Historias de posguerra. “La larga marcha”, de Rafael Chirbes
Historias de posguerra. “La larga marcha”, de Rafael Chirbes
No cabe duda de que Rafael Chirbes (1949-2015) es hoy un clásico contemporáneo. Una abundante estela de títulos como La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003), Crematorio (2007) o En la orilla (2013) constituye el legado de uno de los autores españoles más importantes de finales del siglo XX y de comienzos del XXI. Dentro de su trayectoria narrativa, La larga marcha, publicada inicialmente en 1996 en la editorial Anagrama, fue concebida con el fin de abordar los distintos transcursos vitales de diferentes habitantes de la posguerra y el tardofranquismo.
Cómo el autor valenciano decidió ejecutar la escritura de estos transcursos se observa rápidamente en un sistema de episodios estructuralmente sugestivo. La larga marcha (obra de ficción o ficciones) se divide, principalmente, en dos partes diferenciadas. La primera de ellas —El ejército del Ebro— incluye breves extractos, aparentemente desordenados e inconexos, que introducen de manera intercalada porciones biográficas de diferentes personajes de distinto estrato social y procedencia, siendo estos en muchos casos hombres y mujeres de historiales opuestos. Sin embargo, existen condiciones colectivas que vinculan la aleatoriedad ideológica de sus vidas y que son, por tanto, representativas de la crónica palpitante de una España totalmente asolada por la Guerra Civil. La pobreza y el hambre protagonizan el día a día de ingenuos combatientes sublevados, de obreros extremeños y de republicanos destruidos por el silencio implacable de los perdedores. Así, la decepción no aparece como un dolor exclusivo de los derrotados porque ellos no fueron finalmente los únicos que se vieron privados de un discurrir decente. ¿Qué significa la patria gloriosa cuando los vencedores no tienen para comer? ¿Qué supone ganar una guerra si una condecoración no garantiza ni siquiera un empleo? ¿Para qué sirvió la masacre, la destrucción de la democracia? Todos los españoles son, en definitiva, bestias que vagan a través de su moral destruida.
Teniendo en cuenta la precariedad que inunda la posguerra y que repercute en el deterioro de los personajes que Chirbes presenta en su novela, no es raro encontrar la corrupción de sus valores y la búsqueda feroz de la supervivencia. La decadencia se enmascara con apariencias y el arribismo, la traición familiar —fruto de la defensa férrea de los intereses personales— y la consecución de una vida acomodada gracias a la ayuda de terceros o contactos relacionados con el régimen son el pan de cada día de aquellos que necesitan recurrir a humillantes tácticas de subsistencia para persistir en un ambiente corrosivo y asfixiante. Algunos republicanos deben acudir a los fascistas para no caer en la más cruel y completa indigencia y otros, como Vicente Tabarca, no pueden soportar la resignación obligada ante el exterminio de unos ideales que legitimaron su lucha política pero que, ahora, no parecen significar nada.
Todas las historias que forjan la primera parte del libro convergerán, poco a poco, en un mismo viaje en el que las trayectorias de los personajes, protagonistas de narraciones particulares, se entreverarán envolviendo la presencia esencial y permanente de la familia. Dicho enlace deliberado se anticipa en El ejército del Ebro debido a la marcada presencia de niños que desprenden inconscientemente características o ilusiones heredadas de su círculo afectivo más cercano. Chirbes nos permite conocer así a los padres, a aquellos que vivieron en sus carnes la guerra, cediendo el testigo, en la segunda parte de la novela —La joven guardia— a sus hijos, víctimas directas de sus ambiciones frustradas. De esta manera, las vivencias de personas aterradas dan pie a la confluencia de sus descendientes en un entorno significativamente específico: la universidad de Madrid, que alberga los movimientos estudiantiles de resistencia antifranquista de finales de los sesenta a los que pertenecen. Los jóvenes —cuyas actividades e interacciones recuerdan a aquellas del grupo de amigos de Teresa en la novela Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé— parecen tener la seguridad de que un nuevo orden social va a ser establecido por una revolución. La expectativa de esta insurrección proletaria que se piensa inminente y que materializa la esperanza de alteración de la situación represiva del régimen sirve para escenificar el fracaso de aquellos que quieren avanzar pero que, a la vez, se ven atrapados por su pasado.
Con todo, La larga marcha también narra la existencia cotidiana de personas corrientes. Los adolescentes viven los sinsabores de las primeras amistades, así como su despertar sexual a través de experiencias relativas al abuso, la insatisfacción o el deseo femeninos, la atracción prohibida y la homosexualidad, reprimida y tabú. A su vez, la novela da cuenta de realidades como la situación de la mujer en la posguerra y el tardofranquismo, mostrando a una esposa de alta sociedad, silente ante la sospecha de un marido infiel, que intenta defender sus sueños juveniles de modernidad en una sociedad que no los aprueba y presentando la imagen histórica del florecimiento intelectual que la nueva generación de estudiantes universitarias experimentó en el ambiente emancipador que frecuentaban. Pero no solo eso; Chirbes busca ofrecer una representación de clases que incorpore la denuncia de situaciones que afectaron, especialmente, a la población rural, como su emigración a las ciudades en busca de un porvenir favorable. La vida de la clase obrera, asociada a localizaciones provincianas, aparecerá contrapuesta al caos de la errancia urbana —especialmente de Madrid—, aunque el pueblo como enclave conflictivo no dejará de ser, de algún modo, también asfixiante y restrictivo. Además, la relevancia que el escritor otorga en la obra, por medio de la referenciación continua a productos culturales, al cine, la música y la literatura permite celebrar a aquellos que amenizan, identifican o intensifican las desventuras cotidianas a las que los muchachos de la segunda mitad de siglo se enfrentan.
Por tanto, la larga marcha es aquella que persiste generacionalmente desde el principio de la posguerra hasta los últimos años de la dictadura. Es la lucha y el lamento, la desolación que germinó en una población menesterosa en sufrimiento y que conservó sus efectos en sus hijos, afectados por el fracaso de ideales pretéritos y víctimas finalmente de la brutalidad explícita que la tiranía de Franco seguía ejerciendo en sus últimos años y que evocaba la violencia que sus padres habían experimentado durante la guerra; una violencia ante la que, ya roidos por el tiempo, se erguían débiles, resignados y amedrentados. La larga marcha es la de los españoles, perros heridos, hambrientos y atemorizados que se disputan los desperdicios de la España ensangrentada; los que temen y huyen, los que trotan jadeantes, mirando hacia atrás, dejando en su camino “imperceptibles huellas de sangre” (Chirbes, 2021: 180).