Genios epifánicos. “Un verdor terrible”, de Benjamín Labatut

por Nov 20, 2020

Genios epifánicos. “Un verdor terrible”, de Benjamín Labatut

por

Benjamín Labatut, Un verdor terrible

Barcelona, Anagrama

224 páginas, 18,90 euros

No es sencillo verbalizar la experiencia que supone leer Un verdor terrible, no cuando te sumerge de lleno en conceptos como el funcionamiento del mundo cuántico o las alteraciones del espacio-tiempo. Desde la perspectiva de la filología ―en esta sociedad en la que pervive la frontera entre “ciencias” y “letras”―, parece que se tiene que sentir un vértigo ante estas temáticas, como si no pudiesen ser de nuestro entendimiento o, ni siquiera, de nuestro interés. No obstante, la obra de Benjamín Labatut (1980, Rotterdam) derriba todos los prejuicios, cruza la aduana y, por si fuera poco, el autor sale airoso a la hora de introducir su contenido científico. Vuelve accesibles planteamientos que, de verlos en forma de ecuaciones infinitas, difícilmente podrían comprenderse sin tener una formación especializada. Eso sí, no se trata de un texto divulgativo, sino que el entendimiento ­―que no es imprescindible― llega a través de una lectura ficcional completamente cautivadora. El autor chileno conforma una constelación de narraciones que, aunque en apariencia aisladas ­―con forma de relato o novela corta―, funcionan en su conjunto por medio de una costura de detalles que se van entrecruzando de ficción en ficción.

En Un verdor terrible, ciencias y letras se funden. No solo en las historias de sus personajes ―un Heisenberg lector de Goethe; un Schrödinger devorador de Schopenhauer―, sino también en la ficción misma. Esta es progresiva y va sumándose a los datos puramente verídicos. De “capítulo” en “capítulo” se añaden elementos ficcionales a lo que, al principio, tan solo son una sucesión de hechos y documentos verificables. Labatut parte de temáticas como el descubrimiento del ácido prúsico y avanza hacia otras tan complejas como la relatividad de Einstein y la singularidad de Schwarzschild; Grothendieck y el impenetrable mundo matemático de Shinichi Mochizuki; y, por último, las rivalidades cuánticas entre conocidos personajes como Schrödinger, de Broglie, Bohr y Heisenberg. Es esa complejidad la que hace necesaria la ficción, de forma que lo narrado pueda llegar al lector sin perderse en explicaciones teóricas. Parte de lo anecdótico, de las vivencias de cada científico ―que se vuelve personaje de ficción― para poder indagar en ese momento “cuando dejamos de entender el mundo” (como bien se titula uno de los “pasajes narrativos”).

En sí, la obra de Labatut es una oda a la incomprensión como desafío humano; a la búsqueda insaciable de todo conocimiento, aunque sea imposible de alcanzar. Citando a Schwarzschild, Labatut seduce la línea que va más allá “de lo que la mente civilizada ―que aborrece y rehúye de todo aquello que no puede comprender― podría soportar”. La literatura, entonces, sirve como medio para representar lo metafísico, lo inconcebible. Esto se materializa en la caracterización de los genios científicos. La única manera con la que pueden lograr sus descubrimientos es teniendo una extrema lucidez, negada al resto, y que llega a rozar la locura: Heisenberg en lo alto de la isla de Heligoland, mientras su lápiz apunta de forma casi mística las matrices que regulan el interior de los átomos; o Schrödinger, en un sanatorio suizo, viviendo todo un romance, a la par que se le revela una ecuación única que “su mente había arrancado de la nada”. Estos momentos epifánicos iluminan la mente de los personajes y ayudan a condensar en la lectura el pertinente proceso de investigación. Pero, además, pronostican una visión de la ciencia peligrosa para el ser humano, insoportable. Ese es el verdor terrible: la imposibilidad de conocer adónde guían los descubrimientos científicos, como la pintura verde fabricada por Scheele ―como narra Labatut― y que acabó con tantas vidas en el siglo XIX por su componente estrella, el arsénico, “asesino paciente”.

Un verdor terrible se alza como un trabajo artesanal, medido al milímetro, y acorde a una lectura que se antoja como voraz desde la primera página. La cantidad de datos se suceden a un ritmo que, lejos de confundir, enganchan y suscitan fascinantes inquietudes, antes escondidas. La lectura se acompaña de un diálogo con las historias: se subraya, anota y afronta nuevas visiones del mundo. Pero no solo supone un llamamiento a la pérdida de prejuicios en cuanto a la unión de ciencia y literatura, sino que también promueve una visión renovadora del canon literario. Siendo su autor chileno, nacido en Holanda, solo se vislumbra su nacionalidad en algunos ―contados― usos lingüísticos; en su portada ―una pintura de Adrián Gouet― y en su epílogo, que sí se encuadra en un ambiente chileno. Labatut se suma a esa vertiente cada vez mayoritaria de autores descentralizados cuyas ficciones están libres del arraigo nacional. Como la obra misma, traducida ya a diferentes idiomas, saltándose las fronteras de los campos literarios, científicos y nacionales. Porque la incomprensión y el devenir del futuro no entienden de límites.