El lugar de esta escritora: Victoria de Stefano
El lugar de esta escritora: Victoria de Stefano
Aunque la belleza sea inasible, aunque no dure y no pueda durar (nada perdura en el corazón de todo) subsiste al tacto, al olfato, a los ojos (puesto que todo en su entorno cristaliza en imágenes)
Lluvia, Victoria de Stefano
Victoria de Stefano (Rímini, 1940; Caracas, 2023) no era de mis escritoras favoritas. Sus obras más conocidas se alinean con cierto existencialismo de matiz intimista, que utiliza la introspección para deconstruir y rearmar el mundo. Desde esta óptica, Clarice Lispector era, sin dudas, uno de sus referentes. De cualquier manera, mis primeros encuentros con su literatura fueron esporádicos, no terminaban de llamar mi atención. No es mi tipo ficción, pensaba antes de soltar el libro para buscar otras lecturas, afines conmigo.
Una tarde de mayo, hace casi ocho años, en mi último viaje a Venezuela, me senté en el despacho del profesor Carlos Sandoval para discutir mi tesis de doctorado. Eran mis primeros meses de trabajo. Revisamos la tradición venezolana, buscando antecedentes que sirvieran para justificar mi propuesta, e incluso autores nuevos que engrosaran el corpus de trabajo. Victoria de Stefano ocupaba un lugar intermedio. No era una escritora novedosa, por el contrario, era casi un clásico y varias de sus obras se habían publicado antes del marco temporal que usé para estructurar mi bibliografía. Al mismo tiempo, otras de sus novelas eran ineludibles para mí. Tuve que aceptarlo: me tocaría volver a la ítalo-venezolana que, hasta entonces, me había resultado poco interesante.
Las primeras lecturas fueron superficiales, acercamientos necesarios para confirmar que la obra resultaba coherente con mi investigación. Lo pude ver: la prosa era compleja, lírica y densa a la vez, con un profundo fondo estético y filosófico. Por eso mismo, era difícil precisar una estrategia. Sus textos resultaban herméticos, al menos, para mí. Sabía que me esperaba un trabajo arduo, una revisión detenida de sus libros, sobre todo, de los que iba a analizar (El lugar del escritor, de 1991, y Lluvia, de 2002).
Fue durante mi estancia en Providence, Estados Unidos. Pasé un otoño refugiado del frío en la biblioteca, leyendo y tomando café. Dividía mi jornada entre distintas lecturas, además de escrituras y reescrituras de la tesis y de artículos. Una hora al día (por lo menos) estaba dedicada a la obra de Stefano. Un amigo me contó que, en la Universidad Central de Venezuela, donde la escritora se licenció en filosofía y trabajó posteriormente como profesora, se advierte a los estudiantes que no se puede leer un poemario de forma apresurada. Hay que dejar reposar el texto tres días, decían los académicos, entre la ironía y la seriedad. La indicación puede ser útil para el lector de las novelas de Stefano. Son tantos los hilos simbólicos que teje la narración, juntando reflexiones filosóficas y estéticas con historias personales y autorreflexivas, que es necesario detenerse y sopesar cada párrafo para apreciar los distintos niveles que posee. Ciertamente, no es una lectura sencilla.
Ya lo dije, hay una clara influencia del existencialismo. Natural, al considerar lo que estudió. Aunque siempre se inclinó hacia la literatura, nunca deja de percibirse ese inicio de su carrera intelectual. La filosofía es parte clave de su imaginario y su poética (permítanme la expresión). Sin embargo, no está vista desde la pura abstracción teórica. En cambio, las reflexiones en torno a la existencia están ligadas a la vida íntima de sus personajes. No puedo dejar de pensar en Lluvia, esa reconstrucción introspectiva del proceso creativo que señala, antes que nada, a la complejidad de la existencia. Los escasos protagonistas tienen un pasado silenciado, omnipresente. Viven con fantasmas, los traducen en manías y actitudes cuyo significado solo se percibe a través de una lectura atenta. El personaje central da otro giro: es escritora y estos espectros existenciales se traducirán en su creación. La carga metaficcional, incluso autoficticia de la historia se evidencia en este breve comentario. La estructura de la novela acentúa esto: pasa de narración en tercera persona a diario ficticio, un discurso íntimo que reconstruye el desarrollo de la escritura y que hace de espejo. La autora se refleja en la narración, es una presencia difusa, queremos pensar que es uno de los personajes y, al mismo tiempo, reconocemos las paradojas que niegan esa posibilidad.
En el prólogo escrito por Ednodio Quintero a la reedición de 2006, realizada por Candaya, se señala cómo esta novela, Lluvia, dialoga con El lugar del escritor. Ambas ponen la escritura en el centro del discurso, cuestionan la labor y el espacio de quien se dedica a la creación literaria. Por tanto, ambas pueden leerse bajo ese complejo entramado teórico que es la autoficción. No solo, lo metafictico, que ya había aparecido en La noche llama a la noche (1985), posee un matiz sutil. Además, al ambientar la historia en una fiesta de artistas, se genera una reflexión sobre el campo cultural venezolano, que ya en los años noventa se mostraba maltrecho, frívolo y un poco ridículo. La seriedad de la narración, lo lírico de la prosa, no evita que la ironía traspase y permita al lector reírse de lo absurdo que puede ser el mundo del arte, en Venezuela y en cualquier parte del mundo.
Me doy la licencia de hablar de los dos libros que más conozco. Sin embargo, creo que esto puede ser un abrebocas, quizá una síntesis, para entender la obra de una autora que todavía a sus ochenta y dos años seguía escribiendo (Venimos, vamos, su última novela, se publicó en 2019). Por supuesto, es insuficiente. Conocer a Stefano es conocer su obra, leerla, adentrarse en sus libros, agotarse en ellos y con ellos.
Hace unos años, me invitaron a participar en un Atlas de literatura latinoamericana (editado por Clara Obligado y publicado este 2022). El objetivo del libro era visibilizar autores que, por los devenires del mundo literario, han sido invisibilizados o injustamente reducidos. Había pasado más de un año desde el final de mi tesis. Mi primer instinto fue hablar de Victoria de Stefano. A pesar del respeto que se le tiene en Venezuela y de la admiración que probablemente sienta cualquiera que la haya leído, es poco conocida fuera del país. Por distintas razones, me pidieron que trabajara a una autora colombiana y aterricé en Marvel Moreno (no hay quejas). La ítalo-venezolana reapareció un años después, cuando escribí un artículo para un monográfica sobre la literatura y el juego. La obra de la escritora sigue siendo campo fértil para el análisis, al menos así lo veo.
Regreso, en resumen, a sus libros, a su literatura. Al principio, leer a Stefano me sirvió para subrayar esa distinción entre gusto y calidad. Puede sonar esnobista, se necesita de la experiencia concreta para reconocerlo: a veces nos topamos con obras que no son de nuestro agrado y que, aun así, reconocemos como buenas. Es una paradoja interesante, un vicio para quienes disfrutamos de la literatura. Sobre todo, para quienes sabemos que la ficción, como dijo David Foster Wallace, existe para alterar a los tranquilos, y para calmar a los alterados. Stefano acabó siendo eso para mí: la leía en la biblioteca de la Brown University, subrayando las frases relevantes, anotando los márgenes, señalando las claves de la historia. Fue una obsesión.
Hoy he leído la noticia de su fallecimiento y he visto sus libros en mi biblioteca. Muchas veces me pregunté qué pensaría ella de mis análisis y de mis esforzadas lecturas (quién sabe si disparatadas). Fantaseé con la posibilidad de sentarme frente a esa maestra, un par de cafés de por medio, y hablar de literatura, saber qué estaba leyendo y qué le gustaba. El mundo literario venezolano siempre se sintió cerca: esos autores que estudié en el doctorado eran mis profesores y mis amigos, las personas con quienes compartía esos espacios decadentes de las universidades y bares de Venezuela. La sola idea suena nostálgica, ocho años después de dejar el país. No puedo cerrar diciendo que Victoria de Stefano se ha vuelto mi escritora favorita. Sería deshonesto. En cambio, ella ocupa otro lugar entre mis libros: es un recordatorio, leer es expandir, interpelar, cuestionar. Y la escritura, la que ella retrata en sus novelas, la que hacemos en la academia para desarmar los textos, la que he hecho hoy para recordar y homenajear a una autora tan grande, no es más que una extensión de esa lectura. Leemos para dar sentido y esa es una tarea constante. Victoria de Stefano me recuerda cuál es “el lugar del escritor”, como lo hizo en Providence, y como lo hará cuando me atreva a reabrir ese libro y todos los suyos. Ese espacio complejo con el que tantos soñamos sin saber qué es y que ella supo perfilar en toda su riqueza simbólica.