Original, pero no mucho… «El señor de los anillos», de J. R. R. Tolkien
Original, pero no mucho… «El señor de los anillos», de J. R. R. Tolkien
La gran epopeya épica de J. R. R. Tolkien no es solo El señor de los anillos, publicada en tres partes entre 1954 y 1955, pero sí es la obra magna del autor sudafricano. Aunque concebida como una mera continuación de El hobbit, la lectura que nos ocupa la superó en todos los ámbitos posibles, incluyendo el de la complejidad, la riqueza de estilo, los temas y la repercusión. Brevemente, para incitar a la lectura, podemos indicar como argumento de la obra el épico viaje de Frodo Bolsón, el hobbit sobrino nieto del protagonista de la obra homónima, Bilbo, en su intención de destruir el Anillo Único, uno de los anillos de poder, que, caído en malas mano, puede sumir a la Tierra Media en la mayor de las desgracias. A pesar de lo sinóptico que parece este resumen a vuelapluma, no queremos precisar más para dejar al lector interesado que se sumerja en las páginas de la más apasionante epopeya compuesta en el siglo xx. El objetivo de estas líneas, más bien, es ofrecer unas claves que tener en cuenta a la hora de leer una obra que bebe de muchas fuentes, pero que se versionan para ofrecer una línea argumental perfectamente original.
A nade se le escapa la influencia de la literatura nórdica en el legendarium de Tolkien. De una forma u otra, las razas, los personajes-tipo (incluidas sus funciones) y los temas no son puramente originales de Tolkien. Sí lo es la gesta de Frodo Bolsón y su peregrinaje por la Tierra Media buscando en el monte del destino la redención de todo ser de bien. Pero, hasta en ese sentido, el tema de la obra es una colosal batalla entre el bien y el mal en el que la primera, como suele ser habitual, sale victoriosa, a pesar de los muchos contratiempos y valiéndose de muchas argucias en las que, también, coquetea con el mal. Nada de esto es original, por tanto, de ahí el título de esta reseña; nihil novum sub sole en el planteamiento de la obra de Tolkien. Entonces, ¿qué hay de interesante en una historia que “refríe” temas clásicos en el folklore nórdico, adornándolo de influencias de otras confesiones (hasta de la católica, como en la coronación de Aragorn, al final del III libro) en un ambiente que recuerda mucho a la Edad Media del mundo occidental?
Partiremos para responder a la pregunta anteriormente planteada de la máxima horaciana docere et delectare. De entrada, es interesante leer El señor de los anillos por mero placer. Las más de mil páginas de acción, lágrimas, risas y, sobre todo, viajes bien lo merecen. Además, como la imaginación de Tolkien no se quedó en esta obra, las referencias cruzadas pueden llevar al interesado lector a bucear lenta y provechosamente en el legendarium del autor, buscando respuestas a cuestiones que en la obra que nos ocupa no pueden sino esbozarse. Entonces, la obra es una maravillosa fuente de entretenimiento.
¿Y en cuanto a la enseñanza? El tema del bien y del mal es uno de los clásicos de la literatura. Como en casi todo, no existe el personaje absolutamente bueno, pero sí el absolutamente malvado, representado en la figura de Sauron, que ni interviene. En el medio, encontramos vacilaciones, dilemas morales, fracasos, errores, redenciones. Personajes interesantes según sucede la lectura son Boromir, que paga con su vida el error de traicionar a Frodo, arrepentido y tratando de enmendarse; el propio Frodo, que en el último momento reniega de su papel y trata de apoderarse del anillo, cuestión que oportunamente resuelve Sméagol (Gollum), que había tenido un papel vacilante durante toda la acción, debatiéndose internamente entre recuperar su tesoro y ayudar a los pobres hobbits, que quedan solos al final del libro II (sobre 6, una división estructural ideada por Tolkien que la publicación en 3 volúmenes de la obra en conjunto difumina). Otros personajes que merecen la pena son la dama Garadriel, cuyo papel no acaba de dilucidarse, o el de Elrond, que adopta una equidistancia solo resuelta al final del tercer libro. Quizás hayamos olvidado a dos de los personajes esenciales: Gandalf y Aragorn. El primero cobra un papel fundamental desde el principio, pero también vacila y falla a la compañía en algunos puntos; el segundo comete el error que fundamenta todo el segundo y el tercer volumen: la disolución de la comunidad. Como se puede ver, no son personajes que puedan tomarse a la ligera, sino entes complejos que merecen mucho la pena y que, por medio de la lectura, podemos llegar a entender.
Queda mencionar una nota breve en cuanto al estilo; estilo generosamente grandilocuente que se salpica con frecuencia de canciones propias del pueblo que las entona. La música tiene un papel fundamental en la obra y, a pesar de lo que de entrada puede pensarse, leer los poemas supone ampliar las vistas de la lectura hacia planos quizás no demasiado explorados. El trabajo es tan importante que hasta Pippin actúa como cantante ante el senescal de Gondor, Denethor. Una lectura atenta de El señor de los anillos no puede dejar pasar la importancia de las canciones en relación con los temas que se van tratando y el contexto interno en el que se pronuncian. Además de eso, como ya se ha dicho, merece la pena detenerse en el ampuloso estilo con que la pluma de Tolkien va narrando las peripecias de sus personajes. Volviendo al docere et delectare, el estilo es una joya literaria que disfrutar en una lectura reposada.
En conclusión, merece la pena volcarse en la lectura del legendarium de Tolkien y, muy en particular, en El señor de los anillos. Bien es cierta la poca originalidad en sí de la obra, pero en el tratamiento se aprecia cómo el autor se desvive por darle la novedad que sus temas, sus influencias y el propio género que escribe le quitarían a priori. Simplemente, para deleitarse con las páginas de la que quizás es la epopeya fantástica más famosa del siglo xx, hace falta leer reposadamente, masticando con cuidado cada frase que su autor pone negro sobre blanco.