Liberté, égalité, cliché: Francia a través de los ojos de “Emily en París”

por Oct 27, 2020

Liberté, égalité, cliché: Francia a través de los ojos de “Emily en París”

por

Emily en París

Creador: Darren Star

Reparto: Lilly Collins, Ashley Park, Philippine Leroy Beaulieu, Lucas Bravo, Camille Razat

Duración: 10 capítulos, 30 minutos aprox. c/u

Crear una obra audiovisual en base a los tópicos que giran en torno a una cultura concreta es tan habitual como previsible. Hollywood lleva haciéndolo décadas sin el menor de los remordimientos y hasta ahora parece haberle funcionado. La industria del cine afincada en la Costa Oeste norteamericana ha gastado kilómetros y kilómetros de celuloide en mostrar una Europa distorsionada a través de los ojos de cualquier yankee trasnochado. La bucólica vida griega de Meryl Streep en Mamma Mia!; la fascinación por Italia de Julia Roberts en Come, reza, ama; los mariachis del Park Güell en uno de los capítulos más chirriantes de Cómo conocí a vuestra madre o los Sanfermines sevillanos de Knight and day son solo algunos de los ejemplos más taquilleros de los últimos años. Sin embargo, España no está libre de pecado y en sus carteleras también han destacado cintas que buscaban la carcajada fácil a través de los estereotipos más manidos. No hay más que ver la Alemania de Perdiendo el Norte o, sin ir más lejos, el retrato de Andalucía y Euskadi en Ocho apellidos vascos. Hipérboles de una realidad mucho más compleja que ahora llega a Netflix de la mano de Emily en París, la nueva serie de Darren Star que prometía seguir la estela de Sexo en Nueva York y que no le llega ni a la suela de los Manolos.

La última apuesta de la plataforma de streaming narra las aventuras de Emily, una joven e ingenua estadounidense que, de la noche a la mañana, decide romper con su vida para mudarse a París. Allí llega con una maleta llena de sueños y también de firmas de lujo para empezar a trabajar en Savoir, una agencia de publicidad vinculada a la filial de Chicago a la que la protagonista pertenece. Su función en la empresa está más que clara (ella se encarga de repetirlo en prácticamente todos los episodios) y no es otra que «dar un punto de vista estadounidense al equipo». Una visión discordante que siempre resulta ser la acertada y gracias a la cual consiguen prosperar en sus diferentes proyectos y negocios.

Es en este punto de partida donde reside el problema de toda la serie. Y es que Emily y su peculiar visión norteamericana parecen haber sido enviadas a la capital francesa para explicarles a sus habitantes cómo funciona el mundo; para enseñarles qué aspectos de su cultura son lógicos y cuáles, por el contrario, deben cambiar. Como si se tratase de una versión contemporánea del complejo del ‘salvador blanco’, el único objetivo de esta confiada millennial es evangelizar a todo aquel que se cruza por su camino, sin cuestionarse en ningún momento si su planteamiento es deseado o no. Emily —interpretada por Lilly Collins— no es más que la personificación de Estados Unidos; una reedición dulce y adorable del tío Sam que, sin parecerlo, mira por encima del hombro la forma de vida parisina. La serie pretende ser un retrato divertido de la sociedad francesa y acaba siendo una muy mala caricatura; un amasijo de topicazos disfrazados de inocentes primeras impresiones que no sientan demasiado bien al espectador europeo.

Entre tanto cliché —término curiosamente de origen francés—, también hay algo de luz. A Emily en París le ocurre lo mismo que a esos regalos perfectamente embalados que acaban cogiendo polvo en el último cajón del armario: su envoltorio es perfecto aunque su contenido no entusiasme demasiado. Rodada íntegramente en París, sin decorados de por medio, la serie consigue captar los rincones más bonitos de la ciudad del amor y meterlos en 16:9, haciendo un recorrido por algunos de los lugares más emblemáticos sin caer en obviedades. Emily no sube a la Torre Eiffel pero sí que visita la Ópera Garnier; no entra en Notre Dame pero sí que pasea por el Museo de Orsay.

Lo mismo ocurre con el vestuario de serie. Diseñado por Patricia Field, encargada de vestir a Carrie Bradshaw y a sus compañeras en Sexo en Nueva York, este no se limita a coronar a la protagonista con boinas, a llenarla de rayas horizontales ni a enfundarla en abrigos de tweed. Las prendas de Emily van más allá y se inspiran en los estilismos de Audrey Hepburn en Una cara con ángel, pero también en la moda callejera más actual. Frescura y clasicismo encarnados en piezas de firmas francesas como Chanel o Chloé pero también de marcas estadounidenses como Off-White o Christian Siriano. Un binomio que destaca por encima del guion y que logra traspasar la pantalla. 

Lo que se ve en Emily en París es mucho mejor que lo que uno escucha o siente en cada una de las escenas. El set de grabación es inmejorable, las actrices están impecables y sus modelitos son de lo más envidiable. No obstante, da la sensación de que el creador ha querido cuidar tanto la estética que se ha olvidado por completo la ética, convirtiendo su obra en una preciosa frivolidad; en una serie para poner de fondo en esos días en los que sabes que vas a hacer más caso al móvil que a la televisión.