Cómo saber ser yo. Sabiduría poética de F. J. Martínez Morán en el poemario “Tacha”
Cómo saber ser yo. Sabiduría poética de F. J. Martínez Morán en el poemario “Tacha”
Empiezo a ser yo más de lo debido
F. J. M. M.
Aun cuando todavía hoy impera la creencia pseudorreligiosa de una inspiración que inunda a la persona que escribe —y el giro adolescente y pop de la actual poesía millennial ayuda a redundar en ello—, no ha sido menos fecunda en las corrientes artísticas y literarias del último siglo, especialmente en la poesía pura y sus derivaciones, la búsqueda contraria: la necesidad de pulir, perfilar e incluso borrar lo sobrante del texto convertido en máxima aspiración. Nihil novum sub sole, dicha aspiración tiene, como antecedente último en la tradición occidental, la metonimia de la piedra pómez que el poeta latino Catulo esgrimió, no ya para alisar los extremos del papiro, sino las mismas palabras de su libellum, o el concepto horaciano labor limae. En palabras más modernas, Juan Ramón Jiménez, al que se le podría atribuir erróneamente un perfil neorromántico, afirmaba: “Crítico de mi corazón, cuando yo digo del poema: ‘No le toques ya más, / que así es la rosa’, es después de haber tocado el poema hasta la rosa” (xxxii).
El grado supino de esta probable obsesión para quien se dedique a la poesía lo constituye la agrafía y/o la tachadura. Ambos estilos radicales, que diría Sontag, conectados entre sí, se corresponden con algunas de las posturas de gran rendimiento productivo en el ámbito artístico, por paradójico que esto suene. Patricio Pron lo ha demostrado en El libro tachado (2014) mediante una inmensa clasificación de tipos y figuras. La conclusión que se debe colegir, al echar un vistazo a los ejemplos teóricos y prácticos, es que existe cierta concepción bakuniana del proceso creativo en muchos autores: destruir es crear.

De Martínez Morán se puede aprender, entre otras cosas, que la reescritura es el paso más importante del largo proceso creativo, pues siempre ha subrayado las horas que hay detrás de todo poema y la necesidad de tomar el bisturí con destreza, exactitud y sin miramientos. Que doce años después de su primer libro (Variadas posiciones del amante, 2006) y su primer premio (II Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande) presente un poemario titulado Tacha (2018, Editorial Renacimiento) permite redondear una dirección y convicción poéticas, al mismo tiempo que parece abrir un nuevo ciclo. Tacha, vocablo brevísimo que suena, con razón, a touché, no es solo un título de palabra, sino un quicio.
No hace falta ser semiólogo para comprender que los libros nos entran por los ojos; así, los rayajos de la portada de este poemario, correspondientes a una carta de Verlaine a Rimbaud, se compenetran con el título del libro y los avatares de todo proceso creativo, además de que el desgaste a que ha sido sometida la cartulina de cubierta anuncia el otro gran tema: el paso del tiempo. Esta propuesta invita a una intervención directa con los medios que cada uno estime —desde la ilustración o la exégesis en el margen hasta el mismo tachado de los versos— de manera que cada ejemplar podría acabar convertido en un libro de artista único y singular.
La continuidad del verso blanco y de la silva, con respecto a sus poemarios anteriores, adquiere más que nunca el aspecto del versolibrismo si no se pone una atención académica a lo que en realidad es heterometría de endecasílabos y heptasílabos. Se cumple también la habitual concisión de Martínez Morán, cuyos poemas suelen oscilar entre los cinco y los once versos desde sus inicios, se decanta cada vez más a la esticomitia versal —coincidencia del verso con la frase— y la hiperbrevedad poemática —poemas de dos o tres versos—. Estos rasgos, sumados al carácter sentencioso de su tono, le acercan cada vez más a la línea de poetaforistas que marcan una tendencia literaria hispánica en este nuevo milenio.
El espacio recóndito del poema parece siempre un lugar apropiado para hacer balance. En este libro queda clara una evaluación de la escritura y de la vida. Martínez Morán siempre tuvo, a la manera del puer senex, una voz adulta en sus versos; por eso sorprende esta segunda madurez. O, quizás, las edades de la voz poética no puedan medirse con los parámetros de una vida humana. La precoz sabiduría que solo concede el hábito escriturario o la experiencia de la paternidad marcan al menos dos tiempos bien diferenciados en Tacha: el periodo áureo del pasado y una especie de Edad de Hierro actual en la que se han perdido los “símbolos antiguos” (18) y en la que cunde el “engaño”. Para quien conozca la formación del poeta, el uso de estos términos, que aquí reproduzco y cuya línea trato de continuar, no debe resultar misterioso. La intertextualidad resulta frecuente: los guiños barrocos a Cervantes o a Lope en el estupendo poema “Alegoría nada poco inadvertida (y tal vez muy lopesca)” (41) —deconstrucción posmoderna a nivel formal (8 + 1 +1) y temática de lo que fue un soneto—, sintonizan con las reminiscencias medievales del apartado titulado “Canciones”.
En su exaltación del “antes”, —“antaño”, “viejo” o “antiguo” aparecen en los mismos títulos de los poemas—, se valora el carácter dinámico, “tendencia” (24), de la infancia, y la capacidad intacta del “asombro”. Frente a ella, el mundo actual condena al estatismo —imagen que proviene de Tras la puerta tapiada (2009)— y a la decadencia en todos los órdenes: en el plano personal, el poeta se adjudica adjetivos —“ciego”, “necio”— y profesiones —“amanuense”, “escribano”— denigratorias hasta describirse en el poema “Pericia” (35) como un antiulises; en el plano cósmico, el carácter líquido y mortal del tiempo o la imagen escatológica de un cementerio que desborda sus límites marcan una inclinación a percibir el mundo en su sentido fragmentario y nihilista, en la línea neobarroca de la posmodernidad; esto ya se había anticipado, en parte, en el singular simbolismo de Obligación (2013), pero aquí se acentúa en cal viva: “Las palabras / desdibujan el ansia, dejan pistas / donde solo hay vacío / y ruina de vacío” (37, “Falta”); “nada entre nada y nada” (52, “Farai un vers de dreit nein”). No obstante, separar vida y obra sería un pecado en la poética moraniana porque aquí se entrelazan al modo en que lo hacen hiedra y árbol. Buen ejemplo de ello es el poema “Poética antepenúltima” (30) que sintetiza todas las ideas expuestas en este párrafo:
Testimonio del mundo hecho pedazos:
eso es ahora el verso.
No más irremediable
que antaño, sino más
preciso, más exacto en la constancia
del fragmento que nunca
formó parte de un todo comprensible.
Acta del desengaño, a lo barroco;
atestado sin ficha, ni testigos,
ni archivo, ni archivero:
continuidad kafkiana de lo inane.
Hay, sin embargo, una esperanza final que constituye también el giro más original del poemario, allí donde se diluye la distinción entre los conceptos pulir y tachar que se habían asimilado al principio de este artículo. El primer apartado del libro se titulaba “Borrado” y suponía la fase de labor limae, de precisión que, habiendo definido al yo poético de la última década, parecía haber desembocado en la parálisis creativa (12); en contrapunto, el último apartado, “Tacha”, evoca la razón de ser de lo imperfecto, idea sintetizada en el último de los poemas: “La pieza que no encaja: / esa es la imprescindible”. Frente a la lucha de arquitecto renacentista que Martínez Morán había mantenido con la palabra y la imagen, lo destruido, las “Pavesas” (71), título de otro de los poemas, deja de apreciarse al modus apocalíptico de nuestro tiempo, y es aprovechado como material poético y vía a explorar, también desde la práctica, desde la tachadura misma. Tiene lugar así, por primera vez, la consciencia de la conciliación de dos imaginarios opuestos —“la limpia certeza de mi error” (76) poético— mediante la metáfora de los “asideros” (68) y la acción de “aferrarse” (66) no solo al devenir incontrolable, sino a los dos tiempos, el antiguo y el presente, que le forman. Solo entonces, por primera y única vez, aparece la posibilidad de un “Patrimonio futuro” (76).
Ha sido mi intención, en este número especial de Contrapunto donde recuperamos algunas de las figuras más interesantes que han pasado por nuestras páginas, escribir este artículo sobre Tacha, introducir la po-(i)-ética de Francisco José Martínez Morán. En la encrucijada entre varias de las tendencias estilísticas de la época —el neopurismo y la poesía de la experiencia, entre otras—, puede ser considerado uno de los poetas más interesantes y talentosos de su generación. Ahora que la poesía, en su manifestación pueril, se filtra de un modo insólito por la red y por la vida, conviene reivindicar a los autores que alumbran el poema bajo el signo del conocimiento.
Es un libro magnífico y está crónica describe muy bien el carácter de su poética y su desarrollo.