Ausencias, paredes y monstruos. “La casa de mi padre”, de Pablo Acosta
Ausencias, paredes y monstruos. “La casa de mi padre”, de Pablo Acosta
Pablo Acosta, La casa de mi padre
Barcelona, H&O Editores
126 páginas, 17,00 euros

“Construir de escritura” un cuerpo, leer una casa viva. Narrar una herida, un duelo, un “vacío lleno de maldita presencia”. En La casa de mi padre (2022), primer texto literario de Pablo Acosta (La Laguna, Tenerife, 1981), un yo teje y fija una red de fragmentos asediados por seres monstruosos. La totalidad de su pasado se acota en anécdotas activamente seleccionadas que se cimentan en una cotidianidad restaurada con ayuda de pequeñas y grandes tragedias e imágenes oníricas, estáticas y expresivas, sucias o surrealistas. El autor es el guía que recorre la jaula llena de estancias —no todas, solo las que importan— que lo han habitado y dolido durante diez años: el palacio insano que erige y afianza en el tiempo para que resida en otros.
La casa es un cuerpo laberíntico en el que moran páginas desaparecidas que explican genealogías y decisiones incomprensibles. En un viaje de impresiones, Acosta decide elaborar una mitología propia con ayuda de un lenguaje extremadamente plástico y estético. A tal efecto, asume la ajenidad, el desconocimiento, el extrañamiento y los enigmas que rodean a la figura de su padre y rechaza los posibles relatos aclaratorios sobre su vida y su muerte. Para reconstruir su memoria familiar —radicada en tres etapas: la niñez, la adolescencia y los inicios de la edad adulta— se sumerge en el piso en que confluyen pieles, bestias, amantes, amigos y grabados con los ecos, gemidos y aullidos del progenitor incrustado para siempre en las paredes de su estudio encarnado. Los objetos sangran, se derriten, se funden y los sueños, que funcionan como materiales intensamente subordinados a la realidad, aportan significado a un panorama caracterizado por distintas violencias, negligencias y afectos.
Suena Disintegration en un libro peculiar, introspectivo y retrospectivo, con órganos y venas, sin trama. Para el autor escribir es buscar el tiempo perdido cuando se está envejeciendo lejos, en Barcelona. También es crucificar a su padre, flor condenada, solitaria y convaleciente, en un lugar para que pierda opacidad, para que se haga translúcido y el dolor amaine. Solo así el lector accede a los recovecos disponibles de su individualidad. De forma simbólica —y casi espiritual—, atravesar el recibidor, el dormitorio y sus cuatro ojos pinchados; el estudio, sus babas tóxicas, su revólver y sus recuerdos encajados en libros de Kafka, Cortázar o Mishima; el pasillo al que no hay que mirar; el salón, sus cuadros y sus espectros… involucra plasmarlos en palabras y definir corporalidades, visualidades que deshabitar. Estas son los restos del hombre barbado que venció a su hijo en una lucha de robots y cuya esencia respira en la montaña en la que volaban cometas: el rastro de aquel que se marchó y ahora se diluye en el clima de la isla que lo atraviesa porque su voz —el sonido— es irrecuperable. En La casa de mi padre, Acosta consigue dar forma narrativa a lo difícilmente moldeable, fosilizar pedazos de vida y abordar las problemáticas que conciernen a la(s) ausencia(s) por medio de rupturas genéricas impactantes.
En las últimas páginas de la obra se percibe una suerte de liberación. Con el paso del tiempo, al atrapar al padre y revertir, de este modo, las dialécticas del olvido se abre la puerta a la afirmación de una madre que irradia luz con sus manos manchadas. Contar a la madre es el acto de clausura de un luto sumido en desconciertos. Hoy, con la mirada puesta tanto en ella como en la tierra que vio truncada su ascendencia, en la que existió una casa, abandonada hace siete años y metamorfoseada en libro sintiente, ocurre el renacimiento del autor: Pablo Acosta cura su enfermedad. “Los ángeles subían, pero también bajaban, por la escalera de Jacob”.