Personajes (extra)ordinarios: “Piedra de mar” y Francisco Massiani

por Abr 3, 2019

Personajes (extra)ordinarios: “Piedra de mar” y Francisco Massiani

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Si estuviéramos en 1968 y tuviéramos que hacer una reseña de Piedra de mar, de Francisco Massiani (Caracas, 1944-2019), estaríamos obligados a reconocer sus virtudes más evidentes.  Por eso, habría que empezar por hablar de la agilidad de la prosa, que avanza a un ritmo agradable, sin hacerse pesada en ningún momento, y te mantiene enganchado a lo largo de la novela. Asimismo, tendríamos que resumir la trama, que gira en torno a un adolescente enamorado, Corcho, y las triviales desventuras que vive en la capital venezolana intentando conquistar a la chica que le gusta, Carolina. Esta historia, entre otras cosas, le ha valido el estatuto de “literatura juvenil”. La categoría ha resultado en cierto nivel un estigma, pues muchos lectores, e incluso críticos, la consideran algo negativo, un rebajamiento, como si el hecho de ser exitosa entre los lectores jóvenes le negara la calidad literaria. No debemos cometer este error. Aunque la etiqueta resulta bastante precisa, descalificar el libro por su carácter “juvenil” sería un error.

Prueba de esto es el reconocimiento que ha recibido Piedra de mar desde hace más de cuarenta años. Hablamos de una novela que sigue sumando lectores, que muchos de los escritores jóvenes de Venezuela reconocen como un referente personal y, más allá, que los críticos señalan como un punto clave en la literatura del país. También atestigua la importancia de esta, y de toda la obra de Massiani, el Premio Nacional de Literatura que recibió en 2012. En resumen, lo más importante es que este libro sobrevive a los años y se mantiene fresco a pesar de los muchos cambios que ha vivido la sociedad, venezolana y global, desde su publicación.

Abandonemos la perspectiva del reseñista y demos una mirada analítica al texto. ¿Qué hace que esta novela inicial de Massiani pueda ser considerado un clásico? Corcho, el protagonista y narrador, al moverse por la capital venezolana, se sumerge en un microcosmos con unas reglas y códigos particulares, leyes tanto de la ciudad como del ambiente adolescente en el que se desenvuelve, que son revelados a medida que avanza la historia. Sobre todo, lo que caracteriza la narración es un ritmo rápido, dinámico y un poco caótico, aunque con una coherencia propia; un ritmo que no solo es de la novela, sino también de Caracas. La historia transcurre en el curso de unos pocos días, en los cuales el protagonista visita los puntos claves del mundo en el que vive —las playas de La Guaira, el Bulevar de Sabana Grande, las calles de Altamira, el cerro El Ávila— y lo hace de manera orgánica, sin pensar demasiado en las razones que lo llevan de un lugar a otro. Su enamoramiento, la fiesta de una desconocida y las reuniones con sus amigos serán los motores que moverán al narrador a través del espacio urbano.

En cierto nivel, podemos hablar de un retrato de la capital venezolana de finales de los años sesenta. También, de un reflejo de la sociedad que la habitaba, sobre todo la de una clase media que, en aquella década, vivía sus mejores años. Urbe y prosa se hacen una en las páginas de Piedra de mar para recordarnos que una ciudad no es solo un lugar o unos edificios. Es, ya lo dijimos, un ritmo, es también una forma de relacionarse y de entender la realidad. Es, en resumen, un lenguaje. No es extraño, por tanto, que en la novela se vean reflejados los idiolectos caraqueños, por lo menos los de esa adolescencia de clase media de la que Corcho forma parte.

En cuanto al ritmo, como es costumbre en cualquier gran capital latinoamericana, parece que el tiempo se escapa, nos alcanza constantemente. Los ciudadanos se hacen incapaces de seguir el ajetreado movimiento urbano. De forma análoga, el narrador escribe en “tiempo real”: transcribe las conversaciones que tiene en el momento y necesita pedir a sus amigos que hablen más despacio para poder redactar.

Se despliega una estrategia metaficcional que es, sin duda, uno de los pilares de la obra de Massiani. Corcho escribe porque le mintió a Carolina, le dijo que estaba haciendo una novela y que por eso había abandonado la universidad. En la diégesis, esa es la causa de la escritura: hacer que su mentira sea verdad. Coherente con esta premisa, la narración está sincronizada con la acción, se habla de cosas que han ocurrido horas antes de que sean puestas en el papel y, a veces, como ya dijimos, que son transcritas en el momento. Esta autorreflexividad interpela, como es común en la literatura metaficticia, al discurso y a la tradición literaria. El texto se hace autoparódico cuando cuestiona cierta forma de literatura vanguardista demasiado centrada en la forma: el narrador señala que es producto de escritores que no tienen nada que contar; esto posee un tono irónico en tanto que Corcho ha reconocido poco antes que no sabe sobre qué escribir, porque sus amigos y él mismo no son “personajes extraordinarios».

Es probable que en esa última afirmación se encuentre uno de los puntos centrales de Piedra de mar. Es cierto, tanto el narrador como sus amigos son personajes ordinarios, personas normales que fácilmente podrías encontrarte en la calle, de la misma manera que las desventuras que viven no tienen nada fuera de lo normal. Pero Massiani se encarga de darles vida, hacerlos entes completos y complejos que inevitablemente generan empatía. Nos interesamos en ellos, nos preocupamos por lo que les pase, vivimos con Corcho sus celos e inseguridades, su despecho tan típicamente adolescente. El autor logra que una historia cotidiana, que a primera vista no tiene nada nuevo que ofrecer, adquiera una dimensión distinta y trascienda a su tiempo y localidad.

En este cruce entre lo concreto y lo universal reside la relevancia de la obra. El protagonista transita las calles y, al hacerlo, entra en diálogo con la ciudad, con las personas que viven en ella y con una realidad que, como adolescente, apenas empieza a conocer. Tal como se ha dicho en distintas ocasiones, esta es una novela de formación: una breve anécdota que nos trae de vuelta a los conflictos que vivimos en la adolescencia, a la crisis que representa tener que renunciar a los espacios seguros que hemos habitado. Esto se logra sin apelar a mundos extraños, a héroes tradicionales ni a modelos morales absolutos. Por el contrario, se representa en una escena cotidiana, llena de personajes ordinarios, como diría el mismo Corcho. Así, nos vemos reflejados en su pequeñez, en sus imperfecciones y en sus decisiones erradas.

El final, asimismo, recuerda la inestabilidad de cualquier solución. Sin ser abierto, la clausura de la novela señala hacia la apertura de la existencia de su protagonista, una existencia que apenas empieza a abrirse camino y que recuerda que todo final es, desde cierta óptica, un punto de inicio.

 

*Esta reseña se publicó originalmente en el número 41 de Contrapunto, pp.  6-9.