Crónica de la decadencia, según el cínico. “Serotonina”, Michel Houellebecq
Crónica de la decadencia, según el cínico. “Serotonina”, Michel Houellebecq
Michael Houellebecq, Serotonina
Barcelona, Anagrama
Traducción: Jaime Zulaika
288 páginas, 19,90 euros

No se accede a una nueva novela de Michel Houellebecq (Reunión, 1958) sin posiciones previas. Toda su obra narrativa es agresiva, iconoclasta y heterodoxa; su presencia pública, sembrada de controversias, hace tiempo que trasciende el marco francés. Ha asumido el papel del cínico posmoderno y, como cínico, no cabe diferenciar entre su persona y su obra. Houellebecq lleva esto a sus últimas consecuencias, incluida la de dar voz a posiciones ultrareaccionarias; a veces parece un viejo conservador nacionalista romántico; otras es un hedonista y un individualista feroz; y otras, alguien que se esfuerza en contradecir todo movimiento social. Ni en sus historias ni en su propia personalidad hay tabúes ni tampoco resquicio alguno para el optimismo; se ha erigido en notario y registrador de la etapa final de un mundo en decadencia irreversible, el mundo occidental basado en el horizonte de consensos sociales, Estado del bienestar y derechos humanos universales: la obra de Houellebecq es una refutación absoluta a la contemporaneidad desde el pesimismo más radical. También es preciso anotar en esta larga introducción que a menudo resulta difícil encontrar un equilibrio entre sus dotes como novelista y su visión de sociólogo. Su vocación epatante no siempre se corresponde con un nivel igual de transgresión formal y se percibe un cierto agotamiento de fórmulas y personajes.
En Serotonina se vuelven a encontrar estas constantes de una manera tan estricta que el lector de la obra de Houellebecq siente que conoce de antemano a esos personajes o, al menos, a otros muy parecidos, con crisis tan similares que parecen arquetipos. En esta novela, si acaso, se acentúan el pesimismo y el diagnóstico de la vida como una batalla inútil en la que no caben treguas, contemplaciones ni esperanza. También se perciben más nítidamente la dejadez estilística y la renuncia a edificar un artefacto narrativo bien construido.
El protagonista de Serotonina es Florent-Claude Labrouste, antihéroe de la posmodernidad, como lo eran, por ejemplo, los protagonistas de Ampliación del campo de batalla, Plataforma o Las partículas elementales y también de la más reciente Sumisión. Solo que, a diferencia de aquellos, el nuevo protagonista ha perdido, desde el principio, toda esperanza en la búsqueda de un sentido. Su abulia depresiva apenas encuentra alivio en el consumo de Captorix, medicamento que estimula la producción de serotonina al tiempo que anula su libido. Florent-Claude es un ingeniero agrónomo, cuarentón y funcionario del Ministerio de Agricultura. Su vida es anodina; van pasando las páginas en las que el protagonista rememora ilusiones eróticas no consumadas en Almería, abandona su trabajo, su hogar y a su novia japonesa y se refugia el último hotel en París en cuyas habitaciones se permite fumar. Allí vive de la nostalgia de sus amores imposibles, malogrados de forma casi inevitable. Perdido en esa inercia, decide en un momento dado salir de la ciudad y viajar a la Bretaña, donde años atrás había alcanzado lo más parecido a la felicidad. Allí, Houellebecq retrata el crepúsculo nacional y, por extensión, de Europa: la pérdida de viejos modos de vida rurales por mor de la globalización salvaje y la degradación de las viejas relaciones sociales. Rasgos de una forma de vida que trasciende el tiempo aparecen malbaratadas y corrompidas en este aborrecible presente que traduce la pluma del escritor a través de los ojos de su protagonista: el sexo, la agricultura, la amistad, el paisaje, el amor, el arte, la buena comida y bebida… todo aquello que hizo que una sociedad considerase que merecía la pena vivir son ahora espacios yermos, imposibles. La globalización, la superproducción, la pornografía, el consumismo, el individualismo, el mercado… lo han arruinado. Ese postrero intento de recuperar todo aquello se salda en el fracaso: nada se puede ya recuperar pues está perdido para siempre. Es Francia, es Europa las que aparecen reiteradamente en las novelas de Houellebecq como un laberinto sin salida.
¿Qué hay de novedad en este relato? ¿Qué dimensiones inéditas de nuestro tiempo histórico descubre? ¿Qué fórmula lingüística abre la puerta de nuevos sentidos? El balance es ciertamente escaso. La escritura es caótica, reiterativa, plana, denotativa. Su diagnóstico no tiene relieve más allá de la quejumbrosa expresión de melancolía del protagonista, a la que intenta de vez en cuando dotar de un cierto lirismo. Los comentarios políticos no tienen trascendencia; son fáciles. Y los relatos amorosos son banales. Habría que preguntar exactamente dónde ha quedado la brillantez de este escritor, cuyos destellos sí se vieron en algunas de sus primeras novelas, cuando todavía no era el fenómeno cultural y comercial que es hoy.
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