El rostro sórdido de la belleza. “Cara de liebre”, de Liliana Blum
El rostro sórdido de la belleza. “Cara de liebre”, de Liliana Blum
Liliana Blum, Cara de Liebre
Barcelona, Seix Barral
9,02 (eBook)

La literatura, en tanto que forma artística, se asocia a la búsqueda estética. En términos simples, parece lógico esperar que una obra sea o, por lo menos, quiera ser bella. Esto hace que un libro como Cara de liebre, de Liliana Blum (Durango, 1974), resulte complejo. Por un lado, la habilidad de la escritora es indiscutible: su capacidad para construir una historia redonda, llena de personajes profundos, y narrada con una prosa ágil, reflexiva sin perder el ritmo. Dicho de otro modo, la capacidad de Blum como escritora trasluce en cada página. En contraste, el tema abordado, la vida de los personajes y las cosas que hacen nos confrontan. La novela introduce en un mundo sórdido, explora realidades difíciles de enfrentar. En pocas palabras, esta obra no está escrita para estómagos sensibles y, por tanto, se aleja del sentido llano que se suele dar a la noción de “belleza”.
La narración se enfoca en tres individuos. Irlanda es una mujer cuya vida está marcada: una operación que corrigió un defecto congénito, un labio leporino, le dejó una cicatriz en el rostro. Crece siendo el objeto de las burlas y la violencia del mundo que la rodea. Entre los apodos que le dieron de niña, se encuentra el que da título al libro: Cara de liebre. Tamara, por su parte, es una joven pintora que, incapaz de lograr el éxito en el mundo artístico, trabaja como depiladora en un spa. Sus vidas se conectan a través de un hombre, Nick, el obeso cantante de una banda de rock mediocre, un individuo narciso y egoísta. A pesar de ser una persona que se aleja de los estereotipos de la belleza, sus ojos azules se vuelven el origen del deseo de las dos protagonistas.
A primera vista, la trama se proyecta como un triángulo amoroso y, en cierto sentido, la idea no es desacertada. Sin embargo, desde el primer capítulo se puede intuir que la historia tomará un camino poco convencional y, con algo de malicia, el lector podría empezar a intuir el carácter oscuro de la narración. Blum ha mostrado un interés por este tipo de estrategias: partir de temas convencionales para mostrar su rostro sórdido. En Cara de liebre, retoma una de las cuestiones por las que ha mostrado interés en el pasado: el deseo. Al hacerlo, se aleja de los lugares comunes a los que esta temática suele estar asociada. No encontramos nada cercano al sentimentalismo fácil o a un erotismo estereotipado. En las novelas de Blum, el deseo muestra sus desviaciones, sus formas monstruosas. No sorprende, por esto, que el cuerpo cobre relevancia. Pero, como se puede intuir, lo corporal se explora alejado de la normatividad. Incluso cuando algún personaje es capaz de entrar dentro de las expectativas sociales, es mostrado desde un ángulo diferente que resalta lo extraño y hasta lo grotesco. Más importante, y este es el caso, por ejemplo, de Tamara, quienes transitan la novela de Blum están profundamente alienados de sus propios cuerpos.
Lo que subyace a estas cuestiones es la violencia: la del deseo truncado o impuesto, la de una sociedad que impone moldes estrechos a una realidad heterogénea, la de quienes se aferran a un pasado perdido o la de aquellos que buscan ideales imposibles. En la novela, esta violencia no es solo tácita, tiene expresiones concretas que confrontan al lector con un mundo que no deja de asemejarse a la realidad. Parece irónico que esta problemática englobe una novela que, como dijimos, puede leerse como una suerte de triángulo amoroso. Ahora, no debemos olvidar que el amor también es o puede ser una forma de violencia.
Volvemos, entonces, a la pregunta inicial: ¿dónde está lo bello? Cara de liebre se suma a una tradición artística que quiere alejarnos de los lugares comunes de la estética, de cualquier idea fácil que podamos tener en torno a lo que es, supuestamente, la belleza. En cambio, aborda una parte de lo humano que pocas veces queremos enfrentar o, incluso, aceptar. Al hacerlo, rechaza cualquier idea acomodaticia sobre el arte. Su potencia estética está, precisamente, en esa capacidad de remover los tópicos que poseemos sobre las relaciones humanas y, en última instancia, sobre la literatura.