La vida privada de la reina. “The Crown”

por Dic 16, 2020

La vida privada de la reina. “The Crown”

por

Creador: Peter Morgan

Interpretes: Olivia Coman, Elena Bonham Carter, Tobias Menzies, Josh O’Connor, Emma Corrin

Nacionalidad: Inglaterra

Duración: 4 temporadas, 10 episodios c/u (ya se han anunciado dos temporadas más)

Para el momento en que cierra la cuarta temporada de The Crown, estrenada este noviembre en Netflix, los seguidores han seguido la vida de la reina Isabel por más de cuarenta años. La construcción del personaje, dentro de los márgenes de la ficción televisiva, ha sido cuidado y detallista: desde las excelentes interpretaciones de Claire Foy, en las dos primeras temporadas, y de Olivia Colman, en las últimas dos, hasta la exploración de una compleja psicología a través de una historia redonda y bien narrada. Incluso si la versión mayor del personaje puede llegar a despertar antipatía, en contraste con la joven que enamoró a tantos espectadores, aun así, es posible entender al personaje, comprender sus motivaciones, saber de dónde provienen sus cualidades, positivas y negativas. Para quien se sienta frente al televisor, Isabel es una mujer con la cual empatizar, desde su espacio íntimo. En contraste, la versión real de la reina sigue siendo un relativo misterio, un silencioso monumento a la monarquía y a cierto tipo de nacionalismo y conservadurismo. Resulta curioso. Más allá, llega a ser irónico.

La fuerza del personaje ficcional se debe a la calidad de la producción. La serie creada por Peter Morgan no descuida ningún aspecto: los guiones son precisos y efectivos, las interpretaciones en ningún momento dejan de conmover, la fotografía es tratada con meticulosidad. En este sentido, no es solo la actuación de Foy y Colman la que resalta. También podemos citar, por ejemplo, el trabajo de Josh O’Connor y Emma Corrin, que hacen del príncipe Carlos y la princesa Diana, quienes poseen buena parte del protagonismo de la última temporada. En resumen, el conjunto de elementos que contribuyen a la efectividad de The Crown es amplio. No sorprende la potencia de la serie, que en los diez episodios estrenados en noviembre gira en torno a la relación del hijo de la reina y al periodo en que Margaret Thatcher fue la primera ministra del Reino Unido. El carácter controvertido de ambos ejes accionales ha alimentado, sobra decirlo, el ya amplio éxito de la producción.

Es aquí donde también se abren los puntos conflictivos de un texto como este, de una ficción histórica. Desde el estreno de la última temporada, se ha informado en distintos medios del descontento del príncipe Carlos por el manejo que hace la serie de su historia sentimental. Una constante durante los cuatro años que la producción ha estado en el aire (no olvidemos, además, que ya se han anunciado dos temporadas más) han sido las comparativas. ¿Qué tanto de lo retratado en la pantalla es real? ¿Qué tanto es ficticio? ¿Hasta que punto se captura en la narración (algún tipo de) verdad?

El problema de fondo, propio de cualquier ficción “basada en hechos reales”, es la forma en que apela al mundo extratextual. Por un lado, se invita al espectador a disfrutar de la serie como si fuera mero entretenimiento o, en los mejores casos, una forma de expresión artística. Por otro, el texto se sustenta sobre una realidad y cada uno de sus enunciados se vincula, de una u otra manera, con la historia en la que se inspira, ya sea para negarla, interpelarla o reproducirla. Dicho en breve, es inevitable pensar en las personas reales al ver a los personajes ficticios. No solo, el éxito de la serie se debe, en buena medida, a esta conexión. Aquí aparece otro aspecto problemático: el manejo de las situaciones históricas en la ficción, siempre justificando el rol de la realeza o, de alguna manera, entendiéndolo, resulta sospechoso. A veces, directamente frívolo.

En el fondo, The Crown no deja de ser una forma de propaganda política, sea o no la intención de Morgan y las demás personas que trabajan en la producción. En este sentido, la vida privada de la reina es un caso paradigmático. El personaje se vuelve una suerte de voz del pueblo: confronta a Thatcher por su forma neoliberal y cínica de hacer política, por ejemplo, o escucha comprensivamente al hombre desempleado que se infiltra en el palacio. Por un lado, son muchos los rumores que apuntan a una difícil relación entre la primera ministra y la reina. Por otro, nadie sabe qué conversó Isabel II con el individuo que entró a su habitación el 9 de julio de 1982, Michael Flagan. En el primer incidente, la serie construye la ficción sobre una media verdad. En el segundo, la narración ficticia es más licenciosa. Sin embargo, en ambos casos, la perspectiva favorece, por lo menos en un sentido político, a la figura real. Aunque adentrándose en el mundo íntimo de la realeza, que en realidad no se conoce fuera de palacio, el fin de la serie parece ser el mismo: proyectar un símbolo nacional que enaltezca a la monarquía. El conflicto que enfrenta un espectador es este: ¿hasta qué punto es capaz de omitir la historia que subyace a la ficción?