Sin riesgos en “Los daños”, de Lorenzo Oliván
Sin riesgos en “Los daños”, de Lorenzo Oliván
Los daños, Lorenzo Oliván
Tusquets
112 páginas, 15 euros

Ha escrito Lorenzo Oliván con Los daños un poemario que corona su adscripción a la metapoesía y que ejerce como testimonio del desconocimiento humano. Desconocimiento de todos los frentes de la realidad, pero aún más de los que atañen en sí mismos —ya como realidades, ya como conceptos— a la identidad, al pensamiento y al sentir, sobre todo cuando el lenguaje se hace cargo de ellos, a saber, cuando están incardinados la identidad, el pensamiento y el sentir al decir. El poema de Oliván en Los daños —sea el poema que sea— crece desde la intención de testimoniar el no saber, pero esto en una sedimentación: la primera capa consiste en contar que no puede comprenderse tal o cual elemento de la realidad; la segunda, demostrar que el lenguaje poético tampoco es suficiente.
La primera capa se proyecta desde un contar: Oliván escoge un elemento o acontecimiento de la realidad y lo enfrenta al conocimiento, concluyendo que no puede ser comprendido, que encierra demasiadas vías inaccesibles para nuestra cognición. La segunda capa se proyecta desde un demostrar: se trata de esa misma conclusión, el hecho de que ese elemento o acontecimiento tampoco llegue a esclarecerse mediante la cognición del poema —no ya la de nuestra mente sino la del poema; el poema como un cerebro en el que delegamos—; así, tenemos un poema que enuncia y materializa la imposibilidad, la inaccesibilidad de esas diferentes vías; se trata de un poema que no es resolutivo, es más, que, mediante cierta retórica, asume que no puede resolver nada, a lo sumo enunciar los límites y las confusiones lógicas propias del no saber. Así, el ejercicio metapoético es el siguiente: el poema, que debería ser resolutivo, se limita a enunciar la incógnita y a declararse a sí mismo infructuoso.
Sí, son recurrentes en el poemario, por ejemplo, las siguientes dos manifestaciones de impotencia cognitiva y lógica: cobran presencia en numerosos poemas las alusiones de bulto, propias del lenguaje poético y filosófico cuando anda a ciegas, del “sí mismo” y del “uno y lo contrario son lo mismo” —«la noche sujetada por los astros en lo alto de la noche / piedra que cae al fondo / de ser piedra», de “Distancias”; «Rozar casi el sentido de la vida / en la más alta representación / de la vida viviéndose a sí misma», de “Rozar casi el sentido”—. Sí, Oliván cede al problema, construye en Los daños una poesía testimonial, carente de aventura, carente de enfrentamiento y reto; se conforma el poeta cántabro con enunciar las vías que arrinconan nuestra intelección, y además haciéndolo de esa manera tan tautológica, tan sin destino. Apenas eso, y nunca en ningún momento escribe del modo en que escribe quien arrostra esas condiciones, quien toma el lenguaje y lo retuerce para llevarlo hasta las realidades a las que no llega; ahí sí, entonces, en esos casos, se da una verdadera sustitución de nuestro cerebro por el cerebro del poema. En Los daños, esa sustitución queda solo apuntada.
En efecto, Oliván no parece que quiera llegar al cerebro, y se queda en las manos —léase “Tierra”, segundo poema de la obra; toda una declaración de intenciones—. Es una opción respetable a veces la de la humildad, la de la resignación, la de la retracción. Oliván ha preferido en Los daños quedarse en las manos, no subir hasta el cerebro. Es, con todo, también una opción valiente: insistir en contar lo complejo retrocediendo en la trinchera, rehusando avanzar, sustituyendo un arma de fuego por un abrecartas. Ese desequilibro, esa desproporción de fuerza puede, no obstante, dar buenos frutos. En los laberintos de la poesía, del conocimiento y del lenguaje, quién sabe qué camino es el correcto para llegar a la verdad: «Buscamos lo real / yendo hacia su sentido, / esas cosas / que al fin quieren decirse, / en el quicio / o desquicio de ser otras distintas» —de “La realidad”— o «¿Qué decir? / ¿Quién lo sabe, / en la erosión / del viento del lenguaje / sobre todas las cosas?» —de “Restos de un paisaje”—.
En todo momento parece cierto que Oliván desea llegar a ver las cosas de la realidad con la limpidez que concede el cerebro poético de quienes sí han hecho ese ejercicio —basta como ejemplo de esto las obras de quienes cuelan una cita en el poemario del cántabro: José Ángel Valente, Juan Ramón Jiménez, Ada Salas, Anne Carson, Louise Glück, T. S. Eliot y Paul Celan—, pero también es cierto que la escritura poética de Oliván en Los daños ha querido darse una tregua y ha preferido contar el reverso, quizá el punto cero de desconocimiento del que ha partido otras veces para sí hacer en esos otros poemarios el ejercicio de arriesgada revelación que no ha hecho en este. En poetas de su casta, en él mismo, aunque tomen una dirección u otra, siempre se entrevé el deseo de alcanzar un horizonte superior entregado por los versos, donde hasta la palabra se disuelve porque ya todo es una sinestesia desmedida, porque ya todo está sin anclaje reposando en un último filón cognitivo.
Quizá como fórmula de esa perspectiva de culminación lograda a través del desasimiento que comporta el comprender las cosas nítidamente —más allá incluso del lenguaje porque se le ha dado ya la vuelta—, sean apropiados estos versos preclaros de Juan Ramón Jiménez en el final de Eternidades: «¡Palabra mía eterna! / ¡Oh, qué vivir supremo / —ya en la nada la lengua de mi boca—, / oh, qué vivir divino / de flor sin tallo y sin raíz, / nutrida, por la luz, con mi memoria, / sola y fresca en el aire de la vida!». En lugar de ir hacia ese horizonte supremo y perseguir una solución pragmática desde el riesgo —la poesía está hecha para el riesgo del conocer mediante el riesgo del decir; para otras cosas, todo lo demás—, ha querido Oliván en Los daños cantar solo el problema, quedarse en la trinchera tarareando lastimeramente, conformándose con la retórica y el jugueteo conceptual —«Se vacía el vacío / y te asomas en él / como desnudo escollo de ti mismo», de “Al fondo de la noche”—. La sensación general al leer el poemario es la de que con su escritura no se han corrido riesgos, o la de que se parafrasean unos ya corridos —por esos y esas poetas que han colado una cita en el poemario del cántabro; o por él mismo, pero no en esta ocasión—.