas, seguida pronto por el hombre», se dice por completo en el pasaje n.º 1 del primer capítulo, es decir, en el inicio mismo de la novela. Sí, pronto nos damos cuenta de la sutileza, del juego de voces narrativas, del macabro desdoble al que Coetzee somete a Beatriz: esa a quien se le causa problemas es Beatriz, y la misma mujer que los causa es ella misma, solo que la voz del narrador, que es la de Beatriz, juega a no serlo.

De esta forma, parece que percibimos como narrador a alguien que no es Beatriz, sin embargo, en momentos tan sutiles como esa línea inicial, y en otras líneas que pueden pasar desapercibidas, logramos detectar el engranaje mencionado: Beatriz narra disimulando que no es ella quien lo hace, y solo en mínimos instantes se delata; justo en el inicio —tres veces— y justo en la mitad, en el pasaje n.º 40 del tercer capítulo. En esa caleidoscópica percepción de las voces, Coetzee plantea el tema central de la novela: cuánto podemos llegar a engañarnos a nosotros mismos, que somos nuestros propios personajes y narradores.

En efecto, si acudimos a la trama, nadie causa a Beatriz daño alguno antes que el hombre —es decir, Witold con su amor intempestivo—, pero si acudimos a lo que revela la apuesta de Coetzee por el entramado retorcido de la voz narrativa, todo cambia: es ella misma la primera en causarse problemas porque es consciente de que es su propio pensamiento, y no ninguna otra fuerza externa, el origen de todo su conflicto, y sabe bien que ese pensamiento suyo ya estaba con ella antes de la presencia de Witold en Barcelona. Sí: «La mujer es la primera en causarle problemas, seguida pronto por el hombre». Se trata de sí misma tanto en los hechos como en la voz. 

Para cerciorarse de lo anterior, basta con apuntar que mucho después de que Witold siga ocasionándole problemas de forma directa, es ella justo al final de la novela quien los sigue manteniendo vivos en su interior mediante la reflexión y la escritura. Un factor que puede guiar esta percepción es el hecho de que el aparente narrador en tercera persona nunca cuenta desde la intimidad de Witold, o desde la de cualquier otro personaje, y siempre lo hace desde la de Beatriz. A este respecto, las últimas líneas del tercer capítulo son reveladoras: cuando el narrador —Beatriz— se limita a elucubrar pobremente sobre el pensamiento de Witold, sin poder, en efecto, reproducirlo.  

Coetzee está de vuelta, una vez más, haciendo lo que mejor sabe hacer: llevar al público hacia el límite moral y sentimental, enredándolo en la extrañeza de las percepciones. El polaco es, por encima de una historia amorosa, un historia sutil del autoengaño, como solo puede ser sutil y así enfermizo el autoengaño. No va a olvidar el lector fácilmente las marañas de Beatriz, tan disimuladas por ella misma en esa rara voz que, pese al disimulo y la parquedad, quiere y quiere y quiere contar, precisamente como el final de la novela demuestra. Escúchenla, se muere por que la escuchen.