Una revisión de los estereotipos y símbolos de los cuentos tradicionales
Una revisión de los estereotipos y símbolos de los cuentos tradicionales
Nada mejor para empezar este texto que hacerlo citando unas palabras del antropólogo francés Alain Bertho que relaciona el mundo de lo fantástico con nuestro pasado: Lo imaginario es la infancia de la conciencia. Y esta misma idea es la que desarrolla Jean Paul Sartre en su estudio sobre La imaginación, donde viene a decir, entre otras cosas, que “la imagen, entendida como el germen de lo imaginario, es el núcleo de la conciencia y, por tanto, trascendente”[1].
Y en el origen de esa imagen, de ese mundo fantástico, se encuentran los cuentos maravillosos, las hadas, los bosques, los lobos y las caperucitas. Cada uno de estos elementos, tan entrañables y, aparentemente sencillos, encierran en su interior un complejo entramado de significantes y significados que lanzan a los cuentos a un mundo mucho más allá del mero divertimento infantil.
Jung, Piaget y otros psicoanalistas estudiosos de la psicología colectiva, encuentran en los cuentos – o los mitos, de estructura similar, como luego veremos- unos arquetipos, unos esquemas o “potencialidades funcionales que modelan inconscientemente el pensamiento”[2], es decir, que su forma externa está teñida de la sabiduría más ancestral y que la imaginación, como afirma Bachelard, es un dinamismo organizador y este dinamismo organizador es factor de homogeneidad en la representación[3]. Por eso Bachelard encuentra en lo imaginario, en los cuentos, en los mitos, en las fábulas, en la literatura en general, una especie de hilo conductor común, que va homogeneizando, uniendo en la misma cuerda, las diferentes manifestaciones de lo fantástico. Bachelard reduce la simbología de lo mítico a los cuatro elementos básicos –agua, tierra, fuego, aire- que coinciden con cuatro de sus libros más destacados: El aire y los sueños; El agua y los sueños; La tierra y los sueños de la voluntad; Psicoanálisis del fuego.
En los cuentos, en los mitos, en las leyendas, en las fábulas, en esas historias tantas veces contadas y recontadas al amor de la lumbre, como titula Almodóvar su famosa colección de cuentos[4], laten los valores fundamentales del ser humano, pero no vistos solamente desde la perspectiva de lo moral o cultural sino que hunden sus raíces muchos más profundamente y se empapan de los significados más primitivos, de aquellos que forman parte inherente de los ciclos vitales y que jalonan toda la historia de la cultura universal: la muerte, la fecundidad, el sexo, el alimento, la luna, el sol, etc. Frente a estos principios no es posible la diversidad de las culturas: desde las estepas siberianas a las tribus perdidas del África más profunda, pasando por la “civilizada” Europa, los dragones, ogros o lobos han constituido el núcleo de lo diabólico, de las fuerzas del mal contra las que debe luchar el héroe si quiere superar las pruebas iniciáticas que le convierten en el adulto merecedor de todos los privilegios y poderes. El bosque ha sido siempre lo caótico, el miedo, lo inasible frente a la organización de lo urbano (aunque, quizás ahora, debamos hablar de una metamorfosis de ambos símbolos) como espacio de lo civilizado y protector.
El cuento y la naturaleza
Obviamente, los mitos, al partir de ese origen perdido en la noche de los tiempos, son manifestaciones de lo natural; las fuerzas de la naturaleza representan siempre el misterio, la magia, lo inasible por la lógica del ser humano, la barrera contra la que hay que luchar por la supervivencia, la protección más amable o el peligro más acuciante…; por eso, el mito lo que pretende es, como las pinturas de las cuevas, asir, someter, dominar, explicar o integrar al hombre con la naturaleza.
Vladimir Propp, uno de los más importantes folcloristas y autor de libros tan importantes en esta línea como La morfología del cuento o Las raíces históricas del cuento afirma que “por varias razones, se puede comparar el estudio de los cuentos con el de las formas orgánicas de la naturaleza. El folclorista, lo mismo que el naturalista, se ocupa de los géneros y de las especies, de fenómenos idénticos en su esencia. La cuestión del origen de las especies de Darwin puede también ser planteada en nuestro campo. (…) El parecido morfológico (de los animales o de los cuentos) se interpreta como la consecuencia de un cierto vínculo genético, como afirma la teoría del origen mediante transformaciones y metamorfosis, que nos hacen remontarnos a una determinada causa”[5].
Con ello, Propp lo que quiere decir es que, como Darwin, encuentra en la adaptación a la naturaleza la explicación de las mutaciones y transformaciones de los animales, así el cuento, en sus orígenes posee una misma forma, que a partir de los principios universales de la naturaleza, se va distribuyendo y modificando con el paso del tiempo y con la diversidad de las culturas. (Ya veremos después, como Lorca, en pleno siglo XX se encarga de mostrarnos la simbología más arcana en poemas de una fuerza espléndida. Quizás gran parte de su éxito se deba a esa capacidad maravillosa de vincularse con lo mágico y simbólico de la naturaleza y el hombre).
En este sentido, como afirma Gusdorf, “la verdad del mito está testificada por la impresión global de compromiso que produce en nosotros… La verdad del mito nos devuelve a la totalidad, en virtud de una función de reconocimiento ontológico”[6], es decir, que el hombre encuentra en estas pequeñas historias el origen de su estirpe, de su vida, de su cultura, de su existencia, y de su esencia, que ese es el matiz que aporta el término ontológico.
Cultura, religión, rito y cuento
Pero fijémonos que en esta breve enumeración he utilizado el término cultura, y ello implica que el cuento, tras superar la etapa de identificación con la naturaleza, -pero sin abandonarla nunca- se ha ido empapando de las diferentes manifestaciones culturales de cada época y de cada lugar y así podemos ver cómo el cuento se vincula con la religión –con los matices divergentes que introduce cada una de ellas-, con el rito, -verdadera expresión externa de esas religiones-, y con la cultura –entendida ya en un sentido más actual y que también marca las versiones e interpretaciones de los cuentos y su simbología.
El mito, como afirma Durand, no solo participa en la elaboración de la conciencia teórica sino que es, además, un auxiliar de la acción. Toda cultura con su carga de arquetipos estéticos, religiosos y sociales es un marco en el que viene a situarse la acción. O sea, en el aprendizaje de la cultura y de la vida se encuentran las estructuras de lo fantástico o, viceversa; lo fantástico es el marco adecuado para aprender a vivir. Los apólogos, las fábulas, los ejemplos que jalonan la historia de la cultura –quién no se sabe la fábula de la zorra y las uvas, el burro flautista, etc.- conforman un mundo imaginario donde se aprecian los valores fundamentales.
Los cuentos y el tiempo
Y es que los mitos, lo fantástico, encierran en sí uno de los principios básicos de la existencia: la memoria, la capacidad de recordar, de permanecer en un infinito temporal donde se reencuentra el tiempo. Lejos de estar sometida al tiempo, la memoria permite la reduplicación de los instantes y el mito se convierte en el eje central de esa recuperación no sólo por lo que entraña de pasado individual y personal –vivencia propia de la conciencia infantil- sino por la raíz profunda que implica y que se sumerge en el inconsciente colectivo de Jung y, por tanto, en la eternidad.
El mito es la memoria, la reduplicación de los instantes, y dota de densidad inusitada al sombrío y fatal paso del devenir. ¿Es que acaso la nostalgia no está siempre teñida de cierta ternura? Y eso es así porque la memoria, permitiendo volver al pasado, favorece la reparación de los ultrajes del tiempo, es decir, la memoria se envuelve con lo imaginario, la fantasía transforma la realidad, la embellece y arregla estéticamente el recuerdo. Y en esto radica la gran añoranza de la infancia. La infancia es el mundo de las hadas, se dice; pero no sólo se dice porque es la época de nuestros cuentos sino porque nuestra memoria, teñida de fantasía, envuelve en la inocencia de los mitos, la realidad de nuestro pasado. La historia se convierte en leyenda, el dolor es menor, se añora la protección de la madre, se siente el calor del cariño… la “despreocupación primordial”, la llama Durand, repito, “la despreocupación primordial”. Y a esa especie de paraíso infantil se vuelve, a veces, por un simple gesto, un simple olor, una brisa, una caricia… Y a partir de un fragmento se recupera el todo, como la magdalena de Proust.
Y ya estamos con los mitos y los cuentos: se recupera el todo. ¡Esa es la función primordial de los cuentos! La recuperación del todo a partir de lo elemental. La memoria de los cuentos es la permanencia, la lucha contra el tiempo, contra la muerte, contra la disolución del devenir; los cuentos nos permiten volver, regresar más allá de las posibilidades del destino; pero no sólo de nuestro destino individual sino que se convierten en el símbolo de la memoria contra el devenir del ser humano, contra la nada del tiempo que nos devora.
Una Caperucita eternamente repetida, un Juan sin miedo, un sastrecillo valiente, un Pulgarcito, una Blancanieves… van jalonando la historia para ir recuperando en cada momento el momento anterior, y el anterior, y el anterior. Cada vez que se cuenta un cuento, o una fábula o una leyenda estamos viviendo el pasado, recuperando nuestra esencia contra el tiempo; quizás por eso en la actualidad el tiempo nos devora a nosotros: todo deprisa, siempre a toda velocidad, siempre corriendo y no tenemos “tiempo” para revivir el pasado de un cuento que nos permita recuperar nuestro “tiempo”.
Fijémonos en estas palabras de Durand: “Contra la nada del tiempo es contra lo que se alza la representación entera, y especialmente la representación en toda su pureza de antidestino. La vocación del espíritu es insubordinación a la existencia y a la muerte, y la función fantástica se manifiesta como el patrón de esa rebelión[7]. O estas otras de Bergson no menos significativas: “La fabulación es una reacción de la naturaleza humana contra el poder disolvente de la inteligencia”[8].
Es decir, la representación se entiende como una especie de teatro que recupera la acción del pasado. El teatro, y especialmente el griego, también se encuentra en la base de lo fantástico, de lo imaginario, y ejerce una especie de catarsis colectiva que se expresa por medio de la recreación de los mitos, de los símbolos y de lo arcano imperecedero. El teatro, como los cuentos, supone la supervivencia, la perennidad porque en ellos nada pasa, todo permanece inmutable y eterno, y por ello, Durand afirma que lo fantástico, en cuanto que inmutable, se convierte en la rebelión contra el tiempo y contra la muerte. Para este antropólogo, muchos de los elementos simbólicos que jalonan la literatura y las costumbres, se explican desde ese objetivo prioritario del género humano que es la lucha contra el tiempo y la muerte.
El mito y los cuentos esconden una especie de salvaguarda contra la muerte que se basa en el principio de reduplicación. La supervivencia de Caperucita o de los ogros, hadas y brujas nos muestran aquellos elementos que constituyen la base de nuestra existencia (nacimiento, fecundidad, muerte…) y que, con el paso del tiempo, van perdiendo su significado directo; sin embargo, permanecen en la conciencia colectiva y se expresan y mantienen en el mito y el cuento. Así, por ejemplo, la espada no es sólo una arma de guerra que vemos en las películas de la Edad Media, sino que encierra un profundo significado mítico que se relaciona con el poder –recordemos, por ejemplo, la sacralización de la espada “Excalibur” en la famosa película del mismo nombre-, pero, al mismo tiempo, este poder se vincula con la hegemonía de la virilidad y explica las sociedades machistas en que nos movemos. La verticalidad de la espada es, para los antropólogos, un claro símbolo fálico. En la lucha entre los caballeros, siempre a espada, por una mujer, subyace la atracción de lo erótico y el machismo que entiende la relación sexual como una “conquista”, y recordemos que esta palabra es la que define al Don Juan, “un conquistador”, como si la mujer, una vez conquistada pasase a ser propiedad del conquistador. Los duelos, aún después de inventadas las armas de fuego, se siguieron haciendo a espada. Poder, virilidad, defensa, ataque, guerra, violencia, dominio… son términos que se esconden tras la espada. Y si nos fijásemos en los cuentos y mitos, encontraríamos cientos de espadas realizando las más peligrosas hazañas, empezando por la espada del rey Arturo y pasando por la de don Quijote. Recordemos que el nombre de la espada es el único que permanece a lo largo de la historia ¿Quién no sabe cómo se llamaban las espadas de Cid (Colada y Tizona)? Y sabemos de la existencia de Excalibur; y de Durandal, la de Roldán; Giogiosa, la de Carlomagno, etc. ¿Y cómo se enfrentan los héroes incluso en películas del futuro como La guerra de las galaxias?
Este ejemplo de la espada aclara perfectamente uno de los rasgos básicos del cuento que ya hemos esbozado: el carácter supraestructural del cuento, o, es decir, el cuento es una de las expresiones que se relacionan directamente con el origen de la vida y, como la religión, se convierte en una de las formas de explicación de los principios fundamentales de esta vida: vida, muerte, fecundidad, nacimiento, sexo, sangre, etc. son aspectos que explican tanto el funcionamiento ritual de las religiones como la estructura de lo imaginario.
Por ello, la religión y el cuento se encuentran en la misma raíz de la existencia. Muy bien lo explica Engels cuando afirma “que toda religión no es otra cosa que el modo que tienen de reflejarse fantásticamente en las mentes de los hombres las fuerzas exteriores que reinan por encima de ellos, en su vida cotidiana; es un reflejo en el que las fuerzas terrenas asumen la forma de fuerzas sobrenaturales. En los comienzos de la historia las fuerzas naturales son las primeras en experimentar ese reflejo. Pero bien pronto, junto a las fuerzas de la naturaleza aparecen también las fuerzas sociales, fuerzas que se contraponen al individuo y reinan por encima de él, convirtiéndose en incomprensibles, extrañas y dotadas de una visible necesidad natural, igual que las fuerzas de la naturaleza. Las imágenes fantásticas en que al principio sólo se reflejaban las fuerzas misteriosas de la naturaleza adquieren atributos sociales y se convierten en representantes de fuerzas históricas”[9].
En estas palabras, Engels expone uno de los principios básicos de la antropología como es la relación entre fuerza natural y religión, entendiendo la religión como la aplicación social de las fuerzas de la naturaleza; sin embargo, esta relación entre naturaleza y religión se presenta de dos formas distintas: como reflejo de una fuerza superior e inmutable, o como acción que, en forma de rito, pretende influir para transformar el poder destructor de dicha fuerza natural. Dicho de otro modo, muchos ritos –procesiones para pedir agua, sacrificios (misas), entierros, etc.- no son más que el intento de sacralizar el deseo de someter a la naturaleza.
Un ejemplo muy representativo es el que se produce con la figura del dragón, una de las formas más características de mostrar a las fuerzas del mal, lo diabólico. Para Vladimir Propp, el dragón es una de las formas “definidas como fundamentales y que están claramente vinculadas con las antiguas representaciones religiosas”[10], pero sólo si se vinculan con las antiguas religiones porque las nuevas, las religiones vivas, lo que hacen es apropiarse de los símbolos de las antiguas que han pervivido asentados en los cuentos. Así, por ejemplo, el dragón perdió su vinculación directa con lo religioso con el paso del tiempo pero mantuvo su pervivencia en los cuentos y leyendas hasta que, en un momento determinado, ambos niveles se funden y surge la imagen de San Jorge, caracterizado por su lucha y victoria sobre el dragón. Es evidente que esta imagen no procede directamente de las primitivas religiones sino que se ha integrado en la religión actual a través de los mitos, cuentos y leyendas. De hecho, la Iglesia se resistió en un principio a aceptar la imagen de san Jorge y de su victoria sobre el dragón como uno de los símbolos religiosos. ¡Y no es casualidad que su fiesta se celebre el 23 de abril, justo cuando se muere el dragón del invierno y renace la vida de la primavera!
Y sin explayarnos demasiado en este punto, que ya ha sido estudiado por muchos antropólogos, la religión, nuestra religión, como ya sabemos ha ido sacralizando con los diferentes santos y vírgenes los momentos dedicados a los dioses paganos, que no eran sino la sacralización más antigua de los fenómenos naturales. Baste recordar, por ejemplo, como la fiesta de San Juan, el 24 de junio, abre el verano, y es, asimismo, como saben bien en Alicante y en otras partes de España, la fiesta del fuego, o sea del elemento purificador por excelencia. La festividad de la Virgen de la Asunción, el 15 de agosto, una de las fiestas más populares de España, se celebra, justo, ¡qué casualidad!, al final de la etapa de recolección de la cosecha. La Virgen del Rosario celebra la vendimia… y así un largo etc.
Pero si el origen de los cuentos y de las religiones se remonta a una misma raíz, donde verdaderamente se descubre la relación entre religión y cuento es a través de los ritos. Los ritos, entendidos como expresiones concretas del sentir religioso son, como los cuentos, las explicitaciones, las manifestaciones externas, de las grandes creencias religiosas. Si leemos el evangelio, uno de los cuentos sacralizados por la iglesia, y nos encontramos a un Jesucristo que se aísla durante cuarenta días para renovarse, ¿qué tiene de extraño que los caballeros andantes o los héroes de los cuentos necesiten un período de reflexión o de prueba para iniciar su nueva vida de entrega y sacrificio? ¿O es que hay alguna diferencia entre el aislamiento de Jesucristo y el de Lancelot, Amadís, o don Quijote en los riscos de Sierra Morena? En todos ellos, se encuentra el rito del aislamiento como uno de los pasos fundamentales de la iniciación para alcanzar la perfección.
El libro de Frazer, La rama dorada, es un vasto estudio de los elementos de lo imaginario asentado en costumbres, ritos y cuentos. Precisamente el antropólogo basa gran parte de su investigación en los hechos que jalonan los cuentos populares y que se relacionan directamente con usos costumbres y ritos tradicionales. Un breve estudio dedicado al papel de los árboles en los cuentos nos llevaría a descubrir el papel sagrado de muchos de ellos: –luego hablaremos de la simbología de los bosques- árboles con frutos de oro, árboles mágicos, árboles que hablan, etc. En La Cenicienta, se lee una de las historias más conmovedoras de la función benéfica de los árboles:
“Un día, el padre tuvo que partir para dirigirse a una feria, y entonces, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajera. “Hermosos trajes”, dijo una. “Perlas y brillantes”, dijo la otra. “Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres?”. “Padre, yo sólo te pido que me traigas la primera rama de avellano que te dé en el sombrero cuando estés de regreso por el bosque” El padre cumple su promesa; una rama de avellano no sólo roza su sombrero sino que se lo hace caer. Entonces la corta y se la lleva a Cenicienta. La muchacha se lo agradeció enormemente y se dirigió a la tumba de su madre, donde plantó la ramita; lloró tanto que sus lágrimas, al regarla, la hicieron crecer hasta convertirse en un hermoso árbol. Cada día acudía tres veces a ese lugar, donde lloraba y rezaba, y cada vez se le aparecía un pájaro blanco sobre el árbol, que cumplía todos los deseos que Cenicienta expresaba”.
Frazer cuenta cientos de ejempos en los cuales se venera al árbol y se potencia su influjo benéfico: los mayos. Además de las múltiples referencias que Frazer hace a las civilizaciones más arcaicas, en Europa, y especialmente en España, en muchos pueblos permanece la tradición de, al llegar el mes de mayo, cortar un árbol y “plantarlo” en la plaza del pueblo. La intención de esta costumbre es atraer a la aldea las bendiciones que el espíritu del árbol pueda otorgar. El propio Frazer afirma: “Los árboles considerados como seres con alma tienen virtud acreditada para hacer que llueva o que el sol brille sin nubes, que los ganados y rebaños se multipliquen y que las mujeres tengan partos fáciles”[11]. No es extraño, por tanto, que en La Cenicienta, el árbol del avellano, uno de los más mágicos, se convierta en el coadyuvante de la muchacha, mostrando, en forma del árbol, el poder benefactor de las hadas.
De esta manera, se ejemplifica la vinculación entre la costumbre, el rito y el cuento. El mayo, como costumbre y rito benefactor, la fuerza de la naturaleza que simboliza, el espíritu bienhechor y el cuento del avellano que esconde el poder del hada conforman un cuerpo único de raíz universal que entrelaza sus orígenes con los principios del género humano. Y así podríamos poner miles de ejemplos.
De esta manera, y sin alargarme más en esta exposición teórica, podemos afirmar que todos los elementos simbólicos estudiados por los antropólogos forman la base de las religiones, de los mitos, de los ritos, de los cuentos maravillosos y de la literatura. No hay autor literario que no pueda ser estudiado desde la perspectiva de los mítico y simbólico y en muchas de las obras, especialmente las del Romanticismo, por eso de su inmersión en lo popular y mágico, se encuentran las aportaciones más inmediatas a la reconstrucción permanente de lo imaginario.
Algunos ejemplos de la vinculación del cuento y del símbolo
Tras estas palabras, voy a intentar explicar con algunos ejemplos concretos, cómo la mayor parte de los cuentos maravillosos se relacionan directamente con el entramado de lo simbólico, entendiendo este término como el conjunto de elementos de conforman el mundo de lo imaginario, y que, trascendiendo, la mera relación con los cuentos se vincula con las manifestaciones más primarias y espontáneas del ser humano.
El bosque
Ya hemos comentado antes brevemente la relación entre el cuento y símbolo vinculando el papel benefactor del árbol en La Cenicienta y transformado en “mayo” en los pueblos. Vamos ahora a apuntar algunas de los significados del bosque, otro de los elementos más empleados en los cuentos.
Muchos de los cuentos maravillosos, como todos sabemos, suceden en el bosque. Hansel y Gretell deben vivir en el bosque, en el bosque viven las brujas, en el bosque moran los animales –buenos y malos-, Caperucita debe atravesar el bosque para llegar en casa de su abuela, Pulgarcito pasa por el bosque, etc. Y si nos acercamos a lo más literario, podemos encontrar cientos de bosques en las novelas de caballerías donde también moran brujas o hadas, o donde deben pasar sus ritos de iniciación –ya hablaremos de esto-, y podemos ver a Robin Hood viviendo en los bosques, o a Bécquer describiendo todo el terror de un bosque en El monte de las ánimas, o toda la belleza de la magia y el misterio de otro bosque en El rayo de luna, o a escritores contemporáneos como Luis Mateo Díez mitificando los montes de León como un espacio donde es posible encontrar La fuente de la edad, … en fin, el etcétera podría ser infinita.
Pero, ¿qué es el bosque?, ¿por qué tanto bosque en la cultura de lo imaginario? El bosque es el santuario natural para muchas de las civilizaciones antiguas: así por ejemplo, para los celtas, el bosque encierra todos los secretos de la sabiduría –recordemos la figura del druida o mago- y es el nemeton, el lugar más sagrado, el verdadero santuario. Chevalier afirma que el “bosque puede ser considerado, en cuanto símbolo de vida, como un lazo, un intermediario entre la tierra en la que hunde sus raíces y la bóveda del cielo”[12]. Pero también destaca que el bosque es, al mismo tiempo, un elemento devorador, el lugar donde se agitan las fauces de los animales devoradores; por ello, se destaca su misterio ambivalente que oscila entre la angustia y la serenidad.
Al mismo tiempo, para los psicoanalistas modernos, como Jung, el bosque simboliza lo inconsciente. “Los terrores del bosque, como los terrores pánicos, estarían inspirados –dice Jung- por el terror a las revelaciones del inconsciente[13].
Para investigar el carácter mágico del bosque, Frazer parte de una realidad geográfica que se encuentra en las raíces de la simbología. Europa era, todavía en los primeros siglos de nuestra era, un inmenso bosque: Los germanos interrogados por César sobre su territorio dijeron que había viajado durante dos meses por un gran bosque sin poder salir de él. El emperador Juliano, cuatro siglos después, habla todavía de cómo le sobrecogieron los bosques del norte de Europa. Todo el norte de Italia, según Tito Livio, era también un inmenso bosque. Y sabida es la famosa leyenda que también procede de los historiadores latinos, de que los bosques de Hispania permitían a una ardilla viajar desde Cantabria hasta Cádiz sin poner los pies en el suelo.
Con estas premisas geográficas, no es extraño que el bosque adquiera ese carácter sagrado y que sea considerado como templo. Recordemos que el nombre celta, ya citado de nemeton, para referirse al templo se relaciona etimológicamente con la latina nemus, que significa bosque y que ha dado lugar a Nemi, el dios del bosque. Precisamente Grimm descubrió que entre lo germanos el bosque era considerado como el templo o un santuario natural. Su inmersión en él, como en los templos, supone la renovación, la purificación, y no es extraño que el bosque se encuentre en la base de los ritos de iniciación que permiten la renovación vital.
Pero, ¿qué es la iniciación? Es una de las instituciones más destacadas del régimen del clan, forma de vida que aún permanece en las tribus primitivas y, en España, como sabemos se encuentra totalmente arraigada entre los gitanos. Nuestras formas de vida aún conservan muchos rasgos del régimen del clan.
El rito de la iniciación se celebra al llegar la pubertad –recordemos que es la edad de la mayor parte de los héroes de los cuentos-. A través de él, el joven era introducido en la comunidad de la tribu y se convertía en miembro efectivo de ella y adquiría el derecho a contraer matrimonio. Para resumir las formas del rito, cito las palabras de Valdimir Propp:
“Las formas de la iniciación se hallan determinadas por la base mental del rito. Se creía que durante el rito, el niño moría y resucitaba como un hombre nuevo. Esta es la denominada muerte temporal. La muerte y la resurrección eran provocadas por actos que imitaban el engullimiento y consumición del niño por animales fabulosos. (Estamos viendo a Caperucita, a los príncipes y los dragones, a los abundantes ogros…) Se imaginaba que era tragado por ese animal y que, tras haber transcurrido algún tiempo en el estómago del monstruo, volvía a la luz, es decir que, era escupido o vomitado. Para la celebración de tal rito se construían, a veces, casas o cabañas a propósito, que tenían la forma de un animal, cuyas fauces estaban representadas por la puerta y allí se practicaba también la circuncisión. El rito se celebraba siempre en la espesura de la selva o del bosque, y estaba rodeado del misterio más profundo; además iba acompañado de torturas físicas y mutilaciones (amputación de un dedo, rotura de dientes, etc.). Otra forma de muerte temporal consistía en quemar simbólicamente al niño, en cocerle, asarle, cortarle en pedazos y resucitarlo. (Hansel y Gretell) Al resucitado se le imponía un nuevo nombre, sobre su piel se imprimían marcas y otras señales de que se había celebrado el rito. El niño hacía un aprendizaje más o menos largo y duro. Se le enseñaban los métodos de caza, se le comunicaban secretos de carácter religioso, se le impartían conocimientos históricos, normas y mandamientos de la costumbre social, etc. Hacía su aprendizaje como cazador y miembro de la comunidad, los bailes y cantos y todo lo que se consideraba indispensable para la vida”[14].
Y ahora podemos ir poniendo muchos ejemplos de cómo los héroes de los cuentos se sumergen en el bosque para transformase en héroes nuevos, en seres renovados que renacen a una nueva vida. Blancanieves se encuentra a los enanitos en el bosque; Pulgarcito, los dos hermanos se pierden en el bosque, etc. Pero, sin lugar a dudas es el bosque de Caperucita –con su lobo incluido- unos de los espacios más representativos del simbolismo de los cuentos.
Bettelheim, en su estudio psicoanalítico de los cuentos, afirma que el bosque simboliza el lugar donde se debe afrontar y vencer a la oscuridad, donde se resuelven las dudas acerca de lo que uno es; y donde uno empieza a comprender lo que quiere ser[15]. Este lugar de iniciación y de magia es el que tiene que atravesar Caperucita para alcanzar la integración plena en el clan; pero en él se encuentra entre el principio del placer y el principio de la realidad. El lobo es el riesgo que se corre al elegir el principio del placer y Caperucita cae en la tentación ante sus alabanzas para después ser engullida por sus fauces. La oferta que le hace el lobo: Mira qué flores más bonitas hay por aquí, ¿por qué no te fijas en las cosas bellas que hay a tu alrededor?, entiende la vida como un placer. Frente a ella, las recomendaciones de la madre: no te apartes del camino principal, la entienden desde el principio del deber y la realidad.
Pero la decisión definitiva se toma en el bosque, el verdadero lugar sagrado donde la niña, en plena adolescencia, debe optar entre lo fácil y lo difícil. Atravesar el bosque supone pasar de la etapa de la infancia a la juventud; igual que ser engullido por el lobo o ser devorado por el ogro. En el caso de Caperucita, esta iniciación a la nueva vida tiene una doble expresión: por un lado se atraviesa el bosque de la duda y, por otro, la acción de ser engullida, como Jonás o los ogros, y de renacer al cabo de un tiempo, implica la superación de la prueba iniciática y la aceptación en el clan.
Pero si el bosque se manifiesta como un símbolo de la iniciación en los cuentos tradicionales no lo es menos a lo largo de toda la historia de la cultura y expresado, sobre todo, en las páginas de los autores literarios. Por poner un ejemplo, basta citar a Dante, quien en su Divina Comedia, dice: “En mitad del camino de nuestra vida, me encontré un bosque tenebroso en el que me había perdido[16]. Los románticos encuentran en el bosque el misterio de los deseos y la angustia. El rayo de luna, de Bécquer es un claro ejemplo de ello. No me resisto a leer un fragmento. La naturaleza se alía con el deseo, y todo forma parte de una especie de embrujo donde el bosque parece responder al eco de las ansias del poeta: afanes y ansiedades, angustias y temores; en su marco se transforma el mundo para renacer a la nueva vida, como Manrique:
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedras y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas yerbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los Árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre si, se habían cubierto de céspedes; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras e imposibles penetraba en los jardines.
—¡Una mujer desconocida!… ¡En este sitio!.., ¡A estas horas! Esa, ésa es la mujer que yo busco —exclamó Manrique; yse lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Los animales devoradores
Si repasamos brevemente alguno de los cuentos tradicionales, enseguida nos encontramos con un amplio conjunto de animales –reales o mágicos- cuya función primordial es la de engullir, devorar al héroe. Así, muchos de los cuentos están llenos de lobos, ogros, dragones, etc. contra los que debe luchar el héroe. Ello representa la prueba iniciática por excelencia.
Los antropólogos han encontrado siempre en el Bestiario uno de los conjuntos de símbolos más extendidos. Las imágenes de los animales son, quizás, las más extendidas en todas las civilizaciones y, especialmente, durante la infancia. Desde los primeros años, el niño se acostumbra al oso de peluche, al gato con botas, al ratón Mickey, a Tom y Jerry, a Piolín, etc. Estos últimos animales son los que han ido sustituyendo a los tradicionales de los cuentos. En nuestra imaginación de adultos, también los animales forman parte del conocimiento del mundo; son los protagonistas de las fábulas, como ya hemos dicho, y se vinculan con los rasgos del ser humano: la astucia es de un zorro, la vista del lince, etc. “El animal –dice Durand- se presenta como un objeto espontáneo, el objeto de una asimilación simbólica: de este modo testimonia la universalidad y la pluralidad de su presencia tanto en una conciencia civilizada como en la mentalidad primitiva”[17].
Pero centrándonos en uno de los símbolos más imbricados con los cuentos, como es el del ogro devorador, debemos destacar el carácter ritual que este símbolo entraña y que se relaciona, como hemos dicho, con los ritos de la iniciación. Frazer cuenta cómo en muchas culturas primitivas la iniciación consiste en una ceremonia en la cual el neófito debe morir simbólicamente y volver a renacer a una nueva vida, pero la resurrección debía hacerse bajo la forma y protección de un animal con el cual se identificaba y del que asumía todos sus poderes, al mismo tiempo que dicho animal se convertía en su guardián eterno.
Entre estos ritos de iniciación, destacan también algunos que consisten en que los jóvenes sean tragados por una especie de monstruo. Así sucede, por ejemplo, en ciertas tribus de Oceanía, donde el monstruo Barlum, representado en forma de cabaña, engulle a los jóvenes y luego los devuelve a una nueva vida. Una de las razones que justifican este rito, según los antropólogos, es la creencia de que quien sale del estómago de un animal adquiere poderes mágicos y, sobre todo, alcanza las dotes de gran cazador. En otros ritos, el neófito que permanece en el interior de un animal adquiere poderes curativos o el lenguaje de los animales o, como en el caso de Jonás, que permaneció tres días en el interior del vientre de una ballena, las dotes proféticas que le caracterizan.
Por eso, los ogros, lobos y dragones, en el momento de engullir al héroe, implican la muerte de una vida anterior y el renacer a la nueva. Y en este protagonismo mítico, los lobos, especialmente, entrañan la simbología de la muerte cósmica. El aullido del lobo, vinculado con la luna, significa la muerte del sol, de la vida, para renacer de nuevo a la mañana siguiente. Muerte-lobo-vida se puede considerar, por tanto, como una trilogía relacionada directamente con el devenir del ser humano y, especialmente, con ese momento mágico que supone el rito de iniciación para pasar de la infancia a la juventud.
Y ya estamos, nuevamente, en el centro de Caperucita: una niña que busca su aprendizaje de la vida, un lobo devorador, una nueva vida tras la muerte temporal. Caperucita, al ser devorada por el lobo, no hace más que iniciar el camino de la transformación que va de la niña a la mujer. Por eso, en esta iniciación el sexo desempeña un papel fundamental. Ya conocemos las innumerables versiones eróticas que se han hecho del cuento de Caperucita. El propio ilustrador Doré, el mejor ilustrador de El Quijote, cuando ilustra el cuento de Caperucita dibuja un lobo atractivo, más bien pacífico, mientras que en el rostro de Caperucita se vislumbran los poderosos sentimientos ambivalentes que experimenta al contemplar al lobo que yace junto a ella. Caperucita no hace ningún movimiento para escapar. Parece intrigada por la situación, atraída y repelida al mismo tiempo. La combinación de sentimientos que sugieren su cara y su cuerpo se puede describir como fascinación. Es la misma fascinación que el sexo, y todo lo que le rodea, ejerce sobre la mente infantil. Y en esto reside, quizás, el éxito de Caperucita entre los niños… y los adultos.
Caperucita simboliza los procesos internos del niño que ha llegado a la pubertad: el conflicto que surge entre las recomendaciones paternas y el deseo individual, pero esa es la etapa que debe pasar. La tentación del lobo, como la de la serpiente en el Paraíso, no es más que la necesidad de transformación, de inmersión plena en los dominios de la muerte temporal para renacer a la nueva vida de la madurez.
Como afirma Bettelheim, Caperucita perdió su inocencia infantil al encontrarse con los peligros que residían en sí misma y en el mundo, y los cambió por la sabiduría que tan solo posee quien ha nacido dos veces. (…) La inocencia de Caperucita muere cuando el lobo se manifiesta como tal y la devora. Cuando sale de la barriga del lobo, vuelve a nacer en un plano superior de existencia[18].
El lobo implica, pues, una doble dimensión mítica: por un lado es el devorador que engulle al neófito para que pueda renacer más tarde a la nueva vida; pero por otro, el lobo entraña el poder de la tentación sexual –la superación del complejo de Electra o Edipo, según ciertos psicoanalistas- y quien reúne en sí todas las tentaciones de las maldades del mundo. No olvidemos que en una de las primeras versiones escritas del cuento de Caperucita, la de Perrault, en 1697, el cuento acaba en el momento en que el lobo devora a la niña, con lo que se potencia, conscientemente, el afán atemorizador y moralizante del cuento, por encima del final feliz introducido por la versión de los hermanos Grimm con el cazador que mata al lobo.
Esta imagen del lobo como símbolo de la atracción sexual es otro de los símbolos constantes de los cuentos y leyendas. En cierto modo, el lobo es un constituyente más de las fuerzas de la naturaleza, verdaderas artífices de la simbología mítica. Y el sexo se configura como uno de los aspectos básicos que renueva constantemente la vida y la naturaleza. De esta manera, como renovador y como engendrante de nueva vida, envolvente y mágico, se relaciona la fuerza de la atracción sexual con el viento. El aullido del lobo se identifica, a veces, con el soplo del viento nocturno. Por eso, viento y lobo son, en la simbología dos imágenes vinculadas con la fuerza de la atracción mágica del sexo.
Y en este sentido, y para cerrar este artículo, nada mejor que los versos de un excelente poeta que ha sabido plasmar en muchos de sus poemas el conjunto de símbolos que laten bajo las apariencias más cotidianas de nuestra existencia: Federico García Lorca. En uno de sus poemas, Preciosa y el aire, del Romancero gitano, Lorca nos presenta a una especie de Caperucita, la niña gitana llamada Preciosa –como la Gitanilla de Cervantes- asediada por el viento, un verdadero lobo del sexo que la envuelve y rodea con su pasión excesiva.
La atracción sexual, desbordante y mágica, se manifiesta en este poema con una fuerza espléndida.
PRECIOSA Y EL AIRE
A Dámaso Alonso
Su luna de pergamino,
Preciosa tocando viene,
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde e! mar bate y canta
su noche llena de peces.
En los picos de la sierra
los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses
Y los gitanos de agua
levantan por distraerse
glorietas de caracolas
y ramas de pino verde.
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene.
Al verla se ha levantado
el viento, que nunca duerme.
San Cristobalón desnudo
lleno de lenguas celestes,
mira a la nula tocando
una dulce gaita ausente
Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
la rosa azul de tu vientre,
Preciosa tira el pandero
y corre sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue
con una espada caliente.
Frunce su rumor el mar,
Los olivos palidecen.
Cantan las flautas de umbría
y el liso gong de la nieve.
¡Preciosa, corre, Preciosa,
que te coge el viento verde!
¡Preciosa, corre, Preciosa!
¡Míralo por dónde viene!
Sátiro de estrellas bajas
con sus lenguas relucientes,
*
Preciosa, llena de miedo
entra en la casa que tiene
más arriba de los pinos
el cónsul de los ingleses
Asustados por los gritos
tres carabineros vienen
sus negras capas ceñidas
y los gorros en las sienes.
BIBLIOGRAFÍA
BACHELARD, Gaston (1965), La poética del espacio. México, Fondo de Cultura Económica.
BERGSON, Henry (1997), Las dos fuentes de la moral y la religión. México, Porrúa.
BETTELHEIM, Bruno (1992), Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Barcelona, Crítica.
CHEVALIER, Jean (1995), Diccionario de símbolos. Barcelona, Herder.
DURAND, Gilbert (1982), Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Madrid, Taurus.
FRAZER, James George (1995), La rama dorada. Madrid, Fondo de Cultura Económica.
GUSDORD, Georges (1960), Mito y metafísica. Buenos Aires, Ed. Nova.
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PROPP, Vladimir (1974), Morfología del cuento. Madrid, Fundamentos.
RODRÍGUEZ ALMODÓVAR, Antonio (1985), Cuentos al amor de la lumbre. Salamanca, Anaya.
SARTRE, Jean Paul (1967), La imaginación. Buenos Aires, Editorial Sudamericana.
[1] Jean Paul Sartre (1967), La imaginación. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p.10.
[2] Gilbert Durand (1982), Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Madrid, Taurus, p. 25.
[3] Gaston Bachelard (1965), La poética del espacio. México, Fondo de Cultura Económica.
[4] Antonio Rodríguez Almodóvar (1985), Cuentos al amor de la lumbre. Salamanca, Anaya.
[5] Vladimir Propp (1974), Morfología del cuento. Madrid, Fundamentos, p. 154.
[6] Georges Gusdord (1960), Mito y metafísica. Buenos Aires, Ed. Nova, p. 249.
[7] Durand, op. cit., p. 384.
[8] Henry Bergson (1997), Las dos fuentes de la moral y la religión. México, Porrúa, p.127. (Las negritas son nuestras)
[9] Citado por Vladimir Propp (1974), Las raíces históricas del cuento. Madrid, Fundamentos, p. 24.
[10] V. Prop, (1974). Morfología…, op. cit., p. 159.
[11] James George Frazer (1995), La rama dorada. Madrid, Fondo de Cultura Económica, p. 151.
[12] Jean Chevalier (1995), Diccionario de símbolos. Barcelona, Herder.
[13] Citado por Chevalier, Diccionario…
[14] V. Prop (1974) Las raíces…op. cit., p. 75.
[15] Bruno Bettelheim (1992), Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Barelona, Crítica, p.133.
[16] Citado por Bettelheim (1992), Psicoanálisis…p.133
[17] G. Durand (1982), Las estructuras…op. cit, p.64.
[18] B. Bettelheim (1992), Psicoanálisis… op. cit., p. 256.