La autoficción en una cáscara de nuez
La autoficción en una cáscara de nuez
¿No estamos “cansados de la autoficción”?, preguntaba en 2017 Ana Caballé en un artículo de El País. “La autoficción, ¿no estamos hartos de ella?”, se interrogaba más recientemente aún la radio France Culture en uno de sus podcasts. La paradoja de tales preguntas es que son reveladoras del enorme éxito de esta práctica literaria, el cual no ha hecho más que crecer durante las últimas décadas, hasta culminar hace poco en el Nobel atribuido a Annie Ernaux. Jamás la autoficción había estado tan masivamente presente en las novedades editoriales y los medios de comunicación, ni tampoco había recibido semejante reconocimiento académico. Nunca, por consiguiente, la necesidad de entender mejor este fenómeno había sido tan imperiosa.
Admitámoslo, algunos artículos y libros sobre la autoficción parecerían escritos para provocar dolores de cabeza. Evitemos hacernos más nudos en el cerebro y propongamos una definición sencilla. La autobiografía es, como sabemos, la vida de una persona contada por ella misma con una promesa de verdad; la autoficción también es la vida de una persona (o parte de esta) contada por ella misma, cultivando sin embargo cierta libertad en su relación con la veracidad, por una multitud de razones posibles. La amplitud del recurso a la imaginación es tal, que en algunas autoficciones es apenas detectable mientras que, en otras, es tan generoso que no queda en ellas casi ninguna huella de lo que llamamos nuestra ‘realidad’. El concepto se acuñó en Francia en los años 1970, pero la autoficción se practica desde hace mucho más tiempo en los cuatro rincones del mundo. Pese a los esfuerzos ya colosales de incontables investigadores e investigadoras, sigue siendo una vasta terra incognita, en particular en varias regiones de Hispanoamérica. ¿Algún/a valiente explorador/a, entre quienes lean este artículo?
Nadie se lanzaría a tan loca aventura, por supuesto, sin saber por qué. Comencemos por descartar el prejuicio según el cual se trataría de una literatura esencialmente narcisista, desprovista de creatividad y de interés social. Cuanto más aprendemos sobre ella, más compleja se revela, prueba de que el desdén o el cansancio de muchos es ante todo el reflejo de una incomprensión. La diversidad, la riqueza e incluso la sofisticación de la autoficción es por mucho superior a todo lo que puedan expresar las pocas palabras que caben aquí, en esta modesta cáscara de nuez.
Citaré un ejemplo que servirá de… contrapunto. La mayoría de las novelas sobre la Revolución que había agitado México durante la década 1910 narraban con pasión las grandes hazañas de sus generales. En Cartucho (1931), una de las más tempranas autoficciones mexicanas, Nellie Campobello se basó en cambio en su experiencia personal para contar la historia de los olvidados de este acontecimiento mayor: las mujeres y los niños que se habían quedado en casa, esperando a maridos, padres y hermanos partidos al combate, del que muchos no regresarían. Otra originalidad, aunque en el momento de los hechos la autora ya era una adolescente, hizo la elección de describir las atrocidades de la lucha desde la perspectiva de una niña, como si de un juego divertido se tratara, para denunciar la absurdidad de esta guerra. Por ser una autoficción, escrita por una mujer que, por colmo de males, se atrevía a desacreditar la Revolución, en una época en que ninguna de estas cosas era habitual, Cartucho fue ninguneada durante décadas. Hoy, es un clásico de la literatura mexicana.
Leyendo autoficción, se aprenden principalmente tres lecciones.
– Primera lección: autoficción ≠ autobiografía. En ambas el autor está en el centro, pero además de la disparidad de contenido (jamás un autobiógrafo contaría, digamos, que atravesó el Nilo en la espalda de un cocodrilo) hay cierto contraste estilístico. Para publicar una autobiografía, la celebridad de quien escribe prima sobre su don, o su ausencia de don, para escribir. Para publicar una autoficción, la celebridad de quien escribe puede ayudar pero no es tan importante como lo que escribe y cómo lo escribe. El autobiógrafo presupone que el cerebro humano es capaz de retener, en su propia diminuta cáscara de nuez, el conjunto de una vida. El autoficcionalista es un irónico que no cree que esto sea posible, de allí que (re)invente en mayor o menor medida su historia de vida.
– Segunda lección: autoficción ≠ novela. Como en la novela, hay invención, pero al autoficcionalista le parece raro que el novelista, cual Dios reencarnado, lo sepa todo de su universo de tinta y papel, todo a la vez en todas partes, incluido dentro de la cabeza de cada personaje. En la autoficción, el autor ocupa la posición más humilde de personaje entre los personajes, que no ve ni sabe más que el resto de ellos. Hay algo de autoderrisión en esta bajada voluntaria del pedestal, y, de hecho, en sus relatos los autoficcionalistas se burlan regularmente de sus propias imperfecciones, lo cual contribuye en cierto modo a volverlos más humanos.
– Tercera lección, algo contradictoria: siendo diferente de la autobiografía y de la novela, la autoficción no puede ser descrita de otra manera que como un género a caballo entre ellos. ¿Más nudos en el cerebro?, preguntarán los escépticos. Tal vez, pero quizás no todos los nudos estén hechos para desenredarse. Nuestras sociedades actuales, veloces y sobreconectadas, fomentan juicios cada vez más apresurados y tajantes. Quienes estudian la forma de leer de los lectores no profesionales han demostrado que esto también afecta a la interpretación literaria. Las redes sociales de lectura empujan tácitamente a sus ‘usuarios’, entre los cuales se encuentran nuestros estudiantes, a renunciar al matiz. Están diseñadas de tal manera que llevan a clasificar los libros lo más categóricamente posible, para saber más exactamente qué libros venderles y maximizar sus ganancias. “La autoficción es un acto de resistencia”, dijo hace poco otra mexicana, Rosa Beltrán, en la Academia Mexicana de la Lengua. También lo creo. Es por definición irreductible a los algoritmos y atajos de pensamiento. Aunque solo sea por esta razón, merece que sigamos explorando y enseñando sus virtudes en nuestras universidades.