Escribir sin fórmulas mágicas. Entrevista a Eloy Tizón

por Nov 11, 2023

Escribir sin fórmulas mágicas. Entrevista a Eloy Tizón

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Eloy Tizón (Madrid, 1964) es, como él mismo dice, un escritor veterano (por lo menos en lo biológico). Sea en el sentido que sea, su veteranía se refleja en una amplia bibliografía, que además es evidencia de su versatilidad. Trabaja distintos géneros y, en estos, hace un relativo hibridaje. Ha publicado las novelas La voz cantante (2004), Labia (2001) y Seda Salvaje (2019). También escribió el ensayo Herida leve. Treinta años de memoria lectora (2019). En esta línea, no se puede olvidar su labor de articulista para distintos medios. En el género del relato, también se puede constatar su larga experiencia. Tiene cuatro volúmenes publicados Velocidad de los jardines (1992), parpadeos (2006) y Técnicas de iluminación (2013). El último de la lista es el que publicó este año Páginas de espuma, Plegaria para pirómanos (2023), y que me ha permitido indagar, aquí, en torno a las ideas que tiene el escritor sobre la creación de relatos.

Quienes estudiamos literatura tenemos ciertos vicios. En mi caso, al leer Plegaria para pirómanos, no pude evitar pensar en el término “posmodernidad”, que despierta la sospecha de algunos y el entusiasmo de otros. Es un texto autorreferencial y autoconsciente, juega constantemente con las formas y quiebra los límites del género al que en principio pertenece, el volumen de relatos. También se encuentran múltiples referencias a la cultura en la que se produce el libro, tanto la popular como la del llamado arte “elevado”. Me interesa conocer tu opinión sobre ese concepto tan polémico, la posmodernidad, y sobre la idea de que alguien como yo pueda leer tu libro desde este.

Es un concepto que me interesa mucho, la posmodernidad. Entiendo que es un término controvertido, no acabamos de ponernos de acuerdo en torno a qué es. Esa parte de debate también me parece interesante. Tal como yo lo veo, creo que la posmodernidad introduce un sesgo sugestivo, la duda y la puesta en tela de juicio de los grandes relatos (literarios, científicos, ideológicos, etc.), los fragmenta en trozos más pequeños y manejables, y lo hace con una gran conciencia. El texto posmoderno se cuestiona a sí mismo y está lleno de referencias a otros textos, como hace Tarantino en sus películas, por ejemplo. Es un terreno que a mí me parece lícito para crear, para trabajar. Ya no escribimos desde la inocencia, es imposible y si alguien intenta hacerlo desde ahí, creo que se nota una impostura. Somos ciudadanos del siglo XXI, hemos leído, vemos cine, escuchamos música, y eso genera una trama o un tejido del que a veces no somos conscientes, pero que impregna lo que escribimos.

Claro, a la hora de escribir, yo no puedo hacerlo con la cabeza llena de referencias y pensando que voy a introducir esta o aquella. Creo que esto debe emerger de una manera natural, el texto te pide una alusión, un pequeño guiño a elementos de la cultura, sea “alta” o popular. Me gusta esa mezcla, que no haya una frontera clara entre ambas formas culturales. Son cosas que, en ocasiones, trabajo de manera consciente y, en otras, surgen en el calor de la propia creación.

La metaficción y la parodia son formas esenciales de la posmodernidad. Si hay algo presente en Plegaria para pirómanos es esto, ficciones que se interpelan a sí mismas y se autoparodian. Por ejemplo, “Grafía”, primer relato del libro, cuestiona ideas en torno a lo que es escribir y sobre qué cosa es un autor. Incluso interpela el concepto de literatura, diría. Por otro lado, textos menos explícitos en su metaliterariedad, como “Antisópteros”, siguen teniendo fragmentos de una alta carga autorreferencial. Pero no se pierde lo inmersivo, el lector puede comprometerse con las historias y los personajes. En esta línea, también cabe habar de la autoficción. Erizo es un personaje que refleja al autor en más de un sentido y protagoniza casi todos los relatos. Entonces, quería saber cómo abordabas estas cuestiones (metaficción, parodia, narrativa autoficticia, etc.).

Este es un libro consciente de que es un libro. En ese sentido, estoy de acuerdo con tu lectura. El personaje de Erizo no es autoficción, al menos como entendemos el término de manera clásica. No me interesa tampoco, como creador, entrar en la autoficción, pero sí en ese juego de máscaras que permite generar un personaje que se parece a mí (sin ser yo). Le presto, en ciertos momentos, mi mirada. Hay un grado de coincidencias elevado. Ahora, luego invento circunstancias que no he vivido. Creo que lo empujo hacia la ficción (y no hacia lo “auto”).

Yo lo asocié con la “autoficción especular”, propuesta por Vincent Colonna, una forma autoficticia que juega con la figura del autor, sin necesidad de referir la biografía de quien escribe. Ahí es donde quería ir con la pregunta anterior. Erizo no es, desde mi punto de vista, un espejo de Eloy Tizón, el escritor, sino de la figura autorial. Quizá, con mi pregunta, apuntaba en esa dirección: ¿tienes intención de interpelar la figura del autor y su rol en un texto?

Cuando llevas tiempo escribiendo, como es mi caso, que tengo cierta veteranía (aunque solo sea biológica), es difícil resistir la tentación de preguntar por la propia naturaleza de las historias. Escribir no es solo desarrollar un argumento con más o menos pericia. Hay un deber de honestidad, hay que mostrar los bastidores, lo que hay detrás del escenario, y también honestidad sobre el sentido de lo que narramos. ¿Por qué contamos historias? ¿Qué nos lleva a contarlas? ¿Qué grado de fiabilidad hay? En ese sentido, sí hay autorreferencialidad. Los personajes ponen en tela de juicio lo que se está contando. Esas sombras son inherentes al hecho de narrar. Esa acción siempre despierta sospechas.

Este proceso me supone un reto. También ayuda a quitar el peso solemne que puede tener la literatura y, concretamente, el contar historias. Plantear al lector la posibilidad de que lo narrado sea verdad o tenga un grado de mentira, invitarlo a preguntarse si pasó así o de otra manera, son cuestiones casi obligatorias en la actualidad.

Sobre este tema es particularmente relevante el primer relato del libro, “Grafía”. Se representan tres figuras autoriales. Xavier Serio es el escritor genial y poco conocido. Halma Tigredi, la famosa autora que, en realidad, no existe. Por último, el propio Erizo, que publicó un libro que nadie ha leído. El cuento cuestiona la autoría literaria, la autoridad que posee esta figura.

Es un relato que plantea una mirada irónica sobre distintas formas de encarnar la figura literaria de la autoría. Está la autora de éxito, que luego no sabemos si es un compendio de escritores que se ocultan tras la firma, pero que llega a estar nominada al Nobel (ahí me permito cierta broma y burla). Luego está el autor de culto, figura instalada en la sociedad occidental y sobre la cual también hago cierta ironía. El lector no sabe si él es tan bueno como asegura el narrador, quizá sea una fantasía o una idealización. En tercer lugar, el autor con mucha enfermedad literaria: ha publicado un libro supuestamente ambicioso con el que no ha pasado nada. Realmente, no sabemos si él va a seguir escribiendo o si es de las personas que abandonan sus proyectos. Son tres figuras ambiguas. No quería hacer una burla clara de ninguna ni colocarlas en un pedestal. Y, efectivamente, al final, la pregunta de fondo es en torno a la autoridad de quien emite un discurso.

Quisiera hacer un contrapeso a estas preguntas, marcadamente teóricas. La lectura metaficticia genera distanciamiento, el texto metaficcional hace un guiño a quien lee, le recuerda que lo narrado es artificioso. En cambio, en este libro, hay un equilibrio entre la autoconciencia y la capacidad de generar una lectura inmersiva, de producir empatía por quienes protagonizan el relato. Hay muchos textos en los cuales predomina un tono íntimo y existencial. “El fango que suspiras” sería un claro ejemplo de esto. “Anisópteros” me recordó a Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Roland Barthes, plantea un discurso que se estructura como un híbrido entre el monólogo y el diálogo. En resumen, hay relatos que, sin dejar de ser autoconscientes, resultan íntimos y producen, me parece, empatía en el lector.

Coincido con lo que dices. A veces, los textos metaliterarios tienen un punto de frialdad. Me gustan los juegos con las estructuras y demás, pero entiendo que hay un riesgo de caer en el concepto de laboratorio: un texto bien resuelto que a mí, como lector, no me interpela. Entonces, hay un elemento que tiene importancia, la emoción. Intento que, por mucho juego metaliterario, no se pierda el componente humano que apela al lector. Trabajo con el horizonte de conseguir una cierta emoción. A veces, el cuento puede ser el rodeo para llegar a ese lugar. Me sirvo de las palabras, de las imágenes, de los personajes como de un trayecto que no es un fin en sí mismo, quiero que estos elementos desemboquen en ese momento un poco epifánico, si quieres, o emocional. Algo que lleve al lector a decir: esto no es solo un juego cerebral, hay aquí una fibra que me ha tocado. No me gustaría escribir libros fríos. Intento lo contrario, que tengan temperatura.

Creo que se evidencia en el hecho de que tus narradores tienen una cualidad, como dices, cálida. El fluir del discurso no es mecánico. Hay oralidad, a veces, y juegos con repeticiones, en otras.

Hay un punto coloquial, si quieres. Son una mezcla entre eso y lo culto. Hay sentido del humor (espero que se perciba) y sirve para oxigenar el discurso. Intento no privilegiar ninguno de los dos aspectos, no sé si lo consigo o no. Me gusta la biblioteca y el archivo, pero también la calle y el jaleo. Intento hacer ese malabar.

Ya lo hemos hablado, juegas mucho con la forma del relato, y no solo con textos autoconscientes y metaficticios. “Dichosos los ojos” tiene un tono lírico y el contenido narrativo es reducido. El lector puede preguntar: ¿esto es un relato o un poema? Porque llevas las posibilidades del género de la ficción breve al límite. Quizá es una pregunta ambiciosa, pero me interesaba saber qué es para ti un relato y, más allá, qué constituye un buen relato.

Sí es una pregunta ambiciosa. Lo que dices es cierto, me gusta acercarme al precipicio, sentir ese vértigo, ponerme en el límite y no saber si estoy escribiendo un relato o pasando a otro género. En “Dichosos los ojos” es obvio que podría leerse como un poema en prosa u otro género. Porque esa pregunta (¿qué es un relato?) es implícita para mí y quiero trasladársela al lector, para ver si entre ambos llegamos a un cierto consenso. No tengo una fórmula mágica. Valoro los textos que me sacuden las convicciones previas, que me obligan a hacer ese movimiento de retroceso y plantear la pregunta, ¿esto es un relato? Y si no lo es, hay que preguntar por qué.

En ocasiones, mientras leía, me preguntaba, ¿dónde está el relato? Los inicios de tus textos suelen ser impresionantes y después avanzas y es cuando uno, como lector, reflexiona sobre estas cosas.

Yo me revelo contra la perspectiva clásica, que tiene muy claro lo que un relato es, lo que debe tener, lo que no puede faltar, lo que sobra, etc. Algo en mí me impulsa a hacer lo contrario. Me pregunto qué pasa si no hay conflicto, por ejemplo. Esto es un dogma de fe, un relato debe tener un conflicto. Entonces, yo me propongo indagar en la posibilidad opuesta. Me gusta el debate, aunque no lleguemos a conclusiones definitivas. Es una pregunta abierta y me parece bien que se mantenga así. ¿Hasta dónde podemos hablar de relato? ¿Cuándo hablamos de otro género? ¿Hay una contaminación de géneros? Es algo propio de nuestra época: relatos que se acercan a la poesía y al ensayo. Me interesa que el lector entre en un terreno de cierta incomodidad. No me gusta que haga una lectura donde nada le perturba. Quiero lo contrario, que algo le modifique. Por lo menos, que le obligue a hacerse preguntas.

Es uno de los principales intereses de Plegaria para pirómanos, sería difícil sintetizar tu noción de relato en pocas palabras, cada texto parece una propuesta propia. Por eso quería preguntar qué es un relato para ti. Sin embargo, al mismo tiempo, tu libro muestra una cohesión evidente. Erizo tiene una presencia constante. También hay otros personajes que aparecen en más de una historia. Se cuentan fragmentos de una misma historia o, quizá, un mismo universo. Otros volúmenes que hacen esto empiezan a rozar con el género de la novela (y viceversa, encontramos novelas tan quebradas que parecen libros de relatos). Quería acabar preguntando qué es para ti un volumen de relatos.

Ese era el desafío al escribirlo. Es un libro de relatos unitario. Yo pienso en términos de un ciclo de cuento, antes que en un volumen. Es buscado y premeditado y era algo que yo no había hecho hasta ahora. Tenía mucha voluntad de que no fuera una suma de textos, sino un libro completo. Y en el transcurso de la redacción se me planteó la duda de si podía ser una novela. Estuve meses dudando. Con el paso del tiempo, el propio libro se decantó en otra dirección. Y bueno, para mí no es una novela. Aunque ocupe un territorio un tanto intermedio, es finalmente un libro de relatos, a mi modo de ver. Me parece que venderlo como novela sería hacer una trampa. Pero no se cierra esa posibilidad de decir: estoy jugando con elementos novelescos, al igual que con algunos poéticos.

Yo le pido al libro de relatos una cierta coherencia interna, que puede venir de muchos aspectos. No hace falta que sea un mismo personaje o que haya una voluntad tan unitaria como en este libro. Sin embargo, quiero que, al leerlo, algo te diga “este cuento tiene que estar en este libro y no en otro”. Puede haber una lógica interna, una voluntad o un recorrido, que el texto te lleve de un principio a un final. Hay muchas maneras. Pero a mí me deja insatisfecho el libro que es un cajón de sastre, con textos de diferentes estilos.