Escritura (huertos y desamores). “Los llanos”, de Federico Falco
Escritura (huertos y desamores). “Los llanos”, de Federico Falco
Federico Falco, Los llanos
Barcelona, Anagrama
240 páginas, 18,90 euros

Hay algo que atrapa en las cosas mínimas. El crecer de unos tomates; que se los coman los pájaros. Que las zanahorias luchen por no ser baby. Y la literatura, cuando encuentra parte de su germen en ellas, se vuelve meditación. Porque leer Los llanos de Federico Falco (General Cabrera, Córdoba, Argentina, 1977) tiene algo de místico. El finalista del Premio Herralde se decanta por una autoficción desprovista de toda trama artificiosa y lo que por momentos parece ser un diario campestre, una forma de reinventarse, acaba transformándose en toda una reflexión sobre la creación literaria.
Fede ―como personaje autoficticio― reúne las anotaciones desde que se muda de Buenos Aires a Zapiola, a una casa, como diríamos, perdida de la mano de Dios. Esto le lleva a registrar en forma de diario el día a día en esa nueva cotidianeidad. Así, Falco acoge entre sus páginas la lentitud del tiempo, algo que obliga al lector a decelerar sus horas y a dejarse transportar al medio rural, ya sea argentino o no. Pero ese intento de ficcionalizar los sucesos cotidianos se revela, explícitamente, como fallido, innecesario. En ese momento se descubre otra de las semillas de la obra del autor argentino. Todo nace de una pérdida, la consecuente a la ruptura con Ciro. Esto le lleva a pensar: “es como si en el tiempo del duelo no hubiera narrativa”. Es esta afirmación la que aguarda la esencia de Los llanos, una “novela” que, entonces, versa sobre el luto amoroso, como una forma de tratar una herida que quizás no pueda ser curada. Pero, de forma más significativa, se muestra como una búsqueda constante de identidad. Una identidad de pertenencia y autenticidad que el protagonista tan solo logró sentir con Ciro, y que ahora le falta.
Además, la obra inspira una idea de escritura como forma de encuentro, como autoconocimiento. Algo posibilitado por el cierto grado de ficción al que se acoge y por ser la propia escritura el medio idóneo para la indagación personal. Pero este autoconocimiento también se aprecia en el aislamiento del personaje —que se entiende como una desinfección de la dependencia que había generado hacia su pareja—, y en el intento de experimentar nuevas formas de vida: la creación de un huerto, interesarse por la fauna del ambiente, por los cambios mínimos de las estaciones, entre otros aspectos que, por el contrario, en el medio urbano pueden llegar a diluirse.
En Los llanos asaltan recuerdos no solo de un pasado reciente que brotan de la memoria del autor, sino que al mismo tiempo se remonta a su infancia y a los orígenes familiares. En parte, son personalidades que le preceden pero con las que no se identifica, siendo evidentes los cambios de mentalidad en apenas un siglo de historia. Se produce una interesante mirada hacia los antepasados, cuyas vidas estuvieron cargadas de supervivencia y extranjería; pasajes que, de forma muy inteligente, aportan a la obra el ritmo y el dinamismo necesario que la lentitud del campo y de la observación del día a día podrían haber estancado a la “novela” en una monotonía un tanto soporífera.
En definitiva, Falco propone una no-novela o antinovela con una no-trama a base de su escritura precisa y, sobre todo, consciente. Se suma así a todos los discursos del momento en torno a las áreas rurales abandonadas y sus formas de vida, como ya vimos en obras reseñadas en Contrapunto como la de Canto yo y la montaña baila de Irene Solá, Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, Un amor de Sara Mesa o El espíritu de las vacas de Abel Neves.
Porque la literatura y lo rural coinciden en la forma de parar el tiempo, en el saber mirar para volver a encontrarnos.
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