¿Una nación enferma? “España invertebrada”, de José Ortega y Gasset

por Nov 15, 2023

¿Una nación enferma? “España invertebrada”, de José Ortega y Gasset

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Es probable que la mayoría de nosotros escuchemos a diario multitud de opiniones, de proclamas, de concepciones y de posicionamientos diferentes referentes a la sustancia propia de España: hay tantas visiones del país como paisanos hay conviviendo en él; hay tantas perspectivas que se arrogan la primacía en su carácter de verdad y abarcabilidad como españoles hay presentes a lo largo y ancho del territorio: parece que cada español, siempre asentado sobre una serie de circunstancias que, quiéralo o no, acaban por condicionar sustantivamente su posicionamiento y sus preferencias, guarda una especialísima y particularísima mirada sobre su país, mirada que, por lo demás, no se reconocería a sí misma como visión sectorizada de una realidad más grande, mirada, en consecuencia, parcial y meramente individual, sino más bien como traducción omnicomprensiva y unívoca de una realidad que puede ser conocida toda ella, sin recortes ni mediaciones. De ahí que, a menudo, los españoles seamos incapaces de ponernos de acuerdo siquiera acerca de la propia existencia de la nación, o incluso de su entidad, de su índole moral, o de su legitimidad histórica. Puede que sea interesante, en este sentido, aludir aunque sea superficialmente a una de las concepciones más significativas —significativa tanto por aquel que la ideó y como por el contenido propio de la misma— que da cuenta precisamente acerca de esta cuestión. Es nuestro objetivo, de esta forma, brindar y exponer resumidamente la teoría de Ortega y Gasset acerca de la génesis de España como nación, que pretende explicar por qué España es lo que es a día de hoy y por qué el rumbo histórico de España ha sido el que ha sido y no otro diferente.

España invertebrada (1921) es una pequeña obra cuyo contenido es, en cambio, inmensamente rico y sugerente: hay en ella numerosos elementos que, a día de hoy, podrían resultar hilarantes y ridículos; hay otros, sin embargo, que obligan a hacer un análisis prolongado y extensivo, cuya índole requiere una reflexión seria y detenida. Este libro trata, como su propio título indica, de describir el estado de descomposición o invertebración que sufre España con especial intensidad en la segunda década del siglo XX, circunstancia que ha ido desarrollándose a lo largo de la historia nacional: el suelo social básico sobre el que toda comunidad se asienta, el proyecto que vigoriza la vida en común de personas convivientes en una misma sociedad, se ha ido resintiendo en España a lo largo de siglos de paulatina erosión de la vida nacional; esta situación gravísima se habría vista agravada, según Ortega, por la insuficiente actividad y la creciente abulia que los españoles habrían empezado a experimentar tras la derrota de Cuba en 1898; sin embargo, este desentrañamiento angustioso habría sido la tónica a lo largo de la historia del país. El español contemporáneo se habría convertido, en este sentido, en un ser particularizado y particularista, impermeable a las necesidades de ajenos e indiferente a los destinos de su patria. Es precisamente el fenómeno del “particularismo” aquel que mejor identifica al país en su comportamiento social: el español, en ocasiones, no se hace cargo ni de sus propios compatriotas (caso ejemplar es el de los catalanes o el de los vascos, ¡también el de los “sevillanos” o los propios castellanos!) ni de los destinos de aquellos que no comparten clase social con él: este es, según Ortega, el particularismo más disolvente y nocivo, aquel que ha podrido los pilares convivenciales del país. España, en consecuencia, más que una nación, se constituye como una serie de “compartimentos estancos”, de torreones aislados unos de otros, que se apropian del derecho de creerse poseedores del monopolio de la razón; no se concibe en la España de Ortega que otros puedan tener razones o derecho a exponerlas, ni siquiera se atiende a la legitimidad del existir del resto de grupos sociales.

Esta problemática disyuntiva en la que los españoles se han visto inmersos a lo largo de siglos de convivencia en común no es consecuencia de una situación accidental, tampoco de de un crisis histórica concreta, sino que es más bien producto de un problema esencialmente adherido a la propia naturaleza de la nación: España, desde su nacimiento, es un país enfermo, decrépito, invertebrado y desestructurado; España no ha sido un país en el que se hayan realizado grandes empresas ni heróicas hazañas, y esto se debe al carácter eminentemente popular de la nación; se debe, en definitiva, a la ausencia constante en el tiempo de líderes o élites que pudieran haber guiado los destinos del país. La ausencia de un “proyecto sugestivo de vida en común” ha propiciado que, a lo largo de años y años de desarticulación del sustrato nacional básico que aunaba a los españoles, España se encuentre en una situación de inanidad vital grave. Y esta inanidad, que ha ido germinando lenta y subrepticiamente, se cultivó en el mismo momento en el que los visigodos pisaron suelo ibérico. En efecto, ya desde la propia fundación del país, se empezó a forjar el especial carácter de los españoles, su concretísimo modo de vida, su particularismo y su egoísmo, su plebeyismo y su impotencia.

Los visigodos se asentaron a lo largo y ancho del territorio ibérico coincidiendo con el decaimiento definitivo del Imperio Romano; fue tras su caída final cuando los godos, provenientes de Germania, pudieron acoplarse definitivamente en la Península, imponiendo su hegemonía política y social sobre el marasmo de tribus autóctonas que en aquellos tiempos la habitaban. Este pueblo presentaba una idiosincrasia específica, diferente, por ejemplo, a la de los francos, pueblo germano que se asentó a lo largo del territorio galo. Ortega se detiene, a la hora de definir de forma más fidedigna el carácter de los visigodos, en contrastar el impacto histórico de estos con el de los galos: mientras que los visigodos ya habían mantenido una cierta relación de reciprocidad y de intercambio cultural y material con los romanos, habiendo aprendido, por tanto, el uso del Derecho y habiendo asimilado las formas y las tradiciones propiamente romanas, los godos irrumpieron con fuerza en la Galia, vertiendo sobre su suelo una vitalidad desbordante que, a la postre, acabaría por distinguir a los esforzados y enérgicos franceses de los abúlicos e inanes españoles. La clave de la mayor energía que los francos presentaban con respecto a los visigodos reside, primero, en su menor contacto con la civilización romana y, segundo, en su carácter feudal: en efecto, España careció de feudalismo, circunstancia fundamental que explica la insuficiente vitalidad de los españoles; Francia, en cambio, subsiste por la herencia del sistema feudal de vasallaje señorial. El problema de España, explica Ortega, fue la ausencia de este tipo de vasallaje, sistematizado y extendido, carencia que acabó por dar al traste el proyecto histórico de los españoles. Estos, en vez de acogerse a la fuerza del señorío y de las armas, acabaron por abrazar la fuerza del Derecho, a fuerza de carecer de feudalismo y de élites lo suficientemente asertivas y dominantes.

Ortega y Gasset, cuyo postulado básico es el de que, para que se dé una sociedad, esta ha de estar integrada, en primer lugar, por élites que guíen sus destinos y, en segundo lugar, por masas obedientes y mansas, consideramos que, queriendo evitar arrojarse en posicionamientos de tipo esencialistas y quietistas, acaba, al reconocer un carácter permanente y esencialmente definitorio de España, por hacerlo; es conveniente, a la hora de abordar el análisis de las estructuras nacionales, atender al desarrollo histórico y a los efectos concretos del abanico de innúmeras variables que intervienen en la conformación de una nación, de una comunidad; en caso de no hacerlo y de remitirnos únicamente a, por ejemplo, factores psicológicos, o a factores meramente económicos, el análisis quedará irremediablemente incompleto.