Soñaron lo que fueron. “Tu sueño imperios han sido”, de Álvaro Enrigue, onirismo barroco

por Sep 22, 2023

Soñaron lo que fueron. “Tu sueño imperios han sido”, de Álvaro Enrigue, onirismo barroco

por

Álvaro Enrigue, Tu sueño imperios han sido

Barcelona, Anagrama,

224 páginas, 18,90 euros

Tu sueño imperios han sido (2022) del mexicano Álvaro Enrigue (Guadalajara, Jalisco, 1969) comparte con la novela que la precede, la extraordinaria Ahora me rindo y eso es todo (2018), la selección de una encastrada en la historia de México, que el autor hace virar desde el convulso final del siglo XIX y comienzos del XX con Goyacla-Gerónimo como pilar, hasta el primer cuarto del siglo XVI, con Cortés, Moctezuma y Malinalli al frente. Para ambas escoge sendos momentos históricos clave del país azteca, y aunque la determinación de personajes, escenarios y trascendencia de los hechos es clara en las dos, las dimensiones físicas y el enfoque con que las aborda difieren, pues Tu sueño imperios han sido se aleja del patrón narrativo histórico que, sin ser el convencional, Ahora me rindo y eso es todo asumía quizá con mayor propiedad: Moctezuma, Cortés y la Malinche se desenvuelven mejor en los espacios y los tiempos de ensoñación y mistura vital barroca de Basilio, Segismundo y Rosaura.

¿Yo en palacios suntuosos?

¿Yo entre telas y brocados?

(vv. 1228-1229)

La predilección por pequeñas escenas exentas del encuentro culmen entre el Malinche Cortés y el huei tlatoani Moctezuma conducen pronto al lector al modus vivendi intrahistórico de los barrios insulares de Méhxicoh-Tenochtitlán, mientras que la penetración omnisciente en el flujo de pensamientos de los personajes principales (a los que se suman Jazmín Caldera, el traductor Aguilar, Atotoxtli o Tlilpotonqui) la permean con rasgos más propios de la novela lírica. Todo ello deviene en la estupefacción de los castellanos, incapaces entre tantos y tan diferentes estímulos reales de diferenciar estos de la maravilla o la fantasía. Tu sueño imperios han sido no es una obra que responda al taxón de histórica, pero para reconducirnos hasta el acontecimiento fáctico y arrancar a los protagonistas de la perplejidad se abre paso la efeméride, el ocho de noviembre de 1519 en que quedaron convocados Moctezuma y Cortés o, lo que es lo mismo, dos delegaciones, dos aprehensiones de la realidad y la religión, dos lenguas y dos mundos. El doctor Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (editio princeps, 1632) quedan apenas sugeridos en la obra, que instala al lector en escenas sincronizadas con estructura en cuatro partes, no capítulos, titulados “Antes de la siesta” (I), “La siesta de Moctezuma” (II), “La tarde” (III) y “El sueño de Cortés” (IV). Así, la primera de las premisas narrativas que Enrigue despliega afecta al vector tiempo, actualizando la unidad clásica que primero incidía (y ya en el siglo XVI prescribía) que las acciones no se extralimitasen de una jornada o vuelta única de sol, sea Febo o Tonatiuh. Con ello Enrigue gana intensidad en la atención, por ejemplo, con que el capitán Caldera examina la nueva gastronomía obsequiada por los anfitriones (¿o carceleros?) a sus huéspedes, la riqueza y la exquisitez de los tejidos ligeros o la disposición de una Tenochtitlán ortocéntrica, funcional e impoluta, que ha sido concebida como espacio orgánico y no como la amalgama de épocas y planos de las urbes europeas, a medio camino entre muñones derribados y la ostensión de los poderes fácticos. Méhxicoh-Tenochtitlán y su corografía se revelan como la realización definitiva de las ciudades que primero proyectara Moro y un siglo más tarde Campanella, materialización real de las capitales míticas de tantas novelas de caballerías. Los planos cenitales desde las plataformas superiores de los templos, la catábasis del entramado de túneles por los que deambulan Moctezuma y el sacerdote, el plano secuencia con que los edificios imponentes se despliegan ante Cortés y sus hombres nos instalan en una puesta en escena casi inmersiva, en la que no solo la vista o el oído juegan las bazas principales; la evocación de la atmósfera mexica también llega a través de los olores, las texturas y los sabores nunca antes imaginados: a Tu sueño imperios han sido le sienta bien la condición de literatura de los sentidos, con su doble condición hedonista y lockeana.

Con cada vez que te veo

nueva admiración me das,

y cuando te miro más,

aun más mirarte deseo

(vv. 223-226)

La concentración en tantas novedades, que lingüísticamente pone en contacto a las lenguas del tronco azteca como la popoloca y el náhuatl que habla doña Marina con la lengua del imperio que auguraba Nebrija casi tres décadas antes, vehicula una estrategia casi onomasiológica de convivencia léxica entre las palabras hermosas del sustrato (hoy día) mexica con las castellanas del siglo XVI. La máxima universal del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein cobra especial relevancia así; adentrarnos de la mano de los caxtiltecas en los referentes y significados de maceguales, calpullis, colhuas, cihuacóatl, guacamayas, quetzales, xolosquintles, mameyes, guayabas, zapotes, cu y su plural cúes, es también ampliar los límites de nuestro mundo como ampliaron los del suyo a través de las palabras vueltas por los trujamanes quienes descubrían Tenochtitlán. La concurrencia de perspectivas entre ambas culturas y los intentos de la una y la otra por ajustarse a la realidad desconocida que sale al encuentro (el desprecio que inspiran los soldados desarrapados y hediondos a los exquisitos colhuas, o la abominación que los sacrificios humanos producen en los españoles) no tiene más sustrato (tampoco menos) que el señor de la Montaña y el emblemático De los caníbales (libro I, capítulo XXX) de entre sus Essais. Por cierto que Montaigne, en su texto, dirá que “el idioma de aquellos pueblos es dulce y agradable, y las palabras terminan de un modo semejante a las de la lengua griega”, la misma con la que Moctezuma sorprende a Cortés, ambos aturdidos por la ingesta de los honguitos y las biznagas alucinógenas, al confesarle que las historia de sus dioses, los del uno y el otro, resultan coincidentes hasta en el idioma en que se han transcrito. Las palabras, que nombrando crean y conforman la realidad y el sueño, se revelan como la clave de este ensalmo onírico tanto para los personajes instalados en el lado de allá, como para los llegados allá desde este lado.

Pues si es así, y ha de verse

desvanecida entre sombras

la grandeza y el poder,

la majestad y la pompa,

sepamos aprovechar

este rato que nos toca […]

(vv. 2950-2955)

La novela de Enrigue es casi una novela coral, aunque Moctezuma y Cortés sostengan los compases principales, sin menoscabar la lucidez que Malinalli, Caldera, Atotoxtli y Aguilar presentan. Si la solemnidad de un acontecimiento como este la canalizaría la epopeya, castellanos y mexicas se van a caracterizar justamente por la naturalización de todos sus perfiles: Moctezuma aúna a la dignidad majestuosa del mayor emperador del Nuevo Mundo la desdivinización de su figura envejecida e intoxicada; es la incomprendida autoridad ante su esposa y consiliarios, el mito que se rebaja ante el mito también desdibujado que es Hernán Cortés, porque frente a frente ambos, drogados, humanos, ridículos en algún punto, brutales fanáticos (de los dioses y de la cruz) no son sino deidades crepusculares. Malinche representa la integridad anulada de la mujer inteligente que arrostra a sus veinte años escasos la humillación de la esclava utilitaria primero con los suyos, ahora amante y traductora de Cortés. Malinalli, observadora siempre de la dificultad con que ambas culturas tendrán que misturarse para una supervivencia garantizada, pero también trascendida, es la mujer curtida que, como los dos hombres protagonistas, ha iniciado igualmente su propio camino de decrepitud. Y la emperatriz Atotoxli, dotada con una visión política incuestionable, es finalmente el único exarconte que le queda a Moctezuma, porque perdió el miedo a una muerte arbitraria ordenada por el tatloani al poseer ya todo aquello por lo que envidiosos y enemigos estarían dispuestos a arriesgar la vida.

Yo he visto esta belleza

otra vez

(vv. 1580-1581)

Por último, en el giro de tuerca de sustratos e intertextos que conciernen a la obra, Enrigue disemina las más bellas alusiones a un siglo de Oro que daba comienzo bilateralmente, aunque todavía quedasen más de cien años para que México se sumase al Barroco hispano con sor Juana Inés de la Cruz. Mientras, Orlando (suponemos que furioso) y Amadís de Gaula, publicados apenas unos años antes, son las lecturas absorbentes de Cortés; las aventuras del sobrino de Carlomagno y del hijo del rey Perión tanto inspiraban emociones similares en los hombres que emprendieron la conquista como servían de espejo sobre el que proyectarse. Manrique también viaja en su valija, pero la recurrencia de su vanitas universal choca frontalmente con la asepsia de los cráneos mondos que se alinean como sonajas en el templo del huei tzompantli. Sin embargo, es el título de la novela, el verso perfecto de Calderón y La vida es sueño, el que se transforma en la última matriz en la que confluye el tiempo prospectivo de los gigantes argentinos Borges y Cortázar, el del inquietante Tiburcio de Simahonda del Morsamor (1899) con que Valera cierra ciclo y el del viejo Don Illán, que exhibía ante el deán de Santiago todo futuro. El sueño de Cortés no es sino el penúltimo tributo a la visión de un porvenir histórico y sus recuerdos (como hiciera también Elena Garro) en el que la apelación al yo-autor real y al tú-lector ad hoc dimana de la vieja metalepsis cervantina y unamuniana, pues “[…] las palabras me importan. Me parece que, además de significar y señalar, invocan.” (p. 9). Enrigue dixit.