Todos los caminos del lenguaje pueden llevar al corazón
Todos los caminos del lenguaje pueden llevar al corazón
Se pueden estudiar los fenómenos lingüísticos y quedarse en ellos; o traspasar sus límites buscando lo que esconden. Ambas posiciones han contado a lo largo de la historia con ilustres manifestaciones, de modo que una manera de contemplar la historia de la lingüística, desde luego, la moderna, es como la lucha entre autonomistas y formalistas, por un lado; e integracionalistas y funcionalistas, por otro. Nosotros siempre nos hemos alineado con los segundos, no por desprecio a los formalistas, para lo que no tenemos motivos, ni tampoco porque no haya peligro en las asociaciones mecánicas y triviales entre lenguaje, lenguas y su uso, por un lado; y las necesidades humanas, por otro. Nuestra postura responde al un afán por comprender el complejo lingüístico, así como, por él, entender mejor a las personas, específicamente su núcleo, lo que algunos filósofos (Pascal, von Hildebrand…) identificaron con el corazón y los cognitivistas ahora, con la mente enactiva.
Un buen punto de partida es el ensayo y libro homónimo de Eugenio Coseriu, El hombre y su lenguaje, en cuyo prólogo se menciona brevemente «la humanidad del lenguaje»:
Con respecto al lenguaje mismo, su humanidad implica, directamente, su complejidad y su esencial variedad (…). Con respecto a la lingüística, la humanidad del lenguaje implica, indirectamente, la necesidad de estudiarlo desde múltiples puntos de vista y, por ende, la complementariedad de las varias disciplinas lingüísticas, así como de los varios enfoques teóricos y metodológicos que les corresponden en cada caso (lo que no significa ningún eclecticismo).
En estas líneas que la amabilidad de los editores de Contrapunto ha puesto a mi disposición, quería mostrar estas ideas ocupándome un poquito de los fracasos del lenguaje, sus efectos y modos de contrarrestarlos también mediante el lenguaje. Esto último, parcialmente. Hablar es hacer cosas con palabras, como reza el archiconocido título de John L. Austin, a veces, cosas malas.
Ortega y Gasset sostuvo que todo enunciado adolece de dos limitaciones, que enunció en forma de dos leyes hermenéuticas:
Una suena así: ‘Todo decir es deficiente’—esto es, nunca llegamos a decir plenamente lo que nos proponemos decir. La otra ley, de aspecto inverso, declara: ‘Todo decir es exuberante’ —esto es, que nuestro decir manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos e incluso no pocas que queremos silenciar.
El hablante no es capaz de hacer todo lo que quiere, pero, por otra parte, manifiesta más cosas de las que quisiera, porque siempre que habla se dice. «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34).
A este fracaso en toda comunicación por las dos leyes de Ortega se une la dificultad de alcanzar la auténtica relación interpersonal, porque la comunicación se reduce, a menudo, al mero entendimiento (Pedro Laín Entralgo) o/y está contaminada por la lucha de poder entre los dos interlocutores (Carlos Castilla del Pino). De este modo, la comunicación personal únicamente alcanza su sentido pleno en casos muy contados. «Solo cuando yo doy al otro, hecho vida en acto, algo de mi propio ser, y él me corresponde en igual forma, solo entonces hay entre ambos real y verdadera ‘comunicación’» (Pedro Laín Entralgo). Nada más y nada menos.
Estas limitaciones llamémoslas estructurales de la comunicación, cuyo origen está en la propia naturaleza humana, se ven acompañadas de las dificultades del mismo lenguaje para describir y, más aún, explicar determinadas realidades entre las que destaca el interior humano, más todavía, el de uno mismo. En toda persona hay un misterio, esencialmente inefable (‘que no se puede explicar con palabras’):
El individuo es, efectivamente, inefable. No podemos alcanzar el fondo de su ser; la raíz última de la que brota su singularidad, su ‘personalidad’. Ni siquiera el individuo concreto puede él mismo decirse y manifestarse plenamente (Emilio Lledó).
Las causas generales del fracaso comunicativo referidas advierten de que es imposible que cuando hablamos el éxito sea completo, siempre hay algo que no se ha conseguido. Esto es así y no cabe ante ello sino la aceptación. Otra cosa es cuando se desciende a los casos concretos en que el lenguaje fracasa por la mala fe de los participantes. Aquí se cubre todo ese espectro de comportamientos en los que comunicador o/y audiencia no quieren cooperar, por lo menos, todo lo que espera la contraparte. A veces, la falta de cooperación no es tanto un asunto de mala fe, de dolo por seguir con otra metáfora jurídica, como de que uno de los participantes se reserva alguna información de interés por protegerse. Estamos hablando de los secretos personales, esos que acompañan la vida de cada uno casi desde siempre:
Lo que yo quiera callarme/ déjenmelo para mí;/ no me obliguen al desarme/ de honduras que no rendí. / Que uno es el hombre de todos/ y otro el hombre de secreto/ y hay que escaparse de modos/ de hacer a un sujeto objeto (Miguel de Unamuno).
A veces, el fracaso comunicativo por el factor individual puede darse habiendo cooperación. La causa de ello, la incompetencia de uno o de los dos participantes, manifestada en la falta de «habilidad para usar eficazmente el lenguaje en orden a lograr un propósito determinado y comprender la lengua en su contexto» (Jenny Thomas). Una de las consecuencias más evidentes de este fallo pragmático es el malentendido.
Por dolo o por negligencia, por falta de cooperación o por fallo pragmático, en estos fracasos del lenguaje la víctima se siente humillada o, incluso, ignorada (desconfirmada, en palabras de P. Watzlawick). Así sucede porque siente el menoscabo de su imagen, esa síntesis entre el self y el yo ideal. Este es el fruto del desprecio, el insulto, el silencio que cierra la comunicación y, en fin, del malentendido. Los casos de acoso escolar (bullyng) y laboral (mobbing) son ejemplos paradigmáticos.
¿Qué hacer cuando esto sucede? ¿Cómo paliar o anular estos efectos? Las situaciones como sus causas son tan diversas que sería absurdo pretender dar una solución, menos, por parte de un pequeño filósofo como el autor de estas páginas y menos, en unas breves líneas. Aun así, sugerimos un camino doble: el silencio, primero, y el lenguaje, después. El silencio de la escucha, para evaluar de la manera más objetiva posible el ataque, real o imaginario, recibido. En cuanto a la acción reparadora del lenguaje, esta se bifurca, a su vez, en el doble itinerario del lenguaje interior, el que estudia la psicología, para fortalecer la imagen de uno ante sus propios ojos, y del lenguaje exterior, el que estudia la lingüística, para responder al agresor, verdadero o supuesto.
Concluimos esta reflexión acerca de la incapacidad del lenguaje para satisfacer todas las necesidades de sus usuarios. Lo hacemos con la pregunta por la verdad de ese tópico del lenguaje como instrumento de comunicación. Formulado así, sin matices, no parece admisible. El gran Wilhelm von Humboldt lo advertía:
solo las lenguas primitivas se satisfacen con brindar a los interlocutores el instrumento para hacerse comprender entre sí, para informarse mutuamente acerca de sus pensamientos; las ‘lenguas de cultura’ se proponen mucho más. Aspiran a hacer que el pensamiento llegue a ser perceptible por sí mismo.
Sin embargo, necesitamos de los otros, porque «no hay sufrimiento mayor que el de estar solo» (Gabriel Marcel). Y cuando no puede hablarse, diríamos con permiso de Wittgenstein, hay que guardar silencio.