«El juicio de los Siete de Chicago»
«El juicio de los Siete de Chicago»
Director y guionista: Aaron Sorkin
Netflix (prd.)
Intérpretes: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Jeremy Strong

¿Saben qué pasa con la Historia? Que siempre se ve desde el presente. Es imposible, desde España, en noviembre de 2020, ver el final de esta película sin recordar alguna intervención en el Congreso del estado que nos hemos visto obligados a vivir últimamente. Para los que no hayan tenido la desgracia de enterarse, un político español decidió responder a un partido rival, tal y como hace el personaje de Eddie Redmayne con los muertos en Vietnam, con la lista de asesinados por ETA.
Y claro, lo que en manos de Sorkin es un momento ganado, si bien un tanto anticlimático, en la realidad se convierte en un esperpento, un reflejo deformado de la ficción. Un sainete trágico, que diría Daniel Bernabé. También es complicado ver El juicio de los siete de Chicago sin recordar la última victoria pírrica de la democracia; esto es, que Donald Trump se va a su casa. Veremos si a la cárcel. Esta introducción viene a cuento de subrayar el gran mérito del guion, es decir, su relevancia: es un espejo del racismo, la brutalidad policial, el sexismo y, sobre todo, la desconfianza hacia las instituciones.
No importa que esté situado en el pasado y que la acción consista en ir deshilachando la madeja del juicio a los acusados de instigar violencia en una manifestación en contra de la guerra de Vietnam. Se ve y se entiende desde 2020 de forma cristalina. Los grandes monólogos de los que Sorkin solía gustar (en The Newsroom o The West Wing) están sustituidos aquí por una realización ágil y un mayor cuidado por los diálogos, y por investir a cada personaje de un idiolecto propio. El mensaje parece claro ya desde la forma: menos sermones y más perspectivismo. Es particularmente notorio en la escena en la que Hayden (Redmayne) y Hoffman (Baron Cohen) discuten acerca de la manera más conveniente de ejercer el espíritu revolucionario: la confrontación directa o el cambio gradual. Al final, el guion se dirige muy directamente hacia los individuos que aún confían en las instituciones y, en ese sentido, acaba hablando de manzanas podridas: los personajes más radicales en su postura no dejan de opinar que gobierno y judicatura son cosas hermosas corruptas por individuos malvados.
Aunque sea desde un punto de vista un tanto inmovilista, Sorkin disfruta enormemente de investigar las configuraciones de la política, o lo que es lo mismo, de la organización de la vida en común, y de las formas que tiene el poder de manifestarse. Ha escrito series, películas y obras de teatro ubicadas en el backstage de programas informativos, en la Casa Blanca y, sobre todo, en salas de juicio. Y es que acaba volviendo siempre al derecho y a los juicios, tal vez por su transparencia: son el lugar donde los mecanismos del poder aparecen negro sobre blanco. No hay mentira posible en un lugar en el que los tentáculos del deep state tienen que salir a la luz para aplastar las disidencias. Allí, todo el mundo está mirando. La estudiada condición de la política yanqui como epítome excepcional de la humanidad (o de lo que algunos mal llamarían occidente) es todavía una realidad. Un espejismo, una apariencia, humo, por supuesto, pero una realidad ideológica. Lo hemos visto con Trump, lo seguiremos viendo aún durante algunas décadas. Estudiar al poder en EEUU hoy es como estudiar al poder en la monarquía: una hipérbole desde el inicio. Y el mundo entero está mirando.
Desde su juez demente al que no le importa la justicia hasta sus reflexiones aceradas sobre la contracultura, El juicio de los 7 de Chicago es una película vibrante, estimulante y profundamente entretenida. Se le pueden achacar tres defectos ciertamente comunes a la filmografía de Sorkin: la ausencia de personajes femeninos de enjundia, una notable tendencia al sermón y un tono intelectual marcado que limita su rango de espectadores posibles tanto como (nos) enfervorece a sus admiradores. Los brillantes diálogos, ágiles y llenos de referencias, se constituyen en una marca estilística y un elemento que requiere de atención constante. Esta se ve recompensada, pero no permite la indiferencia.