Hacia la aldea ya visitada. “Peachtree City”, de Mario Obrero
Hacia la aldea ya visitada. “Peachtree City”, de Mario Obrero
Mario G.ª Obrero, Peachtree City
Madrid, Visor Libros (Colección Visor de Poesía)
75 páginas, 12 euros

Conocí la obra de Mario Obrero una mañana de tórrido verano, gracias a la entrevista, publicada en El País, que un profesor de la UCLM me envió para que leyera; esta, de Jesús Ruiz Mantilla, era mala de solemnidad, como le comenté a este profesor, pero me permitió asombrarme de lo maravilloso que era ver la madurez, la capacidad de expresión y las ideas de un joven de diecisiete años. Conocí a Mario Obrero poco después, en Toledo, en un curso de verano de la propia universidad. Resulta curioso: sin esa mala entrevista, haber visto su cabello largo y rizado, su conmovedora sonrisa, su torrente de voz o sus prodigiosas ideas no hubieran producido en mí demasiado interés. Sin embargo, conocer al autor de Peachtree city, obra ganadora del XXXIII Premio Loewe a la Creación Joven, produjo en mí una emoción sorprendente, como si estuviera ante uno de los grandes ídolos de mi vida. Trataré de explicar en las siguientes líneas las bondades de este poemario, que no es el primero que escribe su autor, pero sí el que, quizás, sea el primero que alcanza el Olimpo de los dioses de lo lírico.
Dice Antonio Lucas, en la contraportada del poemario, que el poeta “se habla a sí mismo, con rotunda y hermosa ambigüedad”. Leer a Mario Obrero es nadar en la más absoluta incertidumbre de la metáfora perfecta; el significado que encierra un estilo sin puntuación, que fluye solo, es accesible únicamente despojado de diferentes formas surrealistas que enmascaran un mensaje crítico, áspero, satírico y duro con la sociedad que nos ha tocado vivir. De los versos largos, que como todo buen poema encierran una ideología clara, se deducen los compromisos del poeta con su tiempo, clamando por la libertad.
A pesar de todo esto, siempre he defendido que las intenciones del autor deben quedar de lado a la hora de analizar literatura, por lo que la propia ideología de Mario Obrero, su compromiso o sus ansias de libertad quedan ocultas para siempre en la maraña de su mera obra, que es un poemario que habla por sí solo. En él, vemos (o veo yo) una voz preocupada por la sumisión social al sistema que nos domina, ganas de salir, de luchar por cambiar la situación actual, de no resignarse ante la apatía del mundo… Y todo ello lo hace con un estilo característico, poblado de viajes a otras lenguas, metáforas maravillosas, un universo de símbolos delicadamente expuestos y, sobre todo, un discurso fluido, sin barreras de ritmo marcadas por la ortografía. Esto lo ridiculizaba Jesús Ruiz Mantilla en la entrevista antes mencionada, pero yo creo que es uno de los rasgos más interesantes de la voz de nuestro ilustre joven poeta. Una voz que, volviendo a Antonio Lucas, no renuncia “a compañeros de viaje (Lorca, Whitman, Ginsberg, León Felipe), pero el camino es extraordinariamente suyo”. Los maestros aparecen claramente retratados a lo largo del poemario, pero la independencia del autor respecto a ellos no deja de estar patente.
En suma, hablamos de un poemario que cada uno debe leer para poder meditar y tratar de entender. No deja de ser una obra cuyo sistema estilístico —y quizás hasta temático— no es puramente original. El influjo de autores canónicos anteriores está presente a lo largo de toda la obra, pero se ve un afán constante de ruptura, de cambio, de alejamiento y de libertad; resulta curioso, entonces, que se comenzara a escribir en un vuelo y se culminara en mitad del confinamiento impuesto por la primera ola de COVID-19. Ante la opresión social, poesía que se hace humana y clama por un mundo más comprometido con quien lo necesita; ante la opresión vital, poesía que se hace humana y busca miradas que reconforten, ayuden y critiquen. Todo ello lo encontramos en una obra que, seguramente, quedará eclipsada por otras muchas que su autor redactará en su, seguro, larga y provechosa carrera.
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